ANARQUISMO FRENTE A LOS NACIONALISMOS
“Amo demasiado a mi país para ser nacionalista” (Albert Camus) .
La crisis financiera de 2008 y la aún no terminada pandemia covid comenzada en 2020 están llevando la precariedad y el paro a niveles nunca vistos en el mundo occidental. Una regresión económica y social que, además de socavar el nivel de vida de la clase trabajadora y la clase media, también socava los cimientos del ‘Estado de Bienestar’. Ese modelo keynesiano de economía mixta que, con el señuelo de mejorar las condiciones de vida de la población y crear una potente clase media en todos los países, tan útil fue a los gobiernos -como fieles servidores del Capital- para domesticar a los pueblos después de la II Guerra Mundial.
Pues bien, el hecho es que, por una de esas ilógicas -aunque demasiado frecuentes- paradojas de la historia, la frustración por la baja en su nivel de vida -como consecuencia de las políticas de austeridad y recortes aplicadas por los gobiernos de derecha como por los que se prendían ser socialdemócratas- está llevando a amplios sectores de la clase trabajadora y la clase media a adherir a las tesis nacionalistas -de mano dura con la inmigración y de oposición a la globalización- de la extrema derecha. Ese nuevo populismo nacionalista antielitista que tan buenas migas hace hoy con el autócrata que ha iniciado en Ucrania un enfrentamiento bélico que puede acabar en una apocalíptica guerra mundial nuclear.
¿Cómo no inquietarse pues por tan ilógica paradoja y no denunciar las ideologías nacionalistas que la hacen posible en estos momentos tan cruciales para el devenir de la humanidad? ¡Cuándo tan necesaria es la solidaridad global para evitar el riesgo existencial que las crisis climática medio ambiental y sanitaria viral hacen correr a toda la especie humana!
Es por ello que me parece oportuno reproducir a continuación mi contribución al libro colectivo, Anarquismo frente a los nacionalismos, editado por la editorial QUEIMADA en 2018.
Autodeterminación y anarquía: deseos y realidades
Introducción
Habiendo aceptado participar en el libro (colectivo), que un grupo de compañeros libertarios de diferentes sitios de España se proponía editar sobre “la situación actual del anarquismo y de despiste ante los nacionalismos”, me ha parecido pertinente comenzar mi contribución explicando por qué acepté y la he estructurado de manera a responder de forma global a las preguntas del cuestionario recibido.
Comienzo, pues, reconociendo -como lo hacen los compañeros de este grupo- la existencia de un extraño e ilógico “despiste” en los medios libertarios sobre la posición a adoptar hoy frente a los retos nacionalistas, y que tal “despiste” contribuye a fragilizar “la situación actual del anarquismo”. Y de ahí que considere -por muchas que sean las razones que lo expliquen y más allá de la frustración que lo genere y de la indignación que pueda suscitar- un error ignorarlo o subestimarlo, y una irresponsabilidad no combatirlo. No solo por ser contradictorio -por principio- con lo que nos define sino también por sus nefastas consecuencias para la credibilidad del anarquismo y de su actuación en el mundo de hoy.
Esta es pues la razón que me ha hecho aceptar la invitación a participar en el libro y considerar útil una reacción colectiva frente a tan injustificado, aberrante e inadmisible “despiste”. Además de la necesidad de encararlo –como lo decían hace poco unas compañeras en la red- con ‘valentía, honestidad y fraternal tolerancia” con la discrepancia; pero también con total franqueza y sin anteojeras ideológicas ni sigzagueos políticos. No solo por ser tan retrógrada y desmovilizadora la realidad social y política hoy en España y en el mundo, sino también por enfrentarnos a un Sistema que se ha demostrado muy eficiente para mantener a las masas ilusionadas con “perspectivas” de “cambio” a través del voto y las instituciones. Esa perniciosa ilusión que, junto a una amnesia histórica conscientemente estimulada, ha permitido y permite aún al sistema capitalista consolidar y perpetuar -tanto al nivel local como mundial- su hegemonía económica y política.
