Cum Grano Salis. Sobre elecciones, antifascismo y guerra

La Gran Guerra del siglo XXI está haciendo que la reacción contra los regímenes capitalistas liberales (el llamado Occidente) sea cada vez más fuerte. Estados Unidos está gobernado por un hombre cansado, anciano y con probables problemas de demencia, sacudido por divisiones de clase y raciales, ve surgir una clase obrera «blanca» cada vez más enfadada por ahora monopolizada por la derecha trumpiana. El propio Trump sobrevivió a un intento de asesinato, escapando por los pelos a varios disparos, uno de los cuales le rozó la cabeza y el otro supuestamente le alcanzó en su chaleco antibalas. Desde febrero de 2022 (fecha de la invasión rusa de Ucrania), el Reino Unido ha visto cambiar nada menos que cuatro gobiernos, un récord que ni la Italia de los años setenta llegó a alcanzar. Los tres primeros de estos gobiernos fueron expresiones del mismo partido conservador, señal de las profundas fracturas que atraviesan a las mismas familias políticas tradicionales en su seno (batiendo récords el ministerio de Liz Truss, que duró sólo 44 días, del 6 de septiembre al 25 de octubre de 2022). En Alemania, la socialdemocracia en el poder llevó al país a la guerra contra Rusia, enviando armas y, sobre todo, aplicando la política suicida de las sanciones: la mayor industria de Europa se vio privada de su relación privilegiada con el mayor exportador de bienes energéticos del continente, la producción industrial se hundió, los trabajadores abandonaron a la izquierda reformista y belicista. En una Francia sacudida por la lucha de clases contra la ley de pensiones y las revueltas del subproletariado de la periferia, las elecciones europeas (que históricamente no cuentan para nada) son vividas, en primer lugar por iniciativa del presidente de la república, como un momento de máxima precipitación histérica de la vida social. Macron intenta hacer olvidar sus propios actos nefastos situando el debate en torno a la guerra: quien no apoye la complicidad en el genocidio de Gaza es acusado de antisemitismo, quien no esté de acuerdo con la política intervencionista contra la Federación Rusa es acusado de cómplice de Putin; subiendo constantemente la apuesta, ha jugado todas sus cartas a que sus competidores no serían capaces de seguirle en su extremismo belicista. Su última diatriba se refiere al envío de tropas francesas a Ucrania, evidentemente un pródromo de la Tercera Guerra Mundial y del apocalipsis nuclear. ¿Resultado? Una amarga derrota que le obligó a disolver el Parlamento y convocar elecciones anticipadas.

Si un estudioso del futuro dentro de mil años leyera estas palabras, le harían creer que está hojeando el párrafo introductorio del capítulo del libro de historia que trata de la gran revolución internacional de los años veinte del s. XXI. Por el contrario, los movimientos sociales se encuentran acorralados, no sólo incapaces de reaccionar, lo sería incluso humanamente comprensible frente a una fuerza enemiga demasiado preponderante, sino que, peor aún, son cómplices de las políticas de los gobernantes y actúan como una fuerza conservadora, defendiendo el statu quo.

El fraude, el grillete al pie que impide este salto cualitativo es el antifascismo moderno. No confundir con el antifascismo histórico, que ciertamente no está exento de limitaciones y contradicciones. Lo que distingue al antifascismo actual del del siglo pasado es que se trata de un antifascismo en ausencia de peligro fascista. Su principal objetivo es dividir al proletariado y atrincherar a la izquierda antagonista dentro de la política de guerra, tropas auxiliares en defensa de patrones y gobernantes. El antifascismo histórico ha realizado a menudo la misma operación político-social, con la diferencia de que al menos en aquella época el fascismo y el nazismo eran hechos dramáticamente reales. La única manera de salir del callejón sin salida es poner en el centro la oposición a la guerra. Es una cuestión de corazón y de cabeza, tanto para detener la carnicería humana que representa la guerra como porque nos parece la única manera de oponerse realmente al retorno del nacionalismo, del autoritarismo, del militarismo, al fin y al cabo las verdaderas caras del fascismo.

Electoralismo antisocial y derrota del partido de la guerra.

Las elecciones europeas han producido un terremoto en amplias zonas del continente. Más de la mitad de los votantes (tanto en Italia como en todo el continente) no acudieron a las urnas. En Italia la cifra se eleva al 58% entre los trabajadores, siendo mayor en el sur que en el norte. En pocas palabras, cuanto más pobre se es, menos se vota, como reza el título de una encuesta demoscópica de ADNkronos (https://demografica.adnkronos.com/popolazione/elezioni-europee-2024-astensionismo-maggiore-con-piu-poverta-analisi-italia-e-paesi-membri/).

