El Primero de Mayo de 1890: Los orígenes de una celebración
Seguimos tratando de recuperar la memoria histórica de los movimientos sociales. En este caso se trata de recordar el primer 1 de Mayo.
Manuel Pérez Ledesma. Tiempo de Historia, num 18. 1976
«Obreros todos: La Jornada de las Ocho Horas no es un ideal de un partido ni de una escuela: es la necesidad imperiosa de todos los esclavos del egoísmo humano. A todos los que ganan el pan con el sudor de su rostro, a todos los asalariados, interesa el triunfo de nuestra bandera. El que sea obrero, pues, que ocupe su puesto, si no quiere verse más pisoteado y humillado por la burguesía». (1)
Los días 1 y 4 de mayo de 1890, jueves y domingo de una semana de indudable transcendencia histórica, la clase obrera europea reclamaba por primera vez de forma coordinada y pública una de sus más importantes reivindicaciones: la jornada legal máxima de ocho horas. En esos dias comenzaba, ante el temor de los sectores sociales más conservadores, una nueva etapa de la historia obrera contemporánea.
Desde los momentos, ya lejanos, de la Comuna de París, nunca se había hecho tan visible en el viejo continente la fuerza del proletariado y su decisión de intervenir en la vida política para la conquista de sus objetivos de clase. En Londres, capital del país más industrializado de la época, cientos de miles de individuos -más de 300.000, según algunos cálculos de la Prensa- se manifestaron el domingo día 4 en Hyde Park, en «la más vasta demostración democrática que Londres presenció jamás» (según afirmaba al día siguiente el corresponsal de Le Temps, de París).
Eran obreros de todas las categorías y condiciones, «portuarios en sus toscos vestidos de trabajo, elegantes tipógrafos con guantes de cabritilla y sombreros de copa, obreras del East End que habían sacado sus mejores galas» (2), quienes en dos inmensas procesiones, una organizada por las Trade Unions y la otra por la Social Democratic Federation, atravesaron Londres hasta llegar al Parque para hacer patente su apoyo a la reivindicación de las ocho horas. El aspecto de la marcha, según un testigo presencial, era el de "una gran fiesta»:
«Como una marejada multicolora de banderas, un torrente de masas negras y profundas, salpicadas por los puntos brillantes de las escarapelas, de los lazos y flores (...). Por lo demás, en la marcha ningún trastorno, ni la más leve vacilación: la disciplina era completa. Sólo que el paso era difícil a medida que se avanzaba, porque la multitud de espectadores, ya considerable en los muelles, llegó en cierto punto a ser prodigiosa» (3)
Las dos manifestaciones culminaron en sendos mítines en Hyde Park, que pusieron de manifiesto la similitud de objetivos de ambos sectores. Los manifestantes socialistas, menos numerosos, pero más radicales, pedían enérgicamente la reducción de la jornada a ocho horas: y se definían en favor de la propiedad colectiva de los medios de producción como «única forma de emancipar por completo al pueblo de la esclavitud industrial de nuestros días». Por su parte, la más moderada manifestación de las Trade Unions aprobó por unanimidad el siguiente acuerdo:
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«Este vasto meeting de trabajadores de Londres, sabiendo que la excesiva duración de los días de trabajo causa una irregularidad en los empleos, de la que resulta mucha miseria y desmoralización social, cree que el mejor medio de mitigar estos males es reducir las horas de trabajo a un máximum de cuarenta y ocho por semana; felicita cordialmente a nuestros compañeros de trabajo de los demás países por haber pedido estas reducciones de horas de trabajo; exhorta a nuestros compatriotas a que sean infatigables en sus esfuerzos por establecer con éxito este límite por todos los medios legítimos que estén en su poder, y como primer paso, apela al Gobierno de este país ya los organismos locales para fijar inmediatamente esas horas en todos los departamentos que se hallen bajo su intervención...» (4).
El éxito de la manifestación de Londres se debía, en parte, a la elección de un día festivo, el domingo 4, en lugar del día 1 que, por corresponder a una jornada laboral, no habría permitido la presencia de muchos proletarios. Pero también en otros países, en los que por fidelidad al acuerdo de la Segunda Internacional se había mantenido la fecha del Primero de Mayo, la presencia de la clase obrera en las calles fue masiva, aunque no alcanzara tan elevadas proporciones. En Francia, que ya en febrero de 1889 había contemplado algunas concentraciones organizadas por los sindicatos en favor de la reducción de la jornada y el aumento de salarios, el 1 de mayo fue celebrado con huelgas o manifestaciones en París y en 138 ciudades y localidades importantes (5). En previsión de posibles intentos revolucionarios, el ministro del Interior, Constant, había pedido a los prefectos que dispersaran por la fuerza toda reunión callejera y tomaran las medidas necesarias, de acuerdo con las autoridades militares y judiciales, para impedir toda algarada. Pese a ello, en las calles de París se reunieron unos cien mil obreros, y una «comisión obrera socialista» integrada por algunos de los más conocidos dirigentes socialistas del momento leyó al secretario de la Presidencia de la República un documento que recogía las peticiones del Congreso de París de 1889. En la mayor parte del país, la celebración fue pacífica, y los obreros volvieron con normalidad al trabajo al día siguiente; y sólo en Vienne (Isere) el movimiento, dirigido por los anarquistas, desembocó en una huelga general, con enfrentamientos con las autoridades y los patronos, y numerosas detenciones.
