Romance del prisionero

Así (“Romance del Prisionero”) se intitulaba un poema de finales de la Baja Edad Media. El autor es anónimo, y puede que muchos lectores conozcan sus versos. Empero, lo mejor del poema, para mí, es la parte apócrifa que añadió Chicho Sánchez Ferlosio en su hermoso disco “A contratiempo”. En su versión se escuchaba:

“Cárcel tengo por fuera
cárcel por dentro.
[…] Tener no me importara
cárcel por fuera
si de la de aquí adentro
salir pudiera”.

Instaurar en las entrañas del Individuo “cárcel por dentro”, he ahí el objetivo de todo sistema penitenciario. Cualquiera que haya visto consumir parte de su vida tras el enrejado de una “jaula para humanos” sabe de lo que le hablo. Una vez cruzas el umbral de la prisión la idea de que tu vida le pertenece al Estado, que antes sólo intuías, se torna en realidad. Ninguna de tus funciones vitales o volitivas te pertenecen ya. Comes cuando se te dice, duermes cuando se te ordena, te aseas cuando te dejan. La “bonhomía” penitenciaria se reduce a enajenar a los individuos de su propia vida. Su leitmotiv es hacer títeres inertes con mimbres humanos.

El preso trata de sobreponerse anímicamente, pero las ideas lóbregas rondan de un lado a otro de su cabeza como lo haría un felino enjaulado. Un sujeto dotado para la sensibilidad está obligado a secar sus emociones en semejante entorno. Entran briznas de luz de luna en la noche y cuando entornas los ojos tu mente te tortura haciéndote creer que todo es un sueño.

Los funcionarios de prisiones, con las salvedades que siempre puede arrojar una individualidad independiente, son en su mayoría fieras hambrientas de debilidad, de pena y de dolor. Se ceban con el inexperto, se ensañan con el díscolo, embrutecen al dócil. La palizas, los “accidentes”, las torturas metódicas existen en nuestras cárceles; lugares que a través de la “distancia psicológica” percibimos con la misma sensación, incómoda y descreída, que dedicamos a los cuentos infantiles de terror. La cárcel es como el “coco” o el “hombre del saco”, una amenaza, un marco lejano comido por los matojos, y aun cuando está próxima a un enclave urbano, es concebida como un tabú, un “más allá”, un “otro lado”, donde la gente sufre y expira ajena a la atención colectiva.

Octave Mirbeau, en su novela Les Mémoires de Mon Ami, trató de glosar el ambiente carcelario de un calabozo. De su retrato, como de cualquier foto fija sobre semejante lugar, sólo se extrae que allí, los individuos, con independencia de cualquier prevención, son siempre las víctimas de un sistema que lleva a su máximo exponente cualquier acto de violencia individual. Importa poco lo que cualquiera de nosotros haya hecho o dejado de hacer para estar allí ¿Justificaría cualquiera de nuestros actos que un vecino nos encerrara en su casa durante, por ejemplo, 40 años? ¿Cómo llamaría la prensa a un acto de esa catadura? ¿No nos horrorizaríamos todos ante esa realidad, como lo hemos hecho ante los prolongados casos de secuestro más recientes (el sangrante caso de Astenten, por ejemplo)? Ningún psicópata, no de los que han existido hasta ahora, ha ideado nunca una tortura tan refinada como la de mantener encerrada a su víctima durante un periodo de 40 años (la máxima pena contemplada por la ley española), ni la de matar de hambre a una persona después de 85 días (como ha hecho el Estado cubano con Orlando Zapata), ni la de tener a su víctima con la incertidumbre de cuándo va a morir durante 23 años (como Clarence Ray Allen, asesinado finalmente por los Estados Unidos en 2006, como a otras 52 personas sólo el año pasado). Sin embargo, el Estado secuestra, tortura y asesina a miles de personas cada año, gozando de toda impunidad y también de considerables adhesiones y beneplácitos.

¿Acaso, en este mundo de insensibilidad sistemática, es ser sensible una locura? ¿Acaso el fanatismo, la ceguera del creyente, puede movernos a sancionar positivamente los actos más abyectos?

Cuando el individuo se hace turba y, como en una película de James Whale, echa mano de la antorcha y la horca, la indiferencia del observador airado por la vida ajena no dista de la del “homicida convencional”. Cuando, aprovechando casos concretos, se pide el endurecimiento de las penas, oficializar la cadena perpetua, juzgar a los menores como adultos y hasta la pena de muerte, los argumentos que apuntan al corazón suelen ser desoídos. Podemos desgañitarnos en citar el “ojo por ojo y el mundo acabará ciego”, podemos tratar de tocar algún resorte emotivo, podemos tratar de remover el hormigón armado en que nos transforma la venganza; todo nos será respondido con vómitos y expulsión incontrolada de vísceras.

