Leí con gran interés lo que decían en los periódicos de los koljoses, las granjas colectivas. Sentí en esa idea algo del antiguo comunismo, vestigios de Octubre… Y me atreví a escribir de ello a Aleksandr Yaroslavski, pues sabía que su corazón, el corazón de un antiguo partisano, se alegraba con cada logro verdadera y genuinamente revolucionario de los bolcheviques. Sin embargo, cuando el código penal soviético me hizo llegar a Siberia, sumergida en lo más profundo del mundo campesino, constaté lo que eran en realidad esos famosos koljoses y celebré la absoluta nulidad de los bolcheviques en el presente y su garantizada derrota política (por la mano de hierro del campesinado) en un futuro cercano…
- ¡En esta casa son muy amables conmigo, más vale que los dejemos en paz y no les robemos! –c omentaba a mis compinches-. Es mejor centrarse en las propiedades del Gobierno, ¡no le hará daño a nadie! Los comunistas son unos canallas: cuando se trata de deportar a gente, saben cómo hacerlo, pero trabajo no dan.
He aquí el relato de una vida apasionante, escrito apresuradamente en su celda por una joven rusa de veintinueve años que sospecha que está a punto de morir: “Si digo todo esto con franqueza, es porque espero ser fusilada de todos modos”. Efectivamente, en junio de 1931 Yevguenia fue ejecutada en el “campo de destino especial” de las islas Solovki, el primer Gulag soviético, unos meses después de morir su marido, el poeta Alexander Yaroslavski.
“Una estudiante llena de sueños”, según se define a sí misma Yevguenia, decepcionada por la dictadura de los bolcheviques, se convence rápidamente de que el mundo de los bajos fondos es la única clase verdaderamente revolucionaria. Decide vivir en la calle y convertirse en ladrona, tanto por convicción política como por el gusto por el riesgo que confiesa. Lejos de la imagen heroica de la “construcción del socialismo”, es el Moscú y el Leningrado de los marginados, los niños de la calle, los borrachos, las prostitutas, los vagabundos, que nos descubre en un lenguaje seco, cortante, sin concesiones.
El presente volumen contiene, en adición a la autobiografía de Yevguenia, varios documentos desclasificados de la nkvd relativos a su internamiento, juicio y ejecución, un prólogo del escritor y director Olivier Rolin y un estudio sobre su descubrimiento por parte de la historiadora y activista rusa Irina Fliege.
Yevguenia Yaroslávskaia-Markón nació en una familia de la burguesía intelectual judía de Moscú en 1902. Cursó estudios de Filosofía y ejerció de periodista ocasional. Idealista, apasionada e inquieta, participó activamente en los movimientos políticos y artísticos rusos, en ebullición tras la Revolución de Octubre. Después de una corta vida como rebelde radical, en 1931 fue internada y posteriormente fusilada en el «campo de destino especial» de las islas Solovkí, considerado el primer campo de concentración del Archipiélago Gulag soviético, unos meses después de morir allí su marido, el poeta Aleksandr Yaroslavski.
En la primavera de 1918, Yevguenia y una amiga -entonces tenían dieciséis años- entraron en un vagón de tranvía y uno de los pasajeros dijo: “Éstas no pasan hambre” –de hecho, así era-. A partir de entonces decidió que sólo se alimentaría con la ración reglamentaria, como todo el mundo... “si bien se podían conseguir víveres en el mercado negro y, por lo demás, la mayoría de gente compraba algo, aunque fuera poco: vivir de cincuenta gramos de pan al día no es fácil. Por las mismas fechas ingresé en la escuela de arte dramático de Cultura Proletaria.
Del hambre me puse amarilla, huesuda, parecía una vieja, como las santas de los viejos iconos, pero lo más importante es que el hambre tiene una propiedad: mortifica el espíritu con más eficacia que el cilicio la carne.
En la lucha del espíritu contra el cuerpo, la victoria es recíproca. El espíritu sólo puede prohibir al cuerpo: “¡Alto, no te atrevas a comer, no recibirás ni un solo bocado más sin que yo te lo permita!”. El cuerpo obedece, se somete al ayunto, pero se venga cruelmente del espíritu: “Pues tú no pensarás en otra cosa que no sea en mí, no podrás pensar en nada más, ¡a partir de ahora yo seré el objeto de todos tus pensamientos!”.
Así ocurrió conmigo: me ceñía escrupulosamente a la ración reglamentaria de comida, pero ya no pensaba en la revolución ni en el proletariado, sino en el pan, el pan caliente, denso y sabroso, en patatas tiernas y quebradizas, en gachas de mijo… El hambre me provocaba extraños dolores de estomago, pero no desistía: ¡A fin de cuentas, muchos otros la padecían! Sin embargo, las ideas que me habían llevado a esa hambre voluntaria se volvieron cada vez más insoportables.
Pensaba: Si me resulta tan difícil pasar hambre a mí, que tengo las grandes ideas como alimento, ¿qué debe ser el hambre para una persona normal y corriente, para quien el hambre no está embellecida por ningún contenido ideológico, para quien ha caído en toda esta basura revolucionaria como una mosca en la sopa? Entonces lo mandé todo al cuerno.
Abandone la escuela de Cultura Proletaria, precisamente porque era cultura proletaria. Informé a mi superior inmediato, el director escénico:
- Dejo la escuela.
- ¿Por qué?
- Porque todo esto del comunismo me ha decepcionado.
- ¡Vaya, al menos eres sincera!
Traducción de Marta Rebón.