No será en las urnas ni en los tribunales donde vamos a derrotar el fascismo
Para nada me gusta ver diputados de Vox en un parlamento. Aún recuerdo la sorpresa de cuando entraron en el parlamento de Andalucía. Y me temo que el próximo 14-F veremos como a un puñado de ellos electos en el parlamento de Cataluña. Pero lo que no me gusta no es el hecho de que haya diputados y diputadas fascistas. Diputados y diputadas lesivos para los intereses de la mayoría de la población hemos sufrido muchos a lo largo del tiempo. Los / las que aprobaron las sucesivas reformas laborales no eran de Vox. Ni la ley de extranjería o la ley mordaza, ni la liberalización de los alquileres y del suelo, ni tantas otras leyes.
Pues no, si no me gusta que haya diputadas y diputados de Vox es porque si existen es debido a que hay fascismo en la calle. Este es el problema: el fascismo existe. Debo decir que no me preocupa excesivamente que haya fascismo en el barrio de Salamanca de Madrid o en la plaza Artós de Barcelona. Allí viven nuestros enemigos de clase. Son la gente que se enriquece gracias a nuestra miseria, sin ningún escrúpulo para despedir cientos o miles de personas, por traficar con armas y con medicamentos, en privar el acceso de millones de personas de todo el mundo a los recursos necesarios para poder hacer algo tan básico como es vivir. Que esta gente evolucione hacia el fascismo es posiblemente un fenómeno natural, sobre todo si ven que las otras formas que tienen de control político y de poder son insuficientes en un determinado momento.
Lo preocupante desde mi punto de vista es que el fascismo que se extiende y encuentra tierra para arraigar en otros lugares, en los barrios donde vive nuestra gente. Es un fascismo que se alimenta también de la explotación, del empobrecimiento de la vida cotidiana, de la costumbre impuesta reiteradamente a la clase trabajadora de que hablar de política es perder el tiempo, del egoísmo reiterado machaconamente desde muchos tertulianos y programas basura de los medios. Un egoísmo que se traduce en primer yo y luego el resto, especialmente los últimos en llegar, ya sean jóvenes a una empresa o migrantes a un territorio. Por otra parte, desde hace décadas se nos ha impuesto la cultura de la delegación. Delegamos en los políticos profesionales la gestión del día a día. Delegamos en los/las delegadas sindicales nuestra acción política en los lugares de trabajo. Delegamos en profesionales hacer cosas que no nos preocupamos por entender. En este contexto, ¿por qué nos extraña que un modelo autoritario, que promete seguridad a cambio de renunciar a la libertad tenga tanta audiencia? Es una consecuencia lógica de lo que nos están haciendo ser desde hace años. Y no nos confundamos, quien nos ha llevado hacia este camino no han sido partidos políticos ni sindicatos fascistas. Han sido otros, los que desde el año 1977 han modelado como debemos ser. El egoísmo radical y el delegar absolutamente nuestra vida en quien garantiza tranquilidad (el "pan y toros" del franquismo) es un alimento inmejorable por el crecimiento del fascismo.
Centrar el problema en que Vox entre a un parlamento es negar la realidad. Del mismo modo que pensar que la solución pasa por ilegalizar un partido como Vox es también un autoengaño. Posiblemente a quien ha gestionado el sistema desde hace cuarenta años le interese centrar el debate en este terreno, al ámbito de tribunales, de las instituciones y de las elecciones cada cuatro años. Mientras, a nosotros/as nos relegan como simples espectadores/as. Haciéndolo, continúan alimentando la serpiente que ha engendrado el huevo que ahora se rompe. Se sigue reproduciendo un sistema donde se anula la capacidad de las personas normales y corrientes para ser protagonistas de nuestra vida, creando acción política y autogestionando colectivamente el día a día. La solución que plantean, por el contrario, es como intentar detener una marea con una simple escoba y nos condena a ver, pasivamente, como poco a poco el fascismo se va extendiendo y nos intoxica. De hecho, siendo un poco mal pensado, quizás ya hay a quien le conviene que el fascismo gane protagonismo en determinados barrios y en los centros de trabajo. Que sea un referente de un sector de la clase trabajadora. Cuando más espacio ocupa, menos tenemos nosotros, los y las que planteamos y luchamos alternativas al actual modelo social y económico. Quizás se trata de eso.
Es imperioso que salgamos de esta lógica. La lucha contra el fascismo, o la protagonizamos nosotros, o no será. Y pienso que lo tenemos que hacer en dos vertientes complementarias e igualmente necesarias. La primera, hay que impedir que se haga presente en nuestros barrios y de nuestros centros de trabajo. Y esto hay que hacerlo con nuestra fuerza, la que procede de la acción directa. La segunda, debemos combatir el fascismo afianzando nuestras alternativas al sistema económico, social y político imperante. Sólo cuando somos capaces de plantear propuestas actuales, asumibles y estimulantes por radicales, podemos dejar sin oxígeno para vivir al fascismo. Hay ejemplos que muestran cómo de cierto es eso. Donde el movimiento por la vivienda construye una lucha a cara partida, en el que la solidaridad y la acción directa son la base, el fascismo no entra. Como tampoco se ha atrevido a entrar en las luchas sindicales reales, aquellas (y desgraciadamente son demasiado pocas) donde las asambleas deciden y las barricadas liberan caminos.
La alternativa al fascismo no pasa por el sistema que le ha permitido crecer. Paradójicamente, pasa por la lucha sorda y constante para subvertirlo.
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