El electoralismo en este contexto no es sólo una opción reformista, ¡es más bien una opción antisocial! Significa dirigirse a una minoría absoluta de la población, una minoría aún mayor entre el proletariado, donde la abstención llega incluso a ser abrumadora si añadimos al recuento a los que no tienen derecho a voto, como en el caso de los inmigrantes o los condenados a penas de cierta entidad.

Aunque sólo una minoría acude a votar, entre esta existe un cierto grado de intolerancia ante las políticas bélicas que están empobreciendo a las poblaciones europeas. En los principales países europeos, Francia y Alemania, los gobiernos belicistas han sido fuertemente derrotados. En Francia, el presidente Macron incluso llegó a disolver el parlamento y convocar nuevas elecciones parlamentarias.

Lo que los revolucionarios deben hacer en este contexto es transformar la ‘revuelta pasiva contra la guerra’, ‘revuelta de lápiz’ o más a menudo ‘de sofá’, en una revuelta consciente y derrotista. De la deserción electoral a la deserción político-militar.

Los gobernantes del continente se encierran en una defensa autista, aplicando las mismas políticas con una especie de compulsión a la repetición y negándose a afrontar la realidad. La belicista y ultraliberal Ursula von der Leyen ha sido confirmada como presidenta de la Comisión Europea. Como próxima «alta representante para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad», término burocrático que corresponde a una especie de «ministra de Asuntos Exteriores» de la Unión, se nombra a Kaja Kallas: la actual primera ministra estonia, con un nada envidiable pedigrí antirruso, hija de deportados a Siberia, ha sido protagonista por su obstinada determinación en la destrucción de monumentos de la era soviética y en un plano menos simbólico es una agresiva partidaria de la guerra en Ucrania. También desde el punto de vista de la imaginación, una clara opción por continuar con las políticas de guerra. En otras palabras, a pesar de la derrota, los gobernantes europeos persisten en los mismos errores que condujeron a la crisis actual. Niegan la realidad. Se encierran en una fortaleza. En este contexto, ¡los revolucionarios deben asaltar el fortín!

Lo que hace en cambio el movimiento antagonista europeo es... salir a la calle contra el peligro fascista. Es decir, en defensa de la fortaleza. Las noticias que llegan de Alemania son sorprendentes. Las plazas se llenan para impugnar Alternative für Deutschland, pero la socialdemocracia, que, como hace cien años, vuelve a votar créditos de guerra, permanece en el gobierno y no es atacada con la misma intensidad. Hay un malentendido tácito, subyacente: en definitiva, aunque no lo digamos, aunque no sea agradable escribirlo, la socialdemocracia nos parece mejor que los neonazis; entre dos campos burgueses elegimos el de la izquierda. Mientras tanto, el capitalismo puede seguir durmiendo tranquilo: en esta pendiente no hay Alternative, ni für Deutschland ni para Europa.

El eterno retorno del frentismo

A la izquierda francesa hay que reconocerle al menos una cosa: la claridad. En Italia, con la disolución de los partidos tradicionales, el marco político ha sido presa del transformismo más imaginativo desde hace décadas. Los partidos de centro-izquierda han cambiado de nombre y de símbolo en cada elección política: el Roble con la hoz y el martillo en los pies, el roble sin la hoz y el martillo en los pies, la Margarita, el Burrito, el Olivo. Tenemos que agradecer a la izquierda francesa que se haya dado un nombre claro en las últimas elecciones: Nuevo Frente Popular. Un nombre con una historia importante, una historia de mierda.

Refresquemos la memoria. ¿Qué era el Frente Popular? Históricamente, ese nombre respondía a una táctica preconizada por la Tercera Internacional dirigida por Stalin a partir de 1933: el fascismo se convertía en el mal absoluto y ya no era un gobierno burgués como los demás; para vencerlo, se proponían amplias alianzas abiertas a todas las fuerzas antifascistas. No sólo los socialistas reformistas, sino también las fuerzas burguesas, los liberales, los republicanos, en Italia durante la resistencia incluso los monárquicos formaron parte de ella. Una alianza interclasista con el objetivo declarado de derrotar el peligro más inminente, posponiendo el ajuste de cuentas con el enemigo de clase a una indefinida temporada más afortunada. Mientras la Unión Soviética se hundía en las profundidades más oscuras del régimen de terror y su economía se reconvertía en la forma del capitalismo de Estado, Stalin, siendo el hombre indudablemente irónico que era, redescubría la necesidad de defender la democracia en la Europa occidental amenazada por Mussolini y Hitler.