En los demás países industrializados o en vías de industralización de Europa, las reuniones o manifestaciones obreras se produjeron legal o ilegalmente, con enfrentamientos con la policía en diversas ciudades del Imperio austro-húngaro, Italia o Polonia, y asistencia masivas en las principales ciudades del continente (Viena, Praga, Budapest, Varsovia, Estocolmo, Copenhague, Bruselas, Milán, Turín). Pese a su importancia en la historia de la Segunda Internacional y del movimiento obrero europeo, la socialdemocracia alemana resultó la organización más moderada en el planteamiento reivindicativo: sus líderes, temerosos de la puesta de nuevo en vigor de las leyes anti-socialistas, multiplicaron los llamamientos a la moderación y se limitaron a celebrar asambleas públicas en las principales ciudades el domingo día 4.
Aunque el éxito del movimiento en Europa no estuvo acompañado por una actividad equivalente en el resto del mundo, y pese a que continentes enteros quedaron al margen de la celebración, la coordinación internacional del proletariado representaba un triunfo de primera magnitud para la Segunda Internacional, promotora de las manifestaciones. Sin grandes violencias, con escasos enfrentamientos con las fuerzas del orden, los obreros europeos habían demostrado -como comentaba días después el semanario francés L ' Illustration- «con cuánta disciplina... sabían obedecer una consigna internacional», y habían lanzado «una advertencia que parece hecha
para despertar la atención de los estadistas» (6).
LOS MARTIRES DE CHICAGO
Mientras la prensa conservadora atribuía esta larga serie de manifestaciones obreras a los manejos de algunos «agitadores» ajenos al mundo del trabajo; los obreros podían presentar sus reivindicaciones como un resultado lógico e inevitable de la situación del proletariado en los países industrializados o en vías de industrialización. No estaban muy lejos las fechas, ni habían cambiado demasiado las condiciones con respecto a la situación que el doctor Guépin definió con una frase sumamente expresiva: «Vivir para el obrero es no morir» (1848). La jornada laboral era, en muchas ocasiones, de 12, 14 y hasta 16 horas; los reducidos salarios permitían malvivir en épocas de trabajo abundante, y emigrar o morir cuando el paro se adueñaba de una rama industrial o una región; las mujeres y los niños, ayudados por las nuevas máquinas, podían sustituir a los varones con salarios más bajos...
Los numerosos testimonios sobre la situación social de la época presentan cuadros escalofriantes; baste con citar, por poner un ejemplo español, el resumen del informe de Luis Aner sobre el trabajo infantil, presentado en 1883 ante la Comisión de Reformas Sociales: «La edad de seis años para empezar a trabajar es la general, no sólo en Cataluña, sino en los demás centros fabriles de España, como Alcoy, Granada, Antequera, Valencia y Valladolid. En estas regiones (...) trabajan de doce a trece horas, ganan muy poco y se les trata muy mal. Ultimas pinceladas de este cuadro sombrío de miseria y explotación es el detalle que se nos suministra por persona fidedigna, de que las infelices criaturas de seis años, que para llegar al trabajo necesitan recorrer largas distancias, se duermen a cada momento en las fábricas de la alta montaña de Cataluña, instaladas a orillas de los ríos y en las cuales se trabaja de día y de noche, alternando por grupos» (7).
¿Cómo no pensar, tras leer docenas de testimonios como éste, en la necesidad de una reducción de la jornada laboral, impuesta por la ley, dado el escaso interés de la mayoría de los empresarios por reducir un sistema de explotación que permitía una rápida acumulación de capital? Durante el siglo XIX, la clase obrera había defendido ya en numerosas ocasiones tal necesidad antes del Primero de Mayo de 1890; pero sus esfuerzos, aislados o poco coordinados, no atrajeron la atención pública hasta que los acontecimientos de la década de 1880, con su culminación en la citada fecha, pasaron a primer plano dicha reivindicación.