Pues, nos guste o no, el hecho es que, pese a todas las euforias activistas de estas últimas décadas, las lecciones de los fracasos de la socialdemocracia y del comunismo soviético no se aplican a la realidad cotidiana. Y ello a pesar de ser conscientes del inmenso descarrío de esas propuestas, que despertaron tantas esperanzas tras la derrota del fascismo y la reactivación a mediados del siglo XX de un poderoso movimiento por la “autodeterminación de los pueblos”. Esa prometedora aspiración, que muy pronto se volvió una falacia al quedar bajo la tutelada de las Grandes Potencias, y que no ha cesado de parir por el mundo grotescas caricaturas de naciones “independizadas” y sangrientas monstruosidades de Jefes de Estado independientes”.
Lo más grave de esta trágica y desalentadora realidad histórica no es tanto la amnesia existente en torno a esos catastróficos y repetidos fracasos y descarríos, sino que se les busque justificantes y se persista en considerarlos aún alternativas válidas. Pues con ello se alienta la recaída en el oportunismo, la demagogia y el autoritarismo en el quehacer político de los pueblos, y se mantiene, en su imaginario social, el delirio ontológico del “votar es vivir” y la falaz quimera del “cambio” a través de las instituciones. Esos señuelos que, con el del acceso al consumo, funcionan hoy tan eficazmente para que los pueblos acepten resignados la sumisión al sistema de dominación y explotación vigente.
Una sumisión -camuflada detrás del “espíritu de competición” presentado por el capitalismo como principio motor y finalidad última de la convivencia humana- de más en más evidente y resignada, pese al paulatino desmontaje del “Estado de Bienestar” y sus trágicas consecuencias que están hoy a la vista para todos. Un desmontaje justificado cínicamente por la “sobrecarga” de prestaciones y un entorno adverso de disminución de ingresos; pero cuyo objetivo real es permitir a la nueva economía avanzar sin freno por el lado de la desregulación salvaje del marco laboral, con el fin de crear un modelo de organización que fuerza al trabajador a aceptar el trabajo mutante y deslocalizado, o a resignarse al empleo precario y con una protección social mínima, inadecuada y de más en más caótica, dada la drástica reducción de efectivos en los sistemas públicos de salud.
En tales condiciones, y aunque no aceptemos la idea del “fin de la historia” y con ella la del “fin de la esperanza”, que los devotos del capitalismo nos quisieron imponer, ¿cómo negar que hemos pasado, de un mundo en el que era aún posible soñar con grandes utopías emancipadoras, a uno en el que toda posibilidad de utopía queda circunscrita al espacio simbólico, político, cultural y económico del capitalismo? Y no solo por la actitud agresiva, intransigente, conquistadora e inmoral del Capital y del Estado, sino también -debemos reconocerlo- por el conformismo de la clase trabajadora seducida por el “confort” del consumismo.
Imposible de negar tal realidad y de no ver a donde nos está conduciendo; pues lo peor no es esa extraña paradoja de la renuncia de las clases populares a las utopías revolucionarias de antaño, a pesar de la creciente precarización de su vida cotidiana, sino el hecho -más inquietante aún- de dejarse seducir de nuevo por los populismos nacionalistas.
¿Cómo podríamos ser tan ciegos de no ver como el mundo de hoy se está convirtiendo de nuevo en un caldo de cultivo para el surgimiento y desarrollo de los “populismos” nacionalistas, y que, con ellos, el fascismo vuelve a ser una peligrosa amenaza para los pueblos? ¿Cómo no verlo y no ver también sus causas? Y ello pese a ser tan evidente la responsabilidad de las élites gobernantes. No solo las de la derecha sino también las de la izquierda, y tanto las viejas como las nuevas. Pues todas se han sometido a los dictados de las finanzas y los mercados y han manifestado el mismo desprecio por sus pueblos. Conduciéndolos a una situación de abandono y desesperanza tal que no es de extrañar sean de nuevo presas fáciles para nuevos mesías e ideologías excluyentes.
¿Cómo es posible no ver la gravedad de la situación y, con un mínimo de conciencia y dignidad, ser indiferente y justificarlo con el cínico “todo da igual” o “el nada tiene arreglo”? Sobre todo ahora, cuando la amenaza del fascismo vuelve a precisarse en media Europa, EEUU y otros países del mundo, recordándonos que no son tiempos para las medias tintas y aún menos para los discursos retóricos. Que más que nunca es necesario tener bien presente la responsabilidad de quiénes han alimentado el resurgir del fascismo, con sus políticas y movimientos induciendo al racismo, la xenofobia, la misoginia, la homofobia, el totalitarismo y la violencia. Y no olvidar que lo han hecho para impedir que los pueblos luchen por sus legítimos derechos, para acabar con los privilegios de las élites y expandir, hacia todos los espacios de la sociedad, la democracia real, la autogestión y la igualdad.