En nombre del Frente Popular se cometieron las peores necedades: en España tuvimos la desgracia de ver cómo los anarquistas se convertían en ministros mientras la revolución era traicionada y las empresas colectivizadas eran devueltas a sus amos. En Francia, el gobierno del Frente Popular (1936) se distinguió por su insipiencia reformista, con algunas mejoras de la jornada laboral, sin decidirse siquiera a apoyar seriamente a los «primos» del Frente Popular español durante la guerra civil.

Históricamente, el viejo frente popular ha desempeñado el papel de liquidar definitivamente el impulso revolucionario en Europa desplegando el movimiento obrero en defensa de las instituciones. Con la paradoja final de allanar de hecho el camino a los gobiernos o a fuerzas de ocupación fascistas.

Que una coalición con un nombre tan elocuente se haya formado en Francia en el verano de 2024 no debe sorprendernos, sino alarmarnos. La estrategia que se preconiza es siempre la misma. Alianza interclasista para luchar contra el enemigo principal. Y, en efecto, en la segunda vuelta de las legislativas, los partidos de la NFP no dudaron en aliarse con Macron. Entre los federados del Nuevo Frente Popular-versión verano 2024, encontramos a gente como Raphaël Glucksmann: sionista, antirruso, parece haber sido el que más insistió en poner como condición para la coalición de izquierda la continuación de la guerra en Ucrania (hoy podría ser recompensado, según los rumores, como posible nuevo jefe de gobierno). Pero si la izquierda y los movimientos antagonistas se ponen del lado del pequeño Napoleón que quiere enviar soldados franceses a invadir Rusia, si se ponen del lado del hombre más odiado en Francia por su política antisocial, la paradoja anterior está destinada a repetirse: acabamos dando a la derecha una credibilidad antisistema que no merece.

El fascismo es guerra

Este no es el lugar para una definición teórica precisa del fascismo, pero en su simplicidad creemos que esta afirmación puede ser compartida por cualquiera. El fascismo es guerra desde sus orígenes, con Mussolini traicionando al movimiento socialista y con dinero de las potencias de la Entente fundando un periódico intervencionista para empujar a Italia a la Primera Guerra Mundial. El fascismo es guerra hasta el final, con Hitler sumiendo a Europa en la mayor masacre de todos los tiempos.

Bien. Leamos el programa del Nuevo Frente Popular (2024), por ejemplo, sobre la cuestión de Ucrania. Aquí dice que es necesario «detener la guerra de agresión de Vladimir Putin y garantizar que responda por sus crímenes ante la justicia internacional»; defender «indéfectiblement» la soberanía y la libertad del pueblo ucraniano y la integridad de sus fronteras; garantizar la entrega de las armas necesarias, la cancelación de su deuda externa, la confiscación de los bienes de los oligarcas y «dentro del marco permitido por el derecho internacional, el envío de fuerzas de paz para proteger las centrales nucleares» (cfr. https://jacobinitalia.it/il-programma-che-non-ti-aspetti/).

No sólo la continuación del apoyo militar en Ucrania, sino incluso el envío de «fuerzas de paz», es decir, soldados franceses directamente comprometidos en una guerra abierta con Rusia. El programa del Nuevo Frente Popular es el programa de la Tercera Guerra Mundial. Un crimen ideológico e histórico, así como un enorme regalo a esa misma derecha que tanto se dice querer combatir, a la que se cede el monopolio de la narrativa «pacifista» (de nuevo la paradoja de los años ’30: el Frente Popular que acaba allanando el camino para el advenimiento del fascismo).

Era el precio a pagar por mantener unido el frente cediendo a las tres condiciones de Glucksmann: apoyo continuado a Ucrania, lealtad a la OTAN, lealtad a la UE.

La mañana siguiente a los comicios franceses, el diario italiano «La Nazione» titulaba: «Golpe a Putin». Nos recuerda un viejo eslogan italiano que se gritaba en las marchas de los años setenta: «“Telégrafo”, “Nación”, la prensa del patrón». Evidentemente, el patrón sabe de qué lado está y quiénes son sus más fieles servidores.
Si el fascismo es la guerra, ¿qué pensar de un «antifascismo» que también está a favor de la guerra? Si el programa electoral de Le Pen es más «pacifista» que el de Macron y el Nuevo Frente Popular, es evidente que se está gestando un engaño en alguna parte. Si el programa de Alternative für Deutschland es más «pacifista» que el de los Verdes, ¿por qué los antifas no atacan también a los Verdes, sino sólo a la AfD?

Menuda confusión. ¿Cómo salir de ella? En realidad, el camino es más fácil de lo que uno cree. Hay que tener el valor de recorrerlo y abandonar la compañía de los ambiguos o indecisos. El camino es poner la oposición a la guerra en el centro de nuestra acción revolucionaria. A partir de esta centralidad iluminar todas las demás cuestiones.