La iniciativa en esta ocasión partió de los obreros americanos. Desde 1881, fecha de la fundación de la Federación de Sindicatos americana que con el tiempo se convertiría en la famosa American Federation of Labour, esta organización orientó su propaganda a la conquista de la jornada de ocho horas. En su Congreso de 1884, las peticiones en este sentido se concretaron en una resolución dirigida a implantarla a partir del Primero de Mayo de 1886, por medio de la «acción directa», es decir de la negativa obrera a trabajar más de ocho horas diarias. La elección de la fecha parece deberse, como explicó años después G. Deville (8), a que el primer día de mayo era en diversos Estados de la Unión el momento en que se fijaban o renovaban los contratos laborales de numerosos oficios. Por ello, los dirigentes sindicales esperaban que al anunciar con un plazo de año y medio la reivindicación obrera, los patronos tendrían tiempo suficiente para preparar sus planes de trabajo de acuerdo con ella.
La campaña sindical alcanzaría un considerable éxito: ell de mayo de 1886 se registraron en toda la Unión más de 5.000 huelgas, con un total aproximado de 350.000 parados, muchos de los cuales consiguieron, el mismo día o en días sucesivos, el triunfo de sus reclamaciones. Pero en algunas ciudades la resistencia patronal fue más firme. Y en una de ellas, en Chicago, la oposición de los empresarios a las peticiones obreras, y la dureza de la actuación policial, darían lugar a un conjunto de sucesos de enorme trascendencia en la historia del proletariado mundial.
Como ya se ha descrito en otra ocasión en estas mismas páginas (9), la situación obrera en el Chicago de la segunda mitad del siglo pasado era extremadamente difícil: la actitud represiva de la policía contra la organización proletaria iba acompañada por la pervivencia de jornadas de trabajo de 14 a 16 horas, la falta de viviendas, los bajos salarios y las malas condiciones laborales. En los primeros meses de 1886, las tensiones se habían agravado como consecuencia del lock-out decretado por Cyrus McCormick contra los 1.400 trabajadores de su fábrica de segadoras, en respuesta a la petición de readmisión de algunos obreros despedidos tras una huelga en la empresa. La actitud de la policía, y de sus colaboradores, los detectives de la Agencia Pinkerton, aparece así descrita en un texto de Bogart y Thompson: «Durante aquellos meses de inquietud obrera, un pasatiempo común de la Policía consistía en que un escuadrón montado o un destacamento en formación cerrada disolviese a porra limpia cualquier grupo de trabajadores. La porra era un instrumento imparcial: golpeaba por igual a hombres, mujeres, niños y mirones». Gracias a ella, se «añadió la poderosa levadura del rencor al enfrentamiento» (10).
Frente a la dureza represiva, la clase obrera organizada en el Sindicato Obrero Central, de orientación anarquista y dirigido por Parsons, Spies, Fielden y Schwab, o en la Asociación de las Ocho Horas, que agrupaba a sectores más moderados, no dudó en plantear con vigor como en el resto del país, la lucha por la reducción de la jornada laboral. El domingo anterior al 1 de mayo de 1886, una manifestación de apoyo a las ocho horas contó con la asistencia de unos 25.000 obreros; y el día fijado para el comienzo de la lucha reivindicativa, 40.000 trabajadores se declararon en huelga, mientras otros tantos conseguían la disminución de las horas de trabajo con la sola amenaza de unirse a los huelguistas. Ante esta actitud masiva, los principales empresarios de la ciudad, apoyados por la policía y las bandas de rompehuelgas, y dispuestos a no ceder ante las reclamaciones obreras, respondieron en muchos casos con el lock-out y la provocación. " Las fábricas, como quien echa perros sarnosos a la calle, echaron a los obreros que fueron a presentarles su demanda» -escribía meses después José Martí, en una crónica para La Nación de Buenos Aires- mientras la Policía, "segura de la resistencia que provocaba con sus alardes, alistado el fusil de motín..., no con la calma de la ley, sino con la prisa del aborrecimiento, convidaba a los obreros a duelo» (11).
La tensión, tras los despidos y el cierre de fábricas, era muy alta: la huelga se extendía, algunas empresas recurrían a contratar esquiroles y la Policía comenzaba a disolver violentamente los mítines y manifestaciones. En la tarde del lunes, día 3, se concentraron en las proximidades de la fábrica McCormick unos 6.000 trabajadores para elegir una comisión que se entrevistara con los propietarios de los almacenes de madera. La salida de los esquiroles de esta empresa y su enfrentamiento con los obreros allí reunidos abrió el camino para la intervención policial contra los huelguistas, que abandonaron el campo dejando tras ellos los cadáveres de seis trabajadores, víctimas de los disparos de la fuerza pública.