La historia vuelve a desarrollarse peligrosamente ante nuestros ojos, convocándonos a afrontar decididamente el dilema que la mueve desde que la sociedad quedó dividida en clases: o ponemos fin al poder de los que mandan y nos explotan, para construir algo nuevo en clave de justicia social y libertad real, o serán ellos los que volverán a imponer movimientos xenófobos y racistas para continuar manteniendo los intereses y privilegios del Capital. El dilema sigue siendo pues: o socialismo con libertad o más barbarie.
Es por ello que, si queremos abordar seriamente “la situación actual del anarquismo y de despiste ante los nacionalismos”, me ha parecido necesario comenzar mi contribución insistiendo en ser conscientes de lo que la realidad es realmente, puesto que esa es la condición para poder enfrentarla y transformarla eficazmente. Y es también por ello que he considerado pertinente iniciar el análisis del fenómeno nacionalista indagando sobre los significados de los términos y conceptos al uso y abuso en el discurso que lo sostiene; pues es bien sabido que el caos semántico es una de las mayores dificultades para entender el discurso político.
Aproximación a los términos y conceptos
Como sabemos, todas las palabras tienen su propio significado; pero el hecho es que, más allá del que les atribuye literalmente el diccionario, las palabras pueden tener muchos significados, y, en ciertas ocasiones, este significado puede ser entendido de diferentes maneras, ya sea por incorporar un componente subjetivo o una connotación que no recoge el diccionario. Y esto depende de la sicología o del posicionamiento político de cada persona o del grupo al que ésta pertenece. La intencionalidad y el contexto en el que se utilizan tienen mucho que ver en esta plurisignificación de las palabras, dado que el lenguaje es un medio de comunicación que matiza las palabras en función de los intereses y prejuicios subjetivos del que las emplea. Y de ahí la frecuente dificultad de saber lo que verdaderamente dicen los discursos políticos a través de palabras claves como identidad, pueblo, comunidad, clase, sociedad, nación, estado, patria, lengua, territorio, religión, república, ciudadano, sufragio, revolución, independencia, autonomía, soberanía, libertad, igualdad, etc.
De ahí que el lenguaje, a pesar de no ser ni de izquierda ni de derecha y de permitir desarrollar pensamientos y reflexiones distintas, también sea un instrumento del Poder para condicionar nuestra percepción del mundo a través de palabras y conceptos filosóficos o socio-políticos de corte netamente autoritario. No olvidemos, con Orwel, que el control del lenguaje es el patrimonio del Estado (democrático o totalitario) para tener acceso al logos del pueblo y así poder imponerle su mando.
Esa es pues la razón de que casi todas esas palabras mencionadas no expresen los mismos pensamientos ni provoquen las mismas reflexiones y reacciones según del lado del Poder -realmente existente- en el que se sitúen los que las pronuncian o las escriben.
Es de suponer pues que el caos político actual tenga que ver con esta descomposición del lenguaje y que por ello las palabras ya no tienen sentido alguno, al poder significar una cosa y su contraria. Así, por ejemplo, es obvio que la connotación social de los vocablos libertad e igualdad no es la misma para un patrón que para un trabajador, etc. etc. Como también es una obviedad el interés del Sistema en asegurarse la continuidad de esa perversa ambivalencia semántica.
¿Cómo no tomar en cuenta pues la perversidad moral de tal desvío semántico intencional? No solo por haber vaciado las palabras de su sentido sino también por ser utilizadas -à diestro y siniestro- como simples eslóganes ideológicos desprovistos de toda referencia a la realidad. Y, ante tan nocivo descarrío, ¿cómo no esforzarse por restituir a las palabras su sentido exacto, a partir de su origen etimológico, y utilizarlas solo para expresar tal sentido y no otro?
Una tal clarificación es pues necesaria y aún más si queremos abordar con objetividad el tema de la autodeterminación y la anarquía. Aunque solo sea para los términos o conceptos que han tenido más actualidad y peso ideológico en los enfrentamientos políticos de estos últimos tiempos por estos lares…
Por ello, sin entrar en el análisis de las estructuras mentales profundas que incitan a los discursos políticos a legitimarse ideológicamente con el uso de tales palabras, procederé a una corta aproximación de los tres conceptos que me parecen más fundamentales para el objetivo de esta contribución. Aunque precisando que, tanto para estos conceptos como para todos los otros, el significado que ellos tendrán en este texto estará siempre en relación con mi percepción libertaria de la convivencia humana.