Cuando la izquierda va a la guerra

En realidad, la situación actual no es el resultado de un giro repentino de la izquierda europea, sino el resultado de un lento proceso que comenzó en la década de 1990. Con la caída del bloque soviético, comenzó un proceso de replanteamiento para la izquierda europea. En algunos partidos se vivieron años de crisis y penurias, pero también se encontraron ante una gran oportunidad de llegar finalmente al poder, al levantarse el veto que pesaba sobre ellos por sospechas de simpatizar con el enemigo comunista. Para lograrlo, era necesario demostrar fiabilidad sustituyendo a Moscú por Washington como estrella polar.

Merece la pena exhumar del cajón de los recuerdos una imagen por encima de todas, sobre todo porque se trata de un momento de la historia reciente que se olvida con demasiada frecuencia. Primavera de 1999. La OTAN bombardea Belgrado. Fue una guerra cobarde como pocas, en la que los dieciséis países más industrializados del mundo se ensañaron contra los restos de la Federación Yugoslava, bombardeando los Balcanes durante tres meses desde una distancia tan segura que sólo murieron dos soldados estadounidenses entre las tropas de la OTAN. Entre los civiles, en cambio, el número de muertos fue altísimo, 2.500 según cifras de la ONU. Si tenemos en cuenta que en dos años de guerra en Ucrania hubo oficialmente unas 10.000 víctimas civiles, podemos darnos cuenta de la magnitud de la masacre para la pequeña Serbia.

En Estados Unidos, el presidente era el demócrata Bill Clinton. En Gran Bretaña, el primer ministro era Tony Blair, teórico e intérprete del llamado «Nuevo Laborismo», un intento futurista de refundar la izquierda europea dentro de los nuevos cánones posmodernos.

En Italia, el primer ministro era Massimo D'Alema; el primer ex comunista en convertirse en premier italiano tuvo que pagar su credibilidad atlantista en los circuitos de la gran burguesía occidental metiendo a Italia en la carnicería de los Balcanes. Italia fue el país que hizo la mayor contribución logística a la salida de bombarderos y misiles hacia los cielos de Yugoslavia.

En Alemania existía la llamada coalición rojiverde, con el socialdemócrata Gerhard Schröder como canciller. Hay que reconocer que en su momento los Grüner fueron críticos con la guerra, pero al final se mantuvieron en el Gobierno a pesar de todo. Hoy, las cosas han cambiado un poco y los Verdes alemanes se cuentan entre los principales partidarios del envío de armas a Ucrania, adelantando por la derecha al propio SPD, para exigir un apoyo más enérgico. Pero como se suele decir, comer despierta el apetito.

La situación del gobierno francés es quizá la más interesante de recordar, dadas las similitudes con la actual.

El presidente de la república era Jacques René Chirac, de centro-derecha, pero tuvo que vérselas con un parlamento de mayoría izquierdista: el gobierno del socialista Jospin contaba también con el apoyo de los Verdes y del Partido Comunista Francés. Una asonancia histórica realmente inquietante: que aún hoy se esté preparando un gobierno de izquierdas para Francia, con un presidente moderado supervisándolo, como el gobierno de la guerra del Este… Si evocamos tan tristes recuerdos, no es por una nostalgia canalla de nuestra juventud de anarquistas militantes, sino para subrayar dos cuestiones que conciernen al presente.

La primera. No olvidemos nunca que la guerra de Ucrania es hija de la expansión de la OTAN hacia el este. Nos quieren decir que esta expansión fue el resultado de una elección democrática y voluntaria de los países de Europa del Este. Los cielos de Belgrado recuerdan una historia diferente.

La segunda. ¿Necesitamos realmente un frente antifascista unido para ayudar a este tipo de izquierda a llegar al poder?

Cambiar todo, para que no cambie nada

¿Pero estamos realmente ante la perspectiva de la instauración de dictaduras de tipo fascista en Europa? Quizá la situación italiana pueda ayudarnos a verlo claro por una vez. Aquí, en nuestro país, desde hace casi dos años tenemos un primer ministro que procede de la familia política del neofascismo. Por lo tanto, la situación italiana puede tomarse como una medida del grado de «fascistización» de la sociedad.