Pero los acontecimientos más graves se produjeron en la tarde del día siguiente. La violencia de la represión había provocado la concentración en la plaza de Haymarket de más de 15.000 trabajadores, muchos de ellos con sus mujeres y sus hijos. Allí, después que los oradores anarquistas más conocidos de la ciudad (Parsons, que había sido propuesto en 1879 por algunos amigos para la Presidencia de la República; Spies, director de un semanario obrero en lengua alemana, el Arbeiter Zeitung; Fielden, propagandista de la doctrina por toda la comarca...) protestaron contra los atropellos de la víspera, y cuando la multitud comenzaba a dispersarse en perfecto orden ante Ia amenaza de una tormenta, se presentó un destacamento de 180 policías para disolver la que quedaba de la reunión. No existía ninguna razón que justificára su intervención, salvo el deseo del inspector John Blonfield, que mandaba el destacamento, de atacar una vez más a los huelguistas. En ese momento, y de forma inesperada dado el carácter pacífico de la concentración, una bomba lanzada desde el centro de los reunidos estalló en medio de las filas policiales. Oigamos de nuevo la descripción de José Martí, testigo presencial de los hechos:
" Y entonces se vio descender sobre sus cabezas (de los policias) caracoleando porelaire, un hilo rojo. Tiembla la tierra; húndese el proyectil cuatro pies en su seno; caen rugiendo, uno sobre otro, los soldados de las dos primeras líneas; los gritos de un moribundo desgarran el aire. Repuesta la policía... salta sobre sus compañeros a bala graneada contra los trabajadores que le resisten: 'Huimos sin disparar un tiro', dicen unos; 'Apenas intentamos resistir', dicen otros; 'Nos recibieron a fuego raso', dice la policía. Y pocos instantes después no había en el recodo funesto más que camillas, pólvora y humo. Por zaguanes y sótanos escondían otra vez los obreros a sus muertos."
Ocho policías muertos y cincuenta obreros heridos, muchos de ellos mortalmente, fueron el resultado del enfrentamiento. Pero, ¿quién lanzó la bomba? Desde luego no fueron los dirigentes anarquistas, a los que meses después se condenó sin pruebas. Pudo ser una venganza personal por los atropellos policiales (como afirmó años después el gobernador Altgeld, en la revisión de la causa), o incluso una provocación (12). De todas formas, y fuera quien fuera el responsable. la policía aprovechó la ocasión para detener en los días siguientes a más de trecíentos obreros. entre ellos a todos los dirigentes conocidos -salvo Albert Parsons, que consiguió esconderse. aunque al conocer el procesamiento de sus amigos, se entregó voluntariamente para compartirla. Y aunque los testigos declararon que la bomba había sido lanzada por un desconocido, Parsons, Spies. Fielden. Engel, Fischer, Lingg y Schwab fueron condenados a muerte en la horca tras un juicio amañado en el que no se presentó ninguna prueba concreta de su culpabilidad. Confirmada esta sentencia por el Tribunal Supremo el 20 de septiembre de 1887, sólo se salvaron de la muerte Schwab y Fielden, a quienes por su avanzada edad se les conmutó la pena por la de cadena perpetua; mientras Lingg prefirió poner fin a su vida antes de ser entregado al verdugo.
De poco serviría que el gobernador Altgeld decidiera revisar la causa en 1891, para llegar a la conclusión de que los condenados eran inocentes. El 11 de noviembre de 1887 se había ejecutado la sentencia contra ellos. Pero el testimonio de los «mártires de Chicago» no desaparecía con sus vidas: « Llegará un tiempo -dijo Spies ante la horca- en que nuestro silencio será más poderoso que las voces que hoy estranguláis»; y el tiempo acabó demostrando el carácter profético de esta declaración.
EL CONGRESO DE PARIS
En la misma década de 1880, a la vez que los obreros americanos iniciaban sus luchas por las ocho horas, el proletariado europeo comenzaba a recuperarse de la crísis de los años 70, que se había manifestado en el enfrentamiento entre marxistas y anarquistas y en la represión organizada por diversos gobiernos europeos tras la derrota de la Comuna. La vuelta a la tolerancia gubernativa en algunos países permitió la reorganización del movimiento obrero dentro de la legalidad. En España, en 1881 se constituía la Federación de Trabajadores de la Región Española, heredera -tras siete años de clandestinidad- de la primitiva Federación Regional Española de la A. I. T.; y en Francia, tras casi diez años de silencio y represión, se iniciaban los trabajos para organizar el Partido Obrero Francés, animado por Jules Guesde y Paul Lafargue. En
otras zonas, en cambio, no había sonado todavía la hora de la tolerancia: tal era el caso de Alemania, donde las leyes anti-socialistas de 1878 impedian el desarrollo legal del Partido Social-Demócrata, o del Imperío Ruso, en el que la organización obrera seguía forzada a la clandestinidad.
