¿Qué hacer?
Octavio aparece un tanto pesimista: Incluso en una revolución burguesa, como la Revolución Francesa de 1789, el pueblo y el Tercer Estado en 1787 no eran nada, ni podían nada, pese a representar al 99 por ciento de la población francesa. En 1789 lo podían todo y en 1793 el Antiguo Régimen había sido despedazado. Así, pues, también cabe el optimismo.
Las cuestiones que plantea Octavio Alberola se resumen en una sola y clásica pregunta: ¿Qué hacer?
Quizás sea más adecuado contestar qué es lo que no hay que hacer.
No hay que crear organizaciones minoritarias que se propongan guiar, organizar y sustituir al proletariado.
Hay que combatir las ideologías burguesas. Hay que conocer y aprender de las experiencias históricas del proletariado. La teoría revolucionaria se alimenta de esas experiencias.
Hay que combatir las ideologías derrotistas, como la de los situs que proclaman que el proletariado ya ha sido derrotado y es mejor abandonar toda teoría revolucionaria y dedicarse al cultivo del huerto, o del jardín, porque ya no existe proletariado y porque la catástrofe ecológica del planeta ya es irreversible, y sucedió ayer.
Hay que combatir las ideologías que proponen la conquista del Estado, porque la única vía revolucionaria del proletariado pasa por la destrucción del Estado y de las relaciones sociales de producción capitalistas.
La revolución social no es una cuestión de formas organizativas adecuadas, sino que depende de la extensión de la condición de proletario y de la toma de conciencia de tal condición. La gran contradicción que sume a tantos analistas en la confusión más penosa y en el inmediatismo más chato radica en la incomprensión de la condición proletaria en la sociedad capitalista. El proletariado en el capitalismo no es nada, ni puede nada, ni aspira a nada, ni tiene fuerza alguna, mientras sea una clase para el capital. Sólo cuando se constituye en clase, con intereses antagónicos al capital y el Estado que lo defiende, y se enfrenta al partido del capital adquiere su potencial revolucionario, en el propio proceso de la lucha de clases.
Las fronteras de clase profundizan un abismo entre revolucionarios y reformistas, entre anticapitalistas o defensores del capitalismo. Quienes levantan la bandera nacionalista, sentencian la desaparición del proletariado o defienden el carácter eterno del Capital y del Estado están al otro lado de la barricada, se digan anarquistas o se llamen marxistas. La alternativa se da entre los revolucionarios, que quieren suprimir todas las fronteras, arriar todas las banderas, disolver todos los ejércitos y policías, destruir todos los Estados, romper con cualquier totalitarismo o mesianismo mediante prácticas asamblearias y de autoemancipación, terminar con la plusvalía y la explotación del hombre en todo el mundo, atajar las amenazas de destrucción nuclear, defender los recursos naturales para las futuras generaciones..., y los conservadores del orden establecido, guardianes y voz de su amo, que defienden el capitalismo y sus lacras. Revolución o barbarie.
El proletariado, para vencer, necesita una conciencia cada vez mayor, superior y más aguda, de la realidad y de su devenir. Sólo con una conciencia crítica, elaborada en el estudio riguroso de las experiencias internacionales de sus luchas pasadas, podrá avanzar hacia sus objetivos. La conmemoración de la muerte de sus militantes, o de las masacres de los asalariados, no puede ser jamás, para los revolucionarios, un acto religioso, o de homenaje a los héroes y de memoria individualista. Lo que importa es extraer las lecciones de las sangrientas derrotas obreras, porque las derrotas son los jalones de la victoria.
El proletariado es arrojado a la lucha de clases por su propia naturaleza de clase asalariada y explotada, sin necesidad que nadie le enseñe nada; lucha porque necesita sobrevivir. Cuando el proletariado se constituye en clase revolucionaria consciente, enfrentada al partido del capital, necesita asimilar las experiencias de la lucha de clases, para tomar conciencia de éstas, apoyarse en las conquistas históricas, tanto teóricas como prácticas, y superar los inevitables errores, corregir críticamente los fallos cometidos, reforzar sus posiciones políticas, corrigiendo sus insuficiencias o lagunas y completar su programa; en fin, resolver los problemas no resueltos en su momento: aprender las lecciones que nos da la propia historia. Y ese aprendizaje sólo puede hacerse en la práctica de la lucha de clases de los distintos grupos de afinidad revolucionarios y de las diversas organizaciones del proletariado.
Los movimientos revolucionarios no nacen perfectos, tal como si fueran Palas Atenea, que surgió de la cabeza de Júpiter ya adulta y armada, con lanza y coraza. No trazan jamás una línea recta y continua, no han sido nunca una flecha que da directamente en la diana, sino que por el contrario avanzan, dudan, retroceden ante la inmensidad de las tareas a realizar, reanudan el proceso revolucionario, avanzan un paso y retroceden dos, se asoman al vértigo del abismo que abre la barbarie del antiguo régimen, y luego dan un gran salto sobre ese precipicio, o perecen en el intento.
No existe una lucha económica y una lucha política separadas, en departamentos estancos. Toda lucha económica es, a la vez, en la sociedad capitalista actual, una lucha política, y al mismo tiempo una lucha por la identidad de clase. Tanto la crítica de la economía política, como la crítica de la historia oficial, el análisis crítico del presente o del pasado, el sabotaje, la organización de un grupo revolucionario, el ciego estallido de un motín, o una huelga salvaje, son combates de la misma guerra de clases.
La vida de un individuo es demasiado breve para penetrar profundamente en el conocimiento del pasado, o para ahondar en la teoría revolucionaria, sin una actividad colectiva e internacional que le permita hacerse con la experiencia de las generaciones pasadas, y a su vez le permita servir de puente y acicate a las generaciones futuras.
Y el papel de las minorías o vanguardias revolucionarias no puede, ni debe ser otro, que el de facilitar eses proceso de toma de conciencia del proletariado.
La bandera negra es la negación de todos los colores de todas las banderas, o si se prefiere, de todas las patrias y de todos los nacionalismos. Pero también es lo opuesto a la bandera blanca de la rendición, o si se quiere, al abandono de la lucha de clases para retirarse al cultivo del jardín, como proponen los situs y otros derrotistas “radicales” de distinto pelaje y confusión.
Agustín Guillamón