No negamos que en Italia se esté produciendo un giro autoritario. Somos el país europeo en el que las medidas de emergencia contra la pandemia del Covid-19 fueron más violentas. Visto en retrospectiva, fue un verdadero ejercicio de guerra: toques de queda, militarización, obediencia y uso de mascarilla en lugar del casco. Mientras se declaraba el estado de emergencia, el 8 de marzo de 2022 una serie de motines sacudieron las cárceles italianas y las fuerzas del régimen intervinieron masivamente para reprimirlos, causando dieciséis muertos, la mayor masacre carcelaria de la historia republicana. Se diría que la política es fascista. Lástima que en el gobierno de la época en Italia estuviera Giuseppe Conte, al frente de un ejecutivo de centro-izquierda.

Febrero de 2022, estalla la guerra a gran escala en Ucrania. Italia se adhiere servilmente a la empresa militar de la OTAN, enviando armas y entrenando a soldados ucranianos en el país. Los medios de comunicación se subordinan completamente a la narrativa atlantista, el chovinismo pronto se desliza hacia el racismo y la rusofobia, se cancelan los cursos sobre Dostoievski en las universidades. Los sindicalistas conflictivos son detenidos acusados de «extorsión», un desafortunado lapsus jurídico que indica el apego de los patrones por sus carteras. La justicia del régimen empieza a hipotetizar el delito de incitación al terrorismo como ganzúa para cerrar la prensa anarquista y detener a compañeros. Son los meses en los que se orquesta y luego se ordena el traslado de Alfredo Cospito al 41 bis, verdadera medida de guerra contra el enemigo interior y advertencia a cualquiera que se le ocurra molestar al Duce-líder. Al fin y al cabo, estamos en guerra. Políticas fascistas, podría decirse. Lástima que en el gobierno estuviera Mario Draghi, a la cabeza de una coalición de Unidad Nacional.

De hecho, la única fuerza de oposición parlamentaria en aquel momento era el partido postfascista de Giorgia Meloni, la actual Primera Ministra italiana. Lo que, por otra parte, debería sugerirnos que dejar el monopolio de la oposición a la derecha no es realmente una buena idea. Una lección que, evidentemente, nuestros vecinos franceses no querían oír. Con Meloni en el gobierno, sin embargo, las cosas han seguido por el mismo camino. A la guerra de Ucrania se añadió la complicidad con el genocidio de Palestina. ENI firmó acuerdos con Israel para la extracción de gas frente a Gaza, un reparto del botín, manchado de sangre, partición infame para el robo imperialista en el que participa nuestro país. Las operaciones policiales contra la prensa anarquista han continuado, y en cuanto a Alfredo Cospito, este gobierno ha intentado matarlo en 41 bis.

Es innegable, pues, que hay un giro autoritario. La cuestión es que la aceleración con la que procede este nuevo autoritarismo es completamente indiferente a los políticos que lo interpretan. De alguna manera, en la era de la deficiencia artificial, esta aceleración tiene más que ver con la cibernética que con la política. Es la necesidad del algoritmo la que dicta sus formas, los partidos políticos son una especie de máscara del espíritu del tiempo de hegeliana memoria.

Estamos seguros de que si Le Pen hubiera ganado en Francia, habría ocurrido lo mismo. Es decir, no habría pasado nada. Si se quiere, es una especie de paradoja de Tsipras, interpretada a la derecha en lugar de a la izquierda. Cualquiera puede llegar al gobierno, sea de extrema derecha o de extrema izquierda, mientras las políticas no cambien y sean decididas por la razón técnica, las grandes empresas y el poder militar de la OTAN. Tsipras, el presidente de la izquierda radical griega, elegido en plena ola de protestas contra la austeridad, acabó capitulando ante la Troika y aceptando los infames memorandos, extinguiendo definitivamente el levantamiento popular. Meloni, la presidenta italiana de extrema derecha que ganó las elecciones porque se le concedió el monopolio de la oposición al gobierno de Draghi, continúa ahora con la agenda de Draghi. Los músicos cambian, pero la partitura no.

En términos de teoría política, el fascismo se ha definido a menudo como un «movimiento reaccionario de masas». Lo que lo distingue de otras formas de autoritarismo, como la Restauración postnapoleónica o los cañonazos sobre multitudes hambrientas de las tropas monárquicas de Bava Beccaris, es que con él asistimos a la aventura de un movimiento que contó con la participación entusiasta de cientos de miles de miembros de las clases bajas y medias en el giro autoritario. Una especie de odiosa revolución de derechas. En este sentido, no hay peligro fascista porque cambiar de gobernantes no produce revoluciones (ni siquiera de derechas, afortunadamente). En este sentido, por tanto, no hay peligro fascista porque en esta coyuntura histórica el autoritarismo no parece tener una base de masas (camisas negras, camisas pardas, etc.), sino que es algo oligárquico, nacido en los círculos de las finanzas y de la élite militar, en la tecnocracia que tiene el monopolio del conocimiento científico, en la gestión cada vez más autocrática del jefe de gobierno. En resumen, el giro autoritario del siglo XXI parece venir de arriba y no de abajo.