Los avances organizativos de los años siguientes impulsaron al restablecimiento de los lazos internacionales, rotos tras la crisis de la Prímera Internacional. Por ello, después de varios tanteos fallidos, en 1889 se reunían en París dos Congresos Internacionales convocados por dos fracciones opuestas del movimiento obrero francés. y en uno de ellos, el Congreso marxista celebrado en la Sala Pétrelle con asistencia de representantes de 23 países -fundamentalmente, de Francia, Alemania, Inglaterra, Bélgica, Austria, Rusia y España- se acordó organizar la Segunda Internacional, a la vez que se aprobaba como resolución de alcance práctico inmediato la celebración de una manifestación internacional en favor de las ocho horas. Su texto, a partir de una propuesta del francés Raymond Lavigne, decía así:
«Se organizará una gran manifestación internacional, en fecha fija, de manera que en todos los países y en todas las ciudades a la vez, el mismo día, los trabajadores exijan a los poderes públicos la reducción legal de la jornada de trabajo a ocho horas y la aplicación de las demás resoluciones del Congreso Internacional de Paris (13)
La fecha acordada por los delegados, siguiendo una decisión de la American Federation of Labour en su Congreso de diciembre de 1888 en Saint Loius, fue el 1 de mayo de 1890. Con ello la resolución enlazaba simbólicamente con la gésta de los «mártires de Chicago» y con el conjunto de la agitación americana por las ocho horas (aunque a la hora de la verdad, en algunos países como Inglaterra o España se aplazaría la celebración al domingo 4, por su mayor poder de convocatoria). A instancias de los delegados alemanes Bebel y Liebknecht -temerosos de que una actitud radical diera lugar en su país al restablecimiento de las leyes antisocialistas, cuya vigencia concluía en 1890, a menos que el Reischtag decidiera renovarlas- se incluyó en el acuerdo una cláusula restrictiva, por la que en cada nación la manifestación se ajustaría a «las condiciones impuestas por la situación especial» de la misma. Frente a esta actitud moderada, o «filistea» en los términos acusatorios de Lichteim, la posición radical defendida por algunos delegados franceses al Congreso exigía la declaración de una huelga general internacional hasta la conquista de la reducción en la jornada; pero al final triunfó la propuesta alemana, de forma que a los radicales no les quedó más salida que la de organizar por su cuenta, al llegar la fecha prevista, la huelga general en las zonas donde contaban con organización e influencia (por ejemplo, en Cataluña, como vamos a ver).
Pese a estas diferencias, se había dado un paso decisivo en la unificación del movimiento obrero internacional. El Primero de Mayo entraba, gracias a este acuerdo, en el calendario obrero mundial, y las ocho horas se convertían en la reivindicación fundamental que durante veinte años iba a aglutinar a las capas populares de la población, hasta la definitíva conquista de una legislación laboral acorde con esta exigencia.
EL PRIMERO DE MAYO EN ESPAÑA
La resolución del Congreso de París, cuya ejecución dio lugar a las manifestaciones descritas, no pasó desapercibida en España, donde pese a la debilidad de las organizaciones obreras y a las diferencias ideológicas entre ellas, los días 1 y 4 de mayo de 1890 contemplaron una intensa y decidida acción reivindicativa del proletariado.
No era la primera vez que la reclamación de las ocho horas se presentaba en nuestro país. Ya en 1886 había comenzado una campaña, impulsada por la Federación Barcelonesa, en favor de la reducción de la jornada, que culminó en la creación de la «Comisión interina de las ocho horas» en 1887 y en la firma por numerosas sociedades obreras de una declaración favorable aeste objetivo. Pero las movilizaciones de masas no se producirían hasta las fechas determinadas en el acuerdo internacional.
Durante el mes de abril de 1890, al comenzar los preparativos para la celebración, empezaron también a manifestarse las diferencias de opinión sobre el carácter y objetivos de la misma. Los socialistas, que según cuenta Morato «veían con temor acercarse la fecha» (14), eran partidarios de reducir la conmemoración a un mitin y una manifestación pacífica, a celebrar el día 4, que culminarían con la presentación ante las autoridades de un texto con sus peticiones aprobadas en el Congreso de París. En concreto, el escrito propuesto incluía las siguientes medidas, destinadas a «poner por ahora término a la situación angustiosa que la clase obrera atraviesa»;
«Limitación de la jornada de trabajo a su máximum de ocho horas para los adultos.
Prohibición del trabajo a los niños menores de catorce años y reducción de la jornada laboral a seis horas para los jóvenes de uno y otro sexo de catorce a dieciocho años.
Abolición del trabajo de noche de la mujer y de los obreros menores de dieciocho años.
Descanso no interrumpido de treinta y seis horas, por la menos, cada semana para los trabajadores.
Prohibición de ciertos géneros de industria y de ciertos sistemas de fabricación perjudiciales a la salud de los trabajadores.
Supresión del trabajo a destajo y por subasta.
Supresión del pago en especies o comestibles y de las Cooperativas patronales.
Supresión de las agencias de colocación.
Vigilancia de todos los talleres y establecimientos industriales, incluso la industria doméstica, por medio de inspectores retribuidos por el Estado; y elegidos, cuando menos la mitad, por los mismos obreros» (15).