La casquería de los seguidores de Lynch puede frenarse momentáneamente con algún juego retórico. Podemos aducirles: si matar conlleva necesariamente la muerte del asesino como respuesta ¿quién ejecutará al verdugo que lo “ajusticia” y a los miembros del Estado que lo ordenan? Pero quien pide sangre suele ser impermeable al razonamiento. Se pide la pena de muerte para terroristas e “irrecuperables” ¿Con qué autoridad moral señala el “terrorismo” un Estado que se fundamenta en el Imperio del Terror? ¿No mutila más inocencias, no castra más infancias, no mutila más juventudes el propio organigrama del Estado que cualquiera de los modernos hijos de Caín?

Apuntemos entonces al pragmatismo ¿No es acaso la misma Norteamérica que acuñó el término “psicokiller” la que lleva siglos aplicando la pena capital sin que los asesinos seriales hayan desaparecido? ¿No emplea el Estado español la cadena perpetua de facto sin que los sucesos atroces hayan dejado de salpicar la pantalla de nuestra televisión? ¿Acaso no hace menos de 40 años que el garrote “impartía justicia” en ese lugar llamado España sin que el candor haya dejado de atraer a la brutalidad, sin que la debilidad haya dejado de ser el blanco de la fuerza y sin que la sangre haya dejado de llamar a la sangre? La violencia gubernamental es y ha sido empleada a lo largo de la historia para responder a la violencia aislada o grupal ¿Ha remitido alguna vez esta violencia el porcentaje de violencia que ella misma recrea? ¿Tan corta es nuestra memoria que no recordamos que la violencia ha sido siempre considerada el único “remedio” para la violencia (de la rudimentaria hoguera a los elaborados métodos inquisitoriales)? ¿No sería lógico que, si no por justicia, por sensibilidad, ni tan siquiera por conmiseración, aunque sólo fuera por probar una alternativa práctica, se intentara buscar un método no violento, no constrictivo, cuando desde el principio de los tiempos se ha demostrado la inutilidad del castigo? ¿No nos marca el sentido común que si un método no funciona no es descabellado usar el diametralmente opuesto? En sus Diarios Tolstói venía a decirnos que la aplicación del castigo es la búsqueda de un bien incierto y la obtención de un mal seguro ¿Hasta cuándo?

Y, como también decía Kropotkin en Las Prisiones: “Si se me preguntara: ¿Qué podría hacerse para mejorar el régimen penitenciario?, ¡Nada! –respondería– porque no es posible mejorar una prisión. […] No hay absolutamente nada que hacer, sino demolerlas”.

Sin embargo, el tránsito se intuye escarpado, oscuro, lleno de figuras hostiles ¿Y cómo no cuando son los propios que alardean de “revolucionarios” los que buscan la alternativa a la hegemonía capitalista en un Estado policial perpetúo, en un sistema carcelario férreo donde debe coserse a fuego lento todo disconforme? ¿Cómo dejarse llevar por el optimismo cuando los que vociferan contra un sistema concreto son los mismos que cacarean a favor de los desmanes que comete otro? He presenciado cómo la gente pedía muerte, cómo chirriaban sus colmillos, ante un individuo que, habiendo matado, era en aquellos momentos una simple piltrafa de huesos y carne que se consumía en un hospital. Pero claro, era un asesino, era de ETA (me refiero a de Juana Chaos), y eso, a ojos públicos, justificaba exigir su defunción forzada; la misma defunción forzada que él había causado y por la que le odiaban ¿En qué convertía esto a todos los que años antes lloraban de justa indignación ante la sangre derramada en el pavimento? ¿Se puede lamentar la absurda muerte de miles de personas en loor de la Patria y no lamentar la absurda muerte de un preso por inanición en loor del Estado? La historia se repite, los actores cambian, pero la Autoridad y la Muerte acuden, ineludiblemente, bien cogidas de la mano, a la misma platea.