La vexata quaestio: ¿qué sentido tiene una movilización militante tan amplia sobre la cuestión del antifascismo en ausencia de fascismo? O si se prefiere decirlo así: ¿qué sentido tiene una lucha específica contra un solo partido político acusado de fascista, cuando es todo el marco político el que es cada vez más autoritario y «fascista»?

Ilaria condizionata

El asunto Salis es la dramática confirmación de esta confusión. Su humilde situación personal se ha convertido en un garrote con el que la izquierda italiana y europea ha intentado golpear a sus adversarios políticos. La izquierda italiana lo ha utilizado para avergonzar al Gobierno de Meloni por sus amistosas relaciones con Victor Orbán. La izquierda liberal europea lo ha utilizado para golpear al campo soberanista. Si pensamos en el hecho de que Hungría es el país europeo que más se ha resistido y ha obstaculizado el apoyo a Ucrania –ciertamente no porque Orbán sea un pacifista, sino por sus propios intereses sucios que en parte confabulan con los de Putin– el asunto de los antifascistas de Budapest se convierte en una ganzúa con la que las fuerzas de la guerra, el bando de la OTAN, la izquierda enemiga del tirano Putin, intentan desquiciar al demasiado indeciso y ambiguo gobierno húngaro, para acorralarlo.

A este hecho objetivo, independiente de la buena voluntad de las personas implicadas (a las que va la solidaridad de quien escribe), podemos añadir uno subjetivo, por así decirlo. Salis no se ha limitado a presentarse a las elecciones para salir de la cárcel, la suya no ha sido la clásica candidatura-protesta. Después de las elecciones se ha convertido en una figura política. Puede que la actitud más respetuosa que podemos tener hacia ella sea tomarnos en serio el contenido político concreto que expresa. Tomemos una reciente declaración suya, tras las elecciones francesas.

«Cuando la percepción del peligro aumenta y el riesgo es evidente, cuando la izquierda propone sin miedo “cosas de izquierda” alimentándose de las luchas sociales y culturales, cuando uno se emancipa de la subalternidad a la ideología del capitalismo neoliberal (macronismo) y se orienta hacia un horizonte diferente, cuando el antirracismo se convierte en una práctica para afirmar la igualdad real, cuando uno se centra en las vidas concretas, entonces el antifascismo puede ganar».
Esto es lo que nos enseña el inesperado resultado de las elecciones francesas: no fue sólo el tradicional frente republicano el que sostuvo la barricada, sino un verdadero levantamiento popular –rico en elementos de perspectiva e imaginario, cuyo potencial está aún por explorar– contra la extrema derecha y su visión del mundo.
Todo está aún en juego y nos esperan muchas batallas difíciles. Pero sin duda hoy es un buen día para Francia, para Europa y para todos aquellos que siguen creyendo en la libertad, la igualdad y la fraternidad.
Allons enfants!»
(Ver los canales sociales de la parlamentaria)

¿Qué contenido político concreto extraemos de estas palabras?

Empecemos por lo que no se dice. Mientras la humanidad se desliza por la pendiente que puede conducir a la Tercera Guerra Mundial, con una matanza de proletarios que dura ya más de dos años en el frente oriental y un genocidio en Gaza que tiene lugar cada día en directo en las redes sociales, no se dice ni una palabra sobre la guerra. De hecho, hay algo peor. El Nuevo Frente Popular se describe como una fuerza que propone «sin miedo» «cosas de izquierdas». Ya, ¿cosas de izquierdas como enviar armas y soldados a Ucrania?

En general, en el breve texto, escrito con indudable agudeza política, hay un intento de emparejar radicalismo y electoralismo. La victoria a medias del Frente Popular se describe como «un verdadero levantamiento popular». Se afirma que el antifascismo gana si es radical, si no se subordina al capitalismo neoliberal (por tanto, en Francia, al macronismo). Una declaración de principios absolutamente aceptable; lástima que no sólo pase por alto que el programa del NFP es de complicidad con la alianza atlántica y peligroso belicismo antirruso, como ya se ha señalado, sino que incluso queriendo entrar en las miserias técnicas de la política, Salis olvida que el Nuevo Frente Popular ha hecho un pacto electoral de desistimiento precisamente con Macron, en el que se otorga a los centristas la mayoría de las circunscripciones. Merece la pena mencionar un nombre: Gérald Darmanin, el odiado ministro del Interior al frente de una policía francesa cada vez más autoritaria, ha sido elegido gracias a los votos de la izquierda dentro del citado pacto de desistencia.