Eran, todas ellas, reivindicaciones moderadas, destinadas a hacer frente a algunos problemas inmediatos del proletariado, y cuya obtención se esperaba como resultado de presiones sucesivas de las organizaciones obreras. En cambio, los anarquistas no se conformaban con esta perspectiva: no se contentaban con una simple petición. ni estaban dispuestos a esperar años para conseguir la jornada de ocho horas. Deseaban obtenerla de inmediato por medio de la huelga general «¿Queréis. compañeros, el triunfo? -decía un manifesto de los trabajadores asociados de Barcelona y su comarca-. Pues no necesitamos más que cruzarnos de brazos el día Primero de Mayo. Declararnos en huelga voluntaria, no ir al taller ni a la fábrica ese día. Y no querer trabajar más si no es con la condición de trabajar SOLO OCHO HORAS» .Y un artículo de El Productor remachaba la idea: «(...) no conseguiremos la jornada de ocho horas con pacíficas manifestaciones. y con peticiones inútiles y serviles, sino imponiéndonos, y la imposición está en la huelga» (16).
Las díferencias de planteamiento fueron causa de agrios debates en especial en Barcelona, donde las organizaciones obreras estaban divididas entre las propuestas de ambos sectores. En Madrid, en cambio, el predominio socialista evitó estos enfrentamientos; pero la escasa organización obrera -sólo se contaba, como señaló Morato, con «cuatro Sociedades obreras nada lucidas»- no permitía abrigar grandes esperanzas de éxito, y provocaba el temor de los dirigentes del Partído ante un posible fracaso rotundo. También los sectores conservadores, aunque por razones opuestas, estaban atemorizados: como recuerda Gareía Venero, «el peligro rojo asomó a las columnas de los periódicos, en las conversaciones y en las medidas de seguridad, que alcanzaron incluso al acuartelamiento de tropas» (11).
En la fecha prevista --en Madrid, como dijimos, el día 4-la concentración obrera en la capital, en contra de todos los pronóstícos pesimistas, fué muy numerosa; y para tranquilidad de las clases acomodadas, se desarrolló en perfecto orden. Según la crónica que Matías Gómez Latorre escribió pal'a El Socialista, «amaneció cubierto el cielo con grandes nubarrones, regocijando a los burgueses con la esperanza de ver aguarse la fiesta; pero a medida que avanzaba el día, se fueron disipando, y un sol espléndido unió sus alegrías a las que brillaban en los semblantes de los honrados productores». El mitin del Liceo Rius se vio concurrido por unos 2.000 obreros que escucharon pacíficamente los discursos de varios oradores, entre ellos Pablo Iglesias, cuya alocución acabó «excitando a todos los trabajadores a no descansar un instante hasta alcanzar su ansiada emancipación, hoy ya vislumbrada hasta por los más encarnizados enemigos del proletariado» (18).
Tras el mitin, la manifestación se dirigió hacia la Presidencia del Consejo para presentar las conclusiones a Sagasta. Por el camino, fue creciendo el número de manifestantes, hasta alcanzar, según La Unión Católica, la cifra de 40.000 (cifra que El Socialista, más prudente, redujo a 30.000). Mientras el grueso de la concentración esperaba en la calle Alcalá, una delegación presidida por Iglesias entregó a Sagasta el texto citado. La entrevista, según todos los testimonios disponibles, se desarrolló en un clima cordial. El dirigente socialista explicó al presidente del Gobierno que «teniendo en cuenta, no el carácter legal de los Poderes Públicos, sino lo que realmente son y representan, no nos hacemos la ilusión de que inmediatamente sea atendida (la petición) ni de que se nos conceda de muy buen grado lo consignado en ella; pero tanto nuestros representados como nosotros nos hallamos decididos a persistir una y otra vez en dicha reclamación, hasta lograr que nuestros deseos se satisfagan». En su respuesta, Sagasta no sólo felicitó a los delegados por el orden y la calma de la manifestación, sino que prometió además que el Gobierno examinaría las reclamaciones «no con interés, sino con cariño» (aunque, según Morato, hizo varias observaciones sobre los daños que podrían derivarse del establecimiento de la jornada de ocho horas para la industria nacional).
La prudencia, la «cordura» -si utilizamos un término favorito de los socialistas en estas fechas- se mantuvo hasta el último momento. «Acabamos de realizar un gran acto -dijo Iglesias al salir de Presidencia-. Ahora separémonos ordenadamente, llevando todos la esperanza de que hemos de volver a reunirnos para acometer mayores empresas en pro de la redención de nuestra clase, que significa la redención de la Humanidad». y con la disolución ordenada acababa un día histórico para la clase obrera madrileña.
