Libertad aparente y aberrante

Érase una vez un país donde todo estaba prohibido. Salí a la calle a pasear. Un policía me pidió la documentación. Era verano y sólo llevaba un pequeño pantalón, con un pequeño bolsillo, y una camiseta. No tenía sitio para portar mi cartera. El policía, muy amable, me multó después de los preceptivos trámites de identificación que supusieron varias horas. Me preguntaron por mi teléfono móvil. No lo utilizaba apenas y no era habitual que lo llevara encima. Ese detalle despertó todas sus sospechas. ¡Un ciudadano sin teléfono móvil! Las personas no eran personas sino cabinas telefónicas y no era posible que yo no fuera una de ellas. Al siguiente día decidí salir con bicicleta. Mi sorpresa fue que era preceptivo tener un seguro. Argumenté que no tenía ni donde llevarlo. Sufrí una nueva multa. Esta vez se me ocurrió manifestar que el comportamiento policial me parecía autoritario. En los juzgados me denunciaron por resistencia a la autoridad. Al final decidí que no quería tener problemas: constantemente llevaba una mochila en la que figuraban:

-certificado de empadronamiento

-documento de identidad con dos fotocopias por duplicado.

-seguro de responsabilidad civil del automóvil

-tarjeta de circulación del vehículo

-tarjeta de revisiones técnicas

-carné de conducir

-última declaración de la renta

-documento

-factura de compra de la bicicleta

-seguro de la bicicleta

-certificado de nacimiento

-tarjeta sanitaria de la comunidad autónoma

-recibo de los correspondientes seguros

-título de propiedad de mi vivienda

-”fe de vida” que certificaba que yo era un ser vivo y perteneciente a la especie humana con sexo masculino.

-pasaporte

-seguro de defunción por si era necesario proceder al habitual trato de mi cadáver si llegaba la muerte.

Naturalmente, para que nada de estas cosas se estropearan, iban en sus respectivas carpetas y ocupan un espacio considerable. Además hice varias mochilas con estas características. De esa forma siempre tendría alguna a mano.

Me creí seguro pero no fue así. Mi presencia con mochila en la espalda despertaba sospechas y, en multitud de ocasiones, era parado por las respetables fuerzas de seguridad, cacheado y registrado minuciosamente.

No me quedaba otra solución. Decidí quedarme en casa y jamás salir a la vía pública. Además me molestaba la cantidad de cámaras que pueblan nuestras calles. Cuando estoy siendo grabado, sin poder evitarlo, cambio el gesto. Calculé que entre el lugar de trabajo y mi casa había unas treinta cámaras. Unas estaban en las sucursales bancarias. Otras velaban por la seguridad de edificios oficiales. Otras vigilaban el tráfico o estaban al servicio de “la seguridad” de los ciudadanos.

Pensé que algún familiar podría hacer la compra con los escasos emolumentos que me quedaban, para refugiarme en la lectura de periódicos y en ver la televisión. La sorpresa consistió en que las noticias eran, más o menos las mismas en los diferentes canales: cansado de ver al Duque de Parma, noticias de actos oficiales, tesoreros y políticos corruptos y viajes de ministros, apagué el televisor. Pensé que la prensa sería más divertida pero tampoco lo fue. Las noticias también eran coincidentes con ligeros matices.

Finalmente he quemado todas mis mochilas y me voy a vivir al monte a un pueblo abandonado. Creo que sabré alimentarme de la naturaleza y en alguna ocasión bajar a la gran ciudad con la cara tapada para participar en alguna de las múltiples manifestaciones de los ciudadanos que buscan la libertad.

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