Por otro lado, conviene dedicar unas palabras a la lista electoral italiana que llevó a Salis al Parlamento de la UE. El cartel electoral que responde al nombre de «Alleanza Verdi e Sinistra» (AVS) es un bloque político italiano compuesto por el partido de los Verdes y el partido Sinistra Italiana (Izquierda Italiana). Son dos fuerzas políticas realmente inexistentes, nunca te tropiezas con una de sus sedes en nuestros barrios, nadie conoce siquiera a un amigo, un familiar, un compañero de trabajo, un compañero de estudios que milite en estas formaciones. El cártel electoral sólo consigue entrar en el parlamento italiano porque está aliado con el Partito Democratico (PD), el partido de la gran burguesía, los bancos, las élites progresistas y la OTAN. En el complicado sistema electoral italiano, el votante encuentra casillas en la papeleta con los símbolos de diferentes listas. AVS se encuentra en la misma casilla que el PD, sólo por eso «existe» y consigue llevar al parlamento a un puñado de parásitos.

Más allá de los mecanismos electorales, la función social específica de este partido es de hecho una función antifascista. Los que quieren derrotar a la derecha en las elecciones, pero no lo consiguen, se hartan de votar al PD, poniendo su cruz en la lista rojiverde pueden contribuir electoralmente al cártel alternativo al bloque de derechas salvando su conciencia.

Alianza Verdi e Sinistra es realmente antifascismo en toda su pestilencia.

Esta es toda la cuestión, ya que no hay ni ha habido nunca una diferencia cualitativa entre el antifascismo electoral y el antifascismo militante. Hay diferencias de grado, de intensidad de lucha. Diferencias en el uso de la violencia. Pero al final, el antifascismo militante siempre corre el riesgo de desbordarse en antifascismo electoral porque ambos se basan en el mismo malentendido: la idea de que entre las fuerzas burguesas enfrentadas, una es peor que las otras, y que en general el fascismo es siempre la peor de todas. Frente a este mal absoluto, no pasa nada por aliarse con cualquiera.

Malatesta y el fascismo

Demos la palabra a un compañero que conoció realmente el fascismo. En septiembre de 1921, un año antes de la marcha sobre Roma, Errico Malatesta escribió que «la guerra civil es la única guerra justa y razonable», subrayando que «por guerra civil entendemos la guerra entre oprimidos y opresores, entre pobres y ricos, entre obreros y explotadores del trabajo ajeno, no importa si los opresores y los explotadores son o no de la misma nacionalidad, si hablan o no la misma lengua que los oprimidos y los explotados».

Malatesta hablaba con conocimiento de causa. Fresco y doloroso debía ser el recuerdo de la carnicería de pobres causada por la Primera Guerra Mundial. Cuando hay una guerra entre estados capitalistas, la guerra entre los pueblos debe ser sustituida por la guerra civil, negándose a ir a matarse entre proletarios, y llevando la guerra a los patrones y gobernantes.

Vayamos a la guerra entre fascistas y antifascistas. Malatesta se pregunta si la guerra entre fascistas y antifascistas se encuentra entre estos tipos de guerra justa y revolucionaria, es decir, «una guerra civil que enfrenta al pueblo contra el gobierno, a los trabajadores contra los capitalistas». La respuesta que nos da el compañero es negativa: «la guerra de guerrillas entre fascistas y subversivos […] sólo sirve para hacer derramar sangre y lágrimas, para sembrar semillas de odio duradero sin que luego beneficie a ninguna causa, a ningún partido, a ninguna clase».

Por supuesto, esto no significa que para Errico el fascismo no fuera un problema, que no hubiera que combatirlo. No ocultaba que era un producto «de los agrarios y los capitalistas» y que «es necesaria una resistencia organizada para acabar con la aventura fascista». Sin embargo, «mientras se organiza la resistencia hay que reconocer que en el fascismo no todo es escoria ni todo está mal», sino que en él hay «muchos jóvenes sinceros», «muchos trabajadores». El objetivo es entonces derrotar al fascismo, pero ciertamente no para defender el statu quo, sino para asegurarse «que esta lucha absurda termine, para poder empezar a combatir una lucha clara» (Las citas son de La guerra civile, Umanità Nova del 8 de septiembre de 1921; hoy en Opere Complete, vol. 1919-1923, p. 361).

Desgraciadamente, nuestro compañero se engañaba a sí mismo. Más de un siglo después, esta lucha absurda aún no ha terminado. Seguimos esperando derrotar a los fascistas, para luego hacer la revolución. Mientras tanto, vayamos a las urnas, reconstituyamos el frente popular y pospongamos la guerra civil, año tras año, siglo tras siglo, a las calendas griegas.