A diferencia de lo ocurrido en Madrid, en Barcelona los acontecimientos se produjeron de forma más conflictiva. En las reuniones previas al 1 de mayo, los socialistas habían conseguido el apoyo de numerosas Sociedades Obreras para su postura favorable a la manifestación y contraria a la huelga general; sólo tuvieron que ceder en la fecha, abandonando su propuesta inicial del día 4 para ajustarse a la fecha fijada intemacionalmente. Pero el sector anarquista no había sido derrotado y mantenía sus intenciones radicales, que acabaron desbordando el muro de contención socialista.
Desde la mañana del día 1, el paro fue prácticamente total: «Ni coches, ni tranvías, ni fábricas, lo mismo en el puerto que en las estaciones férreas, que en el comercio, los negocios, los pequeños y los grandes talleres; todo cesó, invadiendo la vía pública las clases sociales todas, impresionadas vivamente por hallarse frente afrente de lo desconocido, y atentas en observar el desarrollo de los acontecimientos» (19). El mitin, convocado en el Teatro Tívoli, se celebró bajo la presidencia de Antonio García Quejido, máximo dirigente en aquel momento de la Unión General de Trabajadores; al acabar, a las diez y cuarto de la mañana, los manifestantes (en número de 100.000, según El Socialista, o de 20.000, según el cálculo de J. Ferrer) se dirigieron en marcha ordenada hacia el Gobierno Civil para entregar las conclusiones ya mencionadas. Al pasar la manifestación por delante de Capitanía General, desde cuyo balcón contemplaba el acto el general Blanco, se produjo el acontecimiento más recordado de este día histórico:
algunos obreros aplaudieron en agradecimiento porque el general no había sacado las tropas a la calle, y éste -según los testigos presenciales, que otorgarían después un elevado valor simbólico a su gesto-- «vestido de uniforme de campaña y fajín, saludó repetidas veces quitándose el quepis». El gobernador civil, por su parte, aprovechó el momento para alabar la «cordura y sensatez» de los trabajadores barceloneses, prometiendo elevar al Gobierno de Madríd sus peticiones; y como era de suponer. los manifestantes regresaron pacíficamente a sus casas, sin que se produjera incidente alguno. A los ojos de los anarquistas, todo había sido una ceremonia sin sentido: «Presentose el partido obrero en el Gobierno Civil, se hicieron los discursos de ordenanza, se entregó la petición para que el Gobierno y las Cámaras accedieran a ocuparse de las reformas del trabajo cuando les pareciese oportuno, se disolvió la manifestación, y pax vobis» (20).
Pero la situación tomó un cariz muy distinto por la tarde. Miles de obreros (según la información de El Productor, pero sólo unos 200, en opinión de Ferrer) se reunieron en el campo de Las Carolinas y decidieron por aclamación mantenerse en huelga hasta alcanzar la jornada de ocho horas. Comenzaban entonces la lucha directa con los patronos, mucho más temible que la moderada concentración socialista. El día 2 toda Barcelona esta ha en huelga; y aunque por la tarde se declaró el estado de guerra, y los socialistas declinaron poco después toda responsabilidad ante el nuevo giro de los acontecimientos, los huelguistas se mantuvieron firmes y obligaron a muchos empresarios a entablar negociaciones con ellos. El día 5, los empleados de tranvías conseguían la reducción de la jornada a 8 ó 9 horas y el establecimiento de dos turnos laborales, los carreteros, los trabajadores del puerto, algunos sectores del ramo de tintorería, del calzado. de la construcción o de la panadería alcanzaron también el triunfo total o parcial de sus reivindicaciones. Gracias a estos éxitos la intensidad de la huelga fue disminuyendo lentamente, hasta que el lunes día 12 se produjo la incorporación al trabajo de los último oficios en paro.
En suma, en Barcelona el enfrentamiento entre las dos tácticas contrapuestas de socialistas y anarquistas había concluido con ventaja para la segundas, que pudieron exhibir algunos triunfos en diversas ramas productivas, mientras los líderes del P. S. O. E. y la U. G. T. no podían presentar ningún resultado positivo de sus manifestaciones y peticiones ordenadas y pacíficas. Unido a ello, su inhibición en la huelga general les había enajenado las simpatías de muchos sectores de la clase obrera, cuyo alejamiento de las posiciones socialistas se hizo manifiesto en los años siguientes.
En el resto del país, las manifestaciones y las huelgas no alcanzaron tanta espectacularidad e importancia. Según Ios datos de los corresponsales de los dos principales periódicos obreros del momento, El Socialista y El Productor, las zonas de mayor combatividad fueron Cataluña, Levante y el País Vasco (21), mientras en el resto del país sólo se habían celebrado manifestaciones o reuniones en locales cerrados en algunas capitales de provincia o en pueblos de relativo desarrollo industrial. Aproximadamente la mitad de las provincias españolas no conocieron alteración alguna. Y sólo en algunas localidades catalanas o levantinas (como Reus, Valencia. Manresa o Alcoy) las huelgas impulsadas por los anarquistas acabaron en enfrentamientos con las fuerzas del orden.