- Las “identidades” nacionales
En concordancia con la apuesta de restituir a las palabras su sentido exacto a partir de la etimología de cada una de ellas, recordemos que el término identidad viene del latín identitas y este de idem, que indica lo mismo, y del sufijo abstracto “idad”, que indica cualidad. O sea que, desde el punto de vista etimológico, esta palabra nos habla de la o las mismas cualidades o características de una cosa o persona,. Características o cualidades que la hacen ser única y, al mismo tiempo, diferente de las otras cosas o personas. Pero también puede indicar el reagrupamiento de varias de esas cosas o personas, bajo un mismo concepto o idea, cuando va acompañada de un adjetivo, como por ejemplo en la expresión “identidad nacional”, que es de uso muy frecuentemente en el discurso político y particularmente en el discurso nacionalista e independentista.
Quedándonos pues en el terreno de la retórica nacionalista e independentista, el problema es que, más allá de la etimología y del carácter polisémico del termino identidad, el concepto nación, como el de pueblo, evoca siempre la existencia de una comunidad homogénea de individuos, y que, salvo para los nacionalistas, una tal homogeneidad es muy cuestionada y cuestionable. De ahí la necesidad de aproximarnos a esta cuestión, “identidad nacional”, con el máximo de rigor y de claridad, para destruir los tópicos y proponer un acercamiento, a la complejidad de las cosas y a los hechos, al margen de prejuicios. No solo porque las palabras configuran la realidad y la sociedad se instituye primero en el imaginario, sino también porque los poderosos se sirven de ellas para manipular las mentes y arrodillarnos ante una identidad, absoluta e incuestionable.
Así pues, si con Agustín García Calvo nos resistimos a aceptar la pretensión de los nacionalismos de convertir el “pueblo indefinido e inmanejable en una idea (los pueblos) manejable y sumisa al Poder”, estamos obligados a reconocer que el término identidad induce -en todas las narrativas nacionalistas- a la afirmación de un “nosotros”, diferente de los “demás”, de carácter excluyente, que lleva a considerar las diferencias desde la supremacía y la superioridad. A partir solo de consideraciones ideológicas, políticas o económicas y de relatos históricos que no se sustentan en la historia (de investigación) y solo en mitos y leyendas. Unas “diferencias”, que a parte la justificación simbólica, no toman para nada en cuenta las explicaciones biológicas y fisiológicas -del cuerpo humano- ni el conocimiento actual de la antropología para definir, de forma invariable, una identidad etnocultural estática y terminada para siempre. Que se quedan en la sobrevaloración o la desvaloración absoluta, pese a que no hay naturaleza biológica capaz de transmitir aptitudes y comportamientos que justifiquen tales diferencias identitarias.
Concretamente, que la afirmación de la identidad nacional es un principio “reaccionario” en relación al de universalismo, por basarse en un principio de diferencia y, a menudo, de exclusión, para todos aquellos que, desde el punto de vista del suelo o de la sangre, no forman parte de él. Y esto es así para todas las “identidades” nacionales que están en confrontación actualmente por el mundo generando egos patrióticos paranoicos y fanáticos...
- Los Estados-Nación
En la retórica de los nacionalismos, la palabra “nación” le sigue en importancia a la de “identidad” y también su significado y uso ha variado con el paso del tiempo. Según el diccionario etimológico, “la palabra nación viene del latín "natio", derivado de "nasci" que significa "nacer". Y a continuación agrega que “primero se aplicaba al lugar de nacimiento y después a una comunidad de personas de la misma raza, lengua, instituciones y cultura que formaban un único pueblo y se consideraban remotamente emparentadas, de un origen o nacimiento común.” También se nos dice que Cicerón utilizaba este término para designar una “horda”, “tribu” o “poblado”, un “pueblo” o una “parte del pueblo”. Y en tiempos más recientes, el término nación se vuelve -con la Revolución de 1789- una entidad política y jurídica “constituida por el conjunto de los individuos que componen el Estado”.
