Para los que no pintan nada
(A razón de ciertas pintadas, ocurridas ya hace tiempo, en un lugar de cuyo nombre no quiero acordarme)
Cierto periodista francés ultracatólico –Louis Veuillot– se quejaba con amargura de la censura gubernamental que sufría al expresar sus opiniones pro-papales. Su amargura era tan consecuente como su mutismo cuando se le aducía que difícilmente podría afligirse por la pérdida de una libertad que él mismo estaba dispuesto a limitar, en los demás, en cuanto pudiera ocupar una posición de poder. La Iglesia, de una u otra forma, sea mediante una descarada teocracia o por medio de los más ditirámbicos acuerdos estatales, siempre ha estado en el Poder. Y, como Veulliot, no cree en la Libertad; la reclama para sí con la misma fuerza con la que la violenta en los demás.
La Iglesia quiere ser Libre para hacer apología de un genocidio sanitario, condenando la utilización de profilácticos ante la pandemia del VIH. También quiere que las mujeres que abortan sean encarceladas bien por cometer el delito de responder a una necesidad, bien por cometer el crimen de tener una voluntad. La Iglesia reivindica la potestad de intervenir en las vidas ajenas y hace gala de su “arbitrio” cuando sale a la calle para oponerse a las relaciones homosexuales; el mismo que ponía en práctica al quedarse en casa cuando caían bombas sobre Bagdad.
Sí, la Iglesia reclama el dudoso derecho de decidir sobre asuntos que pertenecen exclusivamente al ámbito individual de todo ser sensible y pensante, como es la salud, saber si quiere o no ser madre o acotarse con quien a uno le apetezca; no obstante, si, en un alarde de renuncia o “buena fe”, concediéramos que un organismo puede injerir en una dimensión exclusivamente individual ¿Qué menos puede hacer ese organismo que exponerse complacido a recibir una muestra recíproca de “libre opinión” aunque ésta se manifieste en forma de pintura? ¡Ay!, si tuviera la juventud los medios episcopales, y recibiera su porcentaje del fisco, seguramente compraría unos bonitos e impactantes carteles y se ahorraría los peligros de la brocha gorda.
Se quejan también las entidades bancarias de haber sido pintarrajeadas ¿Son las mismas sucursales que han ayudado a sumirnos a todos nosotros en esta cruenta crisis? ¿Se quejan quizás por el dinero invertido en borrar unas determinadas pintadas? ¿Es equiparable el gasto que han desembolsado con el que nos han obligado a desembolsar a nosotros para pagar sus despilfarros y tapar los agujeros que nos sumen hoy en la carestía y el pauperismo? Qué menos, después de lo que nos han hecho, que darles un poco de “color”.
Para aquellos a quienes, presuntamente, sólo se les podría acusar de hacer un acto imaginativo de vigorosa iconoclasia, se piden hoy las censuras más infames, las condenas más graves, la pena más ignominiosa. El castigo, la sombra del enjaulamiento, es blandido por la clase política, muchos de los que hablan con apolillada nostalgia del pasado, de los grises; los hijos “bastardos” del 68. Pero ¿no era un “mar de tinta” lo que decoraba las calles parisinas en ese mismo esplendoroso 68? ¿No se embadurnaban las fachadas con virulentas invectivas de Sade, Bakunin y Ravachol? ¿No se escribían en las paredes de los bancos: “¡Roben!” y en la de las iglesias: “Lo sagrado: ahí está el enemigo”? ¿No se bañaban los ladrillos en consignas anónimas –hoy en la memoria de todos- muy similares a las que ahora han despertado semejante campaña de repulsa y anatema? Esa es la conclusión estatal: “encerremos y ensañémonos con aquellos que siguen buscando la playa bajo los adoquines”. He ahí, parafraseando libremente a Blas de Otero, el rostro duro y terrible de la Democracia.
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Comentarios
Estamos viviendo unos
Estamos viviendo unos tiempos en los que ya ni paredes vamos a tener para quejarnos. Que los bancos o las iglesias se quejen por las pintadas, cuando ellos son unos pintas...