En resumen, únicamente una pequeña parte de la población trabajadora del país intervino en las movilizaciones de masas de la Fiesta Internacional del Trabajo. Pero las organizaciones obreras se encontraban satisfechas. Como decía pocos días más tarde una circular del Comité Nacional del Partido Socialista, el Primero de Mayo de 1890 habia permitido «afirmar solemnemente, de un modo que ni a proletarios ni a burgueses deja lugar a dudas, la unión, la solidaridad, entre todos los explotados», Y no sólo esto: en pleno optimismo, los socialistas declaraban que también había servido para «infundir saludable terror en la clase dominante o explotadora y hacerla comprender que ha llegado para ella la hora de preocuparse de las cuestiones obreras y de preparar el camino para que sean una realidad en breve plazo las reivindicaciones formuladas en los primeros días de este mes por el proletariado universal» (22).
La historia posterior no confirmó por entero estas expectativas optimistas. A pesar de ello, no cabe duda de que el primer Primero de Mayo era el comienzo de una nueva etapa en la historia del movimiento obrero. .M. P. L.
{{Notas}}
(1) Hoja repartida en Barcelona y su comarca, y reproducida en El Productor, 25-IV-1890.
(2) The Star. 5-V-I890;citado en Morton-Tate; Historia del movimiento obrero Inglés (Ed- Fundamentos. Madrid, 197 J ), pág.280.
(3) .Carta de Inglaterra», El SocIalIsta, 23-V-I890.
(4) Ibidem. -.
(5) M. Dommanget: Histoire do Premier Mal (Ed. de la rete de Feuilles, París, 1972), pág. 132-38. (Acaba de aparecer una traducción castellana, en Ediciones de Bolsillo, de esta obra clásica sobre el tema que nos ocupa).
(6) Citado en Dommanget: op. clt.,pág. 142.
(7) Recogido en A. Elorza -M. c. Iglesias: Burgueses y proletarios (Ed. Laia, Barcelona, 1973), pag 118
(8) G. Deville: «Historia del Primero de Mayo» , trabajo recogido en PrIncipios SocialIstas (Madrid, 1898), pág. 361-380.
(9) Véase el articulo de Eduardo de Guzmán: .La huelga general de 1886 en Chicago», Tiempo de HIstoria. n.o 6, mayo de 1975, pág. 19-32.
(10) Citado en Samuel Yellen: -American Propagandist of the Deed., trabajo incluido en lm L. Horowitz (ed.): The Anarchlst, (Dell Publishing Co., Nueva York, 1964), pág.
419-439.
(11) José Martí: .Un drama terrible», La Nación, 1- I-1888, recogido en J. Marti Antología (Biblioteca General SaIvat. Barcelona, 1972), pág. 60-84.
(12) En el texto de Yellen antes citado se examinan las distintas posibilidades y se ofrecen argumentos detallados sobre la inocencia de los dirigentes anarquistas.
(13) Amaro del Rosal: Los Congresos Obreros Internacionales del.siglo XIX (Ed. Grijalbo, Barcelona, 1975). pág 365-366.
(14) I. I. Morato: Pablo Iglesias, educador de muchedumbres (Ed. Ariel, Barcelona. 1968), pág. 87.
(15) El Socialista. número extraordinario, 1-V.1890.
(16) El Productor,n.o 196. 25-1V-1890. Sobre la posición anarquista, véase I. Alvarez Junco: La Ideología política del anarquismo español (1868-1910) (Ed. Siglo XXI. Madrid, 1976), pág. 549-553.
(17) M. García Venero: Hlstoria de las Intemaclonales en España, tomo I (Ediciones del Movimiento, Madrid, 1956), pág. 383.
(18) El SocialIsta, 9-V-1890 (Esta crónica fue recogida después por M. Gómez Latorre en su libro El Socialismo ea España. Del tiempo viejo, Madrid, 1918, pág. 147-157.
(19) El Productor, n.o 198 (extraordinario dedicado al 1º de mayo) 4-VII-1890. La descripción más detallada de los acontecimientos de Barcelona y de toda la zona catalana y levantina. se encuentra en Joaquín Ferrer: El Primer 1er de Maig. a Catalunya (Ed. Nova Terra, Barcelona, 1972).
(20) El Productor. 4-VI11-1890. En este número de El Productor ,y en los números del mes de mayo de El Socialista hay abundante información sobre la celebración del Primero de Mayo en todo el país.
(21) Sobre la situación en el País Vasco, véase el artículo de Eugenio Lasa Ayestarán: Socialismo en Vizcaya: La huelga general de Mayo de 1890.. Tiempo de Historia.Nº 7, junio de 1975, pág. 14.25.
(22) El Comité Nacional del Partido Socialista Obrero a sus correligionarios», El Socialista. 66-VI-1890.
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