La noción moderna de nación emerge pues en el sigo XVIII y acaba significando –según los diccionarios que se consulten- más o menos esto: “una comunidad política establecida en un territorio definido y funcionando bajo la autoridad soberana de un Estado”. O sea que actualmente al hablar de Nación hablamos también de Estado, y de ahí que los dos términos sean hoy prácticamente inseparables. Al punto de que la expresión “Estado-Nación” se haya vuelto un concepto fundamental en el discurso político actual, particularmente en el nacionalista; pero también tan polisémico como el de identidad. Tanto por la multiplicidad de interpretaciones, sobre las funciones y potestades atribuidas al Estado, como por las muchas razones de su rechazo vividas en el curso de la historia, que nos obligan a no olvidar que este concepto –pese a sus múltiples matices- integra también la pretensión de convertir el “pueblo indefinido e inmanejable en una idea (los pueblos) manejable y sumisa al Poder”.
Así pues, una aproximación objetiva a este concepto obliga a reconocer que no solo ha tenido un desarrollo histórico muy complejo, ambiguo y controvertido, sino que no se le puede desligar del desarrollo capitalista y de la formación del Estado burgués, al favorecer los proceso de acumulación del Capital que le permitieron a la burguesía instituirse como clase dominante..
Reconocer y no olvidar que el Estado-nación, además de contribuir decidida y conscientemente al auge del capitalismo, generó rápidamente instituciones fundamentales para el ejercicio del poder estatal y el desarrollo del poder económico “de clase”. Y, por consiguiente, que ha quedado definitivamente vinculado a las guerras de conquista colonial y a todas las que han seguido hasta el día de hoy. Además de haber provocado y seguir provocando la proliferación de fronteras, cada vez más crueles, y de banderas e himnos, casi todos xenófobos o racistas, que absolutizan la autoridad del Estado e impiden –por su carácter mistificador y bélico- que los pueblos puedan unirse fraternalmente al resto del mundo. Salvo simbólicamente -y no siempre- en los eventos deportivos, en las ferias comerciales y en las reuniones internacionales de Estados.
- Los nacionalismos
He considerado necesario recordar todo lo anterior, sobre los conceptos de identidad y de Estado-nación, para facilitar la comprensión del papel desempeñado por los nacionalismos en el curso de la historia y también por estar ahora de nuevo en boga las llamadas “soluciones nacionales”. Tanto las que pretenden proteger los sentimientos identitarios como aquellas que pretenden preservar la unidad de la Nación. Y no solo desde visiones nacionalistas excluyentes del otro sino también desde visiones nacionalistas inclusivas y, además, de izquierda e inclusive republicanas. Olvidando éstas visiones que la izquierda era internacionalista y que han habido y hay repúblicas de todos los colores políticos: desde las más o menos fascistas hasta las más o menos “democráticas”, aunque todas neoliberales en lo económico. Así pues, al hablar de los nacionalismos, ¿cómo no tomar en cuenta una realidad tan compleja y tan controvertida? Y más ahora, cuando las “cuestiones nacionales” y los nacionalismos vuelven a ocupar la centralidad política y constituyen la principal motivación del quehacer político de las mayorías. Una motivación que deja en segundo plano las preocupaciones sociales y medioambientales, pese a ser éstas cuestiones las que más problematizan nuestro porvenir y el de la humanidad entera. ¿Cómo no inquietarse pues de ello y no desvelar la realidad ideológica de los nacionalismos y de su praxis histórica?
Comencemos pues por recordar que los nacionalismos aparecen en la historia al constituirse las “naciones” como “Estados-nación”, al final del siglo XVIII, en base al principio de un Estado para cada pueblo. De ahí que los nacionalismos sean ideologías políticas cuyo objetivo es defender tal principio a partir de la idea de que una nación es una comunidad con un origen, religión, lengua e intereses comunes. No es de extrañar pues que los nacionalismos hayan estado y estén ligados a los intereses de la clase dominante en la comunidad e interesada en constituir un Estado para consolidar y legitimar tal dominación. Y que por ello, en los siglos XVIII y XIX, la burguesía era -en su lucha contra el legitimismo dinástico- nacionalista y los trabajadores eran internacionalistas al comenzar la revolución industrial y generalizarse la lucha de clases. Como tampoco es de sorprender que, a finales del siglo XIX y principios del XX, habiendo consolidado la burguesía su hegemonía en la totalidad de los Estados-nación constituidos, comenzaran a producirse graves conflictos entre naciones para dejar en segundo plano la lucha de clases en su seno. Por ello las guerras mundiales empezaron por disputas nacionalistas y la explotación del sentimiento patriótico para movilizar a los trabajadores de las naciones en disputa y hacerles enfrentarse y exterminarse por intereses que no eran los de su clase.