Malatesta fue acusado de subestimar el fascismo y su peculiaridad. No fue el único. La sempiterna máxima de Bordiga, primer secretario del Partido Comunista de Italia (1921), según la cual «el antifascismo se convertirá en el peor producto del fascismo» sigue resonando hoy, dependiendo de los intérpretes, con gran relevancia o como prueba de una previsión muy pobre por parte de aquella generación de revolucionarios. Si bien estos son los compañeros acusados de subestimar al fascismo, ¡cuánta falta haría hoy la coherencia de semejante partida de subestimadores! La cuestión principal para los revolucionarios de aquella época no era la guerra contra los fascistas, sino contra la burguesía, los opresores, el Estado. Al mismo tiempo que se libra una resistencia organizada contra el fascismo, la cual es absolutamente necesaria, hay que tener presente cuántos proletarios están atrapados en él y traerlos de vuelta a nuestro campo, que es el de la revolución social.

Si uno considera estas citas antiguas y tal vez anticuadas, consideremos la actualidad de estas palabras en nuestro trágico presente. Volvamos una vez más a Ucrania, una dramática prueba de fuego para desenmascarar a oportunistas y embaucadores. Cuando Putin invadió Ucrania, lo hizo con el ridículo objetivo de la «desnazificación». Los ucranianos, por su parte, mientras derraman sangre por los intereses de la OTAN se autodenominan la nueva «Resistencia». Pero, en definitiva, ¿qué clase de ideal es este antifascismo, si es un ideal que puede ser ondeado por ambas fuerzas en el campo de batalla, un ideal que pueden enarbolar los gobiernos de dos naciones en guerra entre sí, mientras en ambos países soplan vientos autoritarios cada vez más fuertes?

El antifascismo es un ideal que, hoy como ayer, no divide el mundo según el terreno de la clase social a la que se pertenece, sino que lo engaña, lo confunde. Mientras hace esto, el antifascismo está estructuralmente abierto a la recuperación. Por otra parte, ¿no nos repiten cada 25 de abril que la nuestra es una «República nacida de la Resistencia»?

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No queremos generar malentendidos. Odiamos el fascismo. Odiamos tanto a la vieja como a la nueva derecha. Creemos, sin embargo, que a menudo han sido las políticas de la izquierda institucional las que han favorecido el consentimiento de las derechas autoritarias. La política del frente popular del siglo pasado, al frenar la revolución, acabó ayudando a la expansión del fascismo. Estamos convencidos de que cualquier autodenominado «nuevo» frente popular sólo repetirá los mismos «viejos» errores.

También creemos que los neofascistas y los neonazis son peligrosos. En el sentido de que son individuos odiosos que nos agreden, llegando incluso a asesinar a compañeros. En esto sí que son un peligro. Cuando decimos que no vemos un peligro fascista, sólo queremos decir que no vemos la posibilidad de que estos individuos establezcan un régimen autoritario.

De hecho, el régimen autoritario ya se está estableciendo, pero lo están estableciendo las élites financieras, la tecnocracia europea, los círculos militaristas de la OTAN, los hechiceros nucleares, los clanes transhumanistas, los chamanes del dominio tecnocientífico. Al servicio de estas fuerzas suelen estar los partidos y gobiernos de izquierda.

En el tratado de farmacología Naturalis historia, Plinio el Viejo aconsejaba poner una pizca de sal a las recetas curativas, sin la cual el pharmakon perdería su efecto. Desde entonces, el latinismo cum grano salis se utiliza como dicho para invitar a hacer las cosas con una pizca de sentido común, con su grano de sal. Sin esa sal, la receta no funciona.

Cuando cientos de miles de proletarios son sacrificados en el altar de la guerra, para mayor gloria de gobernantes psicópatas y para mayor beneficio de las carteras de fabricantes de armas y especuladores bursátiles, cuando la humanidad se enfrenta al abismo de la guerra nuclear, la pizca de sal que debemos añadir a nuestras recetas se refiere inevitablemente al tema de la guerra. Ante los ríos de sangre y los ríos de oro que corren, se trata ante todo de una cuestión de ética. La guerra es la cuestión que hoy separa lo justo de la infamia.

No sólo eso, la guerra es también una cuestión de táctica para los revolucionarios: deben apostar por la derrota de su país para abrir perspectivas a la revolución. Si la guerra sacude nuestras sociedades, lo que debemos hacer no es participar en los embates populares y republicanos en defensa de las democracias liberales, sino exacerbar la lucha derrotista para transformar la guerra en revolución. Abandonemos el Frente. Hagamos ingobernable Europa.

Los tres mosqueteros

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