Un albañil es asesinado, por dejación, a manos del Estado cubano. Algunos, como aves carroñeras, corren a ver si tiene un óvalo bajo la lengua; quieren saber quién acuñó la moneda. Así, el mismo “revolucionario” que clama contra la “explotación del hombre por el hombre”, que se llena la boca de igualdad y se atraganta con una vaga libertad, llama hoy a un hombre (Orlando Zapata) cuya agonía duró 85 días, “traidor”, “terrorista”, “agente yanqui”, “gusano”. Es un caso repugnante. Los que apalean y lapidan al muerto arguyen que era “esto” o “aquello”, pero con sus pretextos solo consiguen evidenciar su falta absoluta de empatía hacia el sufrimiento ajeno ¿Qué demonios importa quién o qué fuera? Yo sólo imagino un cuerpo anémico, raquítico, esquelético, de un muchacho que ha bebido el cáliz hasta las heces, que ha perdido su vida entre las paredes de un Estado cualquiera.

Babean, ladran y llevan la ofensa hasta el absurdo, se han atrevido a decir que se lucró con su propia muerte… ¿Existe una elucubración auto justificativa más bizarra? Si se lucró con su propia muerte queda reflejado, a todas luces, que hizo un mal negocio. Otros, no obstante, también se prodigan en la necrótica ocupación de vender “ideas muertas”, y nunca conseguirán verme satisfechamente callado si fueran ellos los que se marchitan tras los muros gubernamentales. Sus emblemas son otros muy distintos, y aún enarbolan la consigna que nos llevaría a la picota en calidad de “bandidos, violadores e incendiarios”. El tema ya fue abordado, con magistral agudeza, por Manuel González Prada: “El que brutal y francamente reveló todo el amor fraternal que los socialistas profesan a los anarquistas fue el diputado francés Chauvin, cuando en presencia de dos o tres mil ciudadanos lanzó las siguientes palabras: ‘El primer acto de los socialistas demócratas el día del triunfo debe ser fusilar a todos los anarquistas’”.

Ciertamente la prensa burguesa, como los propios filo castristas, juegan con el cadáver y se regodean del hecho. En noviembre de 2009 Yosvanis Valle, otro albañil cubano, murió ejecutado en Texas y nadie se cuestionó la “ausencia de libertades” en los Estados Unidos. No obstante, cuando el periodismo mercenario necesita copar su cuota de “buenas intenciones” y dedica minutos de sus telediarios a hablar negativamente de la pena de muerte (casi siempre para ensalzar el “progresismo humanista” del propio país si, obviamente, es de los que no la tienen) ¿olvidamos por ello la suerte de los “ajusticiados” (repugnante eufemismo) tan sólo por que los medios de comunicación convencionales han fingido “interiorizar” el mensaje? Hoy una sociedad racista condena verbalmente el racismo, hace lo propio con el sexismo, y no se queda atrás con la crueldad ¿El hecho de que condenen la misma sevicia que practican debe movernos un ápice de nuestros presupuestos iniciales? ¿Acaso como fingen “escandalizarse” con Guantánamo hemos de dejar de exigir el cierre de esa monstruosidad perpetrada por el colonialismo descarnado de los Estados Unidos, que colma de indignación y vergüenza a todo ser sensitivo?

Lo siento mucho pero yo me abstengo de entrar en vuestro juego de “azules” y “rojos”, de “Estados Liberales” y “Estados Populares”, de “presos buenos” y “presos malos”. Yo soy Anarquista, os maldije por haber matado a Yosvanis y os vuelvo a maldecir por haber matado a Orlando. Os maldigo, una y mil veces, por cuantos de nosotros están encarcelados.

En definitiva ¿Cuándo dejaremos de pedir “pedigrí revolucionario”? ¿Cuándo los que sufren empezarán a ser de los “nuestros” sin necesidad de revisar su “hoja de servicios”? ¿Cuándo dejaremos de distinguir entre el “político” y el “común”? ¿Cuándo el preso será siempre un reo de la guerra social y la muerte una despreciable compañera de viaje, acompañe a quien acompañe? ¿Cuándo veremos en las lágrimas el reflejo proyectado de un dolor que no responde a la Autoridad de las Banderas?

Sin miedo a parecer dogmático tomo por mía esta sentencia de Albert Libertad: “Todas las leyes son malvadas, todos los juicios son inicuos, todos los jueces son malos, todos los condenados son inocentes”.

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Para Amadeu, para Jaime, para Orlando, para todos los que injustamente omito, para todos los presos que mal llamamos “comunes” y que siguen mirando al cielo para, como decía Proudhon, comprobar que la tormenta aún está en ellos.

Comentarios

es hermoso tu escrito, a la mierda todos los que justifican las prisiones aunque estas las llamen revolucionarias.

Simplemente ¡Bravo!

Genial. Muchas, muchas gracias, por dejarlo todo tan claro.

P.D: Por cierto, Amadeo ya ha salido de la cárcel ¡Viva!

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