Sin entrar pues en las causas de la corrupción ideológico-conceptual del nacionalismo a lo largo de la historia, ¿cómo olvidar que ha servido siempre a los más contradictorios, irreductibles y antagónicos menesteres? Y, sobre todo, ¿cómo olvidarse de los monstruos engendrados por tal ideología política (en su versión burguesa o “proletaria”) y los horrores y barbaries que ellos produjeron en la primera mitad del siglo XX? Pues, a pesar del carácter contradictorio y complejo de la praxis histórica del nacionalismo, lo cierto es que se puede hallar dentro de ella un hilo conductor que explica tales contradicciones.
Ese hilo conductor es la conexión entre nacionalismo y burguesía, por una parte, y por otra, entre nacionalismo y patria. Tanto por estar conectado el nacionalismo con la evolución y el destino histórico de la propia burguesía como por estarlo también con el “patriotismo”. Esa emoción-sentimiento “nacional” que existió antes de que las naciones existieran y que es el resultado evolutivo de esa emoción-sentimiento ancestral de pertenencia al grupo, que los antropólogos llaman “emoción tribal” para indicar su antigüedad evolutiva. Una emoción-sentimiento que ha perdurado en la especie humana desde las épocas del totemismo y ha fomentado la cohesión social y la solidaridad grupal. Y de ahí que, como es el caso de todas las emociones profundas, se haya mantenido también -en el curso de la evolución social humana y en todas las culturas- por su utilidad social... pese a las mayor o menor desigualdad existente en la sociedad de clases impuesta por la burguesía. Pues esa y no otra es la explicación de la existencia del llamado “nacionalismo proletario”, presentado como un nacionalismo de clase; pero que en verdad es una nacionalismo del ocultamiento y de los mitos. No solo porque en ningún caso ha sido capaz de hacer realidad la utopía humanitaria, igualitaria y libertaria de la Revolución francesa, frente a la realidad de la práctica social burguesa, llena de desigualdades y conflictos de clase, sino también por utilizar, como elemento aglutinador de un pueblo, los sentimientos telúricos que vinculan al hombre a la tierra donde nace y muere. Además de estar centrado en el control del Estado y en la unificación estatal de la cultura, lengua y símbolos patrios a través de una construcción mítica de la nación y la armonía entre clases, lo que permite ocultar los problemas reales de una sociedad cada vez más dividida y acosada por sus propios conflictos internos..
Esta es pues la esencia de los nacionalismos que se desarrollaron a raíz de la Segunda Guerra Mundial y que ahora vuelven a prosperar para ocultar los problemas reales e impedir la búsqueda de las soluciones que la gravedad de los tiempos que vivimos exigen con mayor urgencia cada vez.
El “derecho a decidir” y la “autodeterminación” hoy
Se repite muchas veces que el “derecho a decidir” es un eufemismo por no existir tal derecho ni en el plano jurídico nacional ni en el internacional; sin embargo, desde la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, de 1789, la libertad es uno de los derechos inherentes a la persona humana, y, en consecuencia, también lo es el “derecho a decidir”, aunque no figure nominalmente en dicha Declaración. En cambio, el que sí tiene valor y vigencia jurídicas es el derecho de “libre determinación de los pueblos”, más conocido como “derecho de autodeterminación”. Y ello desde 26 de junio de 1946, cuando entró en vigor la Carta de las Naciones Unidas, que en su primer artículo reconoce el principio de “libre determinación de los pueblos”, junto al de la “igualdad de los derechos”, como base del orden internacional instaurado por las Grandes Potencias al terminar la Segunda Guerra Mundial.
Ahora bien, es obvio que, más allá de los aspectos jurídicos y formales y desde una perspectiva filosófico-política, el “derecho a decidir” sería el pleno ejercicio del principio de libertad reconocido en esas Declaraciones y en muchas Constituciones. Por lo menos desde el 10 de diciembre de 1948, por ser uno de los principios fundamentales de la Declaración universal de los derechos humanos, adoptada en esa fecha por la Asamblea General de las Naciones Unidas en París, en la que el principio de libertad figura en seis de sus treinta principios sociales, individuales, económicos, culturales y civiles, y cuyo primer artículo declara que “Todos los seres humanos nacen libres e iguales”.
