Divagaciones estudiantiles en torno a un máster falsificado

Una de las cosas que me atraganta de la risa estos días, el el asunto del máster de la Cifuentes. Falsificar notas, actas, firmas y títulos…. ¡Menuda tía! ¡olé tus genitales! ¡Y dicen que es un escándalo!, como si desde que nació esa Universidad ¡de mierda! no se supiese que se trata de un antro en el que se crían enchufados de alto nivel. Pero, en fin, la cosa viene bien para reflexionar sobre la Titulitis, el Ridículum Vitae y cómo se extrae la plusvalía de los pobres estudiantes.

Resulta que para cursar estudios universitarios –decía Max Weber–, hacen falta dos cosas: tiempo y dinero. Un estudiante recibe becas públicas o privadas. Eso es dinero. Un estudiante estudia: eso es tiempo. Que carezca de chispa, da lo mismo, cacho cabrón. Si tiene tiempo y dinero y es Lázaro de Tormes, en España, saca el título.

Por eso, lo que representa un título universitario, es la posición de privilegio del que –gracias a su posición social– (estímulos, ambiente, familia), o al cerebro que le tocó (genes), o a su disposición étnica, o a factores incognoscibles, puede estudiar. 

Lo que ocurre es que no todos los títulos valen para lo mismo. Los ricos, ni de coña, estudiarían en una universidad española. Esos mandan a sus niños a estudiar a Stanford, porque si tú llegas a una empresa con un título de Yale, de Oxford o por ahí, el jefe te reconoce como a un tipo con posibles. Si llegas con el título de la Universidad de La Albuera, no mola. 

¿Qué pasó cuando se democratizó la universidad y miles de personas obtuvieron licenciaturas? Que se devaluaron. Si en el espectáculo todo el mundo se pone de puntillas, solo ven los de la primera fila. Y entonces se inventaron los masters –para marcar la diferencia–. Y así, los estudiantes más conspicuos, se dedican a trabajar como burros durante el día, y a estudiar como Lincoln durante la noche, para pagar los miles de euros que vale un titulado de esos. Y no es solo apoquinar. Los profesores disfrutan pasando lista y obligando al desgraciado que sea, a ir a clase, hacer prácticas deleznables y elaborar sofisticados trabajitos de corta y pega. Además, como el curro escasea, los padres, entre tener al niño de treinta años en casa, o mandarle a la quinta estepa a hacer el máster en descapullamiento de babuinos, pueden optar por quitárselo de encima, y que haga el máster aunque tengan que empeñar un huevo. Eso, crea escuela hijos míos. Discípulas, como decía el tonto ese que han expedientado, el que regalaba másters a cambio de favores.

¿Qué es lo que estimula todo esto? Pues la picaresca. O sea: España. Los alumnos transcriben con el word, firman las hojas, y al menor descuido, huyen de clase, y el día que defienden el trabajo ante el tribunal, como suelen enfrentarse a unos burros de diploma, pues la cosa es llevadera. Largas visitas a la cafetería de la facultad, eso sí. Algunos. Otros se lo curran a base de bien, que para eso invierten una pasta.

Así que, ¿acaso no es normal, que los políticos presuman en sus méritos, de tener estudios de todo tipo, aunque sean incapaces de organizar una barbacoa? ¡Escucha! Si eres un obrerete de tres al cuarto, y te presentas a las primarias de Podemos, diciendo "mucha experiencia", mal. En cambio si tienes el "Master en Reventar Granos del Culo"… Bien. Eso es España, y la universidad carlista. Ya puedes ser diputado.

 

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