Claro que una cosa es su literalidad y otra muy distinta su materialización cotidiana; puesto que la realidad política y social del mundo nos obliga a reconocer el carácter ficticio y puramente nominal de tal principio, al quedar reducido, desde entonces, el ejercicio de la libertad a dominios muy limitados y delimitados. Y no solo en las naciones con regímenes más o menos dictatoriales sino también en aquellas con regímenes “democráticos” que pretenden respetar escrupulosamente el ejercicio de los derechos humanos. Y ello porque el ejercicio del derecho a la libertad ya queda restringido, en la propia Declaración, a los dominios ”de circulación y residencia”, “de pensamiento, conciencia y religión”, “de opinión y de expresión” y “de reunión y asociación”.
Ante tal realidad, ¿cómo no ver el carácter puramente teórico y demagógico del principio de libertad afirmado en Declaraciones y Constituciones, y por consiguiente también del llamado “derecho a decidir”?
En cuanto a la realidad de la aplicación del “derecho de autodeterminación” es necesario concluir lo mismo. Para ello basta con ver lo que fue la praxis de este derecho en los tiempos de las primeras Independencias en el continente americano y a lo que quedó reducido después en la vida cotidiana de esas naciones. Pues ya en la propia Declaración de Independencia de los Estados Unidos de 1776 -en la que se proclama la igualdad natural de los hombres, el derecho a la soberanía y la autodeterminación de los pueblos y los individuos- se omitió la puesta en causa de la esclavitud, en vigor en ese país, al tener que ceder Jefferson ante los que estaban “determinados a guardar abierto un mercado donde los hombres pueden ser comprados o vendidos”. Esa ominosa forma de explotación que duró hasta 1885, cuando la victoria de la Unión permitió extender a todo el territorio de los Estados Unidos la abolición de la esclavitud proclamada por Abraham Lincoln en 1963. Aunque eso no impidió que continuara la segregación racial en ese país.
Y si nos referimos a la praxis del derecho de “autodeterminación de los pueblos” desde que éste quedó inscrito en la Carta de las Naciones Unidas en 1946 y se convirtió en el leitmotiv del discurso de los movimientos que luchaban para poner fin al colonialismo en el mundo, nos vemos obligados también a reconocer la ficción de su validez. Pues éste se interpreta como el derecho de un “pueblo” a liberarse de la potencia colonial para “decidir sus propias formas de gobierno, perseguir su desarrollo económico, social y cultural, y estructurarse libremente, sin injerencias externas y de acuerdo con el principio de igualdad”. O sea, para constituirse en “Estado-nación”; pero en ningún caso para que los ciudadanos de esos nuevos Estados “independizados” sean verdaderamente libres e independientes para decidir por sí mismos. No solo por haberse constituido como Estados interclasistas, con una clase dominante y otra dominada, sino también por mantener vigente el sistema capitalista. Lo que dio como resultado que el poder de decisión quedará en manos de la clase dominante (la vieja burguesía o una nueva que la reemplazaba) y la clase dominada (la población trabajadora) relegada a ser únicamente fuerza de trabajo y tan intensivamente explotada y dominada como antes. Con el agravante de que el Poder, en algunos de esos nuevos Estados, quedó en manos de verdaderos sátrapas, y que, a final de cuentas, todas esas naciones quedaron bajo la tutela del nuevo colonialismo económico impuesto por el Capital globalizado.
Así pues, ¿cómo no diferenciar entre las palabras y la realidad de la praxis que éstas pueden esconder o esconden? Y ¿cómo no decir, con Rosa Luxemburgo, que el tan sonado “derecho de autodeterminación de las naciones” no es más que hueca fraseología pequeñoburguesa y una farsa? Pues, hiendo al fondo de la cuestión, vemos efectivamente como, “en medio de la cruda realidad de la sociedad de clases y cuando los antagonismos se agudizan al máximo, el carácter utópico y pequeñoburgués de este eslogan nacionalista se convierte en un mero instrumento para el gobierno de la clase burguesa” y “la libertad nacional queda totalmente subordinada a la del dominio de clase“ -como lo está demostrando la tartufesca pretensión del PDdeCAT de seguir liderando el proces y controlar el futuro Estado catalán.
Hoy, como ayer, en todos los Estados-nación las cadenas son para los trabajadores y por eso los anarquistas seguimos privilegiando la cuestión social a la nacional. Aunque eso no quiere decir que no aportemos nuestra solidaridad a cuantos se rebelan contra la opresión económica, religiosa, cultural, estatal, nacional o de género. Pero eso no nos impide ni nos impedirá advertir, como lo hacía Rocker, que “el aparato del Estado nacional y la idea abstracta de nación han crecido en el mismo tronco“ y que oponer unos pueblos a otros solo fortalece la opresión política y social de los Estados y el Capital.
Las alternativas emancipadoras
Dadas las actuales condiciones políticas, sociales y culturales de las sociedades humanas, en las que el sistema de explotación y dominación capitalista es hoy en día hegemónico, resulta muy difícil de ver perspectivas reales emancipadoras a través de las alternativas tradicionales a ese sistema. No solo por la propia capacidad del capitalismo para mantenerse, renovarse y perpetuarse, sino también por la injustificable incapacidad de las fuerzas políticas y movimientos sociales -que han pretendido combatirlo- de unirse para constituir un frente común y proponer una verdadera y realista alternativa anticapitalista.
Es obvio que, para superar esa dificultad, debemos comenzar por asumir la importancia de esa incapacidad y la necesidad de denunciar sus causas; pues no solo se podrá evidenciar así su papel confusionista y divisor, sino también evitar que ellas sigan impidiendo en el futuro esa unidad de acción anticapitalista, tan primordial para abrir verdaderas perspectivas emancipadoras en el mundo actual. De ahí pues la necesidad y urgencia de hablar claramente para deslindar responsabilidades, comenzando los anarquistas por asumir las nuestras. Pues, aunque solo sea por nuestra “insignificancia” numérica, está claro que debemos asumir la responsabilidad de no poder contribuir masivamente a esa unidad y a esa acción conjunta de todas las fuerzas que se reclaman del anticapitalismo… Y, en consecuencia, la obligación de no erigirnos en donadores de lecciones.
No obstante, si nuestra responsabilidad es solo por lo reducido de nuestras fuerzas, sí que podemos afirmar que la de los movimientos nacionalistas es, en cambio, mayor y mucho más grave. Y no solo por movilizar masas enormes de ciudadanos sino también por su contribución –como ha quedado probado más arriba- en la expansión y fortalecimiento del capitalismo y en el mantenimiento de la sociedad de clases en todo el mundo. Como también lo es la de las ideologías reformistas o revolucionarias que pretendían crear un “mundo nuevo” a través de la conquista del Poder y tras instaurar la “social-democracia” o la “dictadura del proletariado”. Esos instrumentos “transformadores” del socialismo de Estado que, además de no crear ningún “mundo nuevo”, contribuyeron a la extensión y consolidación del capitalismo. Y no solo por probarlo la experiencia histórica sino también por concluirlo una reflexión objetiva sobre las bases teóricas de tales propuestas. Pues tanto la experiencia histórica como la reflexión teórica ponen en evidencia el carácter absolutamente utópico o falaz de pretender llegar a la libertad a través de la autoridad. Una evidencia, cada vez más obvia y reconocida hasta en el seno de los propios medios políticos y sociales marxistas, que les obliga a cuestionar el rol del Poder y a integrar, en su búsqueda de nuevas propuestas emancipadoras, la preocupación por la gravedad del deterioro medioambiental en el mundo.
Claro que esto no es suficiente aún para superar los antagonismos ideológicos que impidieron la posibilidad de llegar en el pasado a ese frente común de acción o que frustraron las tentativas intentadas; pero sería una grave inconciencia no reconocer esta coincidencia tan prometedora y las posibilidades de encuentro que ella abre: tanto para reflexionar en común con los anarquistas en las búsqueda de alternativas al capitalismo como para evitar el futuro ecocida al que éste nos lleva.
En todo caso, lo que si está fuera de toda duda es la necesidad y urgencia de no persistir en las alternativas que han fracasado, y de hacer todo lo posible por encontrar nuevas a partir de las enseñanzas del pasado. Esas enseñanzas que han dejado bien probado el valor de la autonomía y la acción directa para combatir el Poder instituido y de la autogestión para organizar la gestión de la convivencia humana en base a los principios de libertad, igualdad y solidaridad.
Octavio Alberola
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