Guardaespaldas

Guardaespaldas

I.

Hace años me pasó una cosa, que como ya el tipo murió, os cuento. Estamos a finales de los setenta. Más o menos.

Resulta que se trata de un compañero muy comprometido. Está amenazado de muerte por los fachas. Y me dicen que si le quiero acompañar un tiempo, hasta que se calmen las cosas.

Pienso: soy una persona algo fuerte, grande, con cara de tarugo y fama de pendenciero. Yo, que en aquella época era joven e inexperto, digo que bueno. Total, ¿qué podía pasar?

Me lo presentan. El tío cuando me ve como punto de apoyo, se pone eufórico. Está contentísimo. Y me dice que lo acompañe que tiene que hacer un recado. Como no, para eso estamos.

Me lleva a la sede de FN. Se mete dentro. Yo lo sigo como es mi obligación. ¿Qué se le habrá perdido en esta caverna?

Insulta a lo menos veinte fachas más grandes que yo. Coge un retrato de Franco y lo rompe. Les amenaza de muerte. Cuando los paramilis esos avanzan hacia nosotros, como dudando de lo que estaban viendo, mi protegido me hace una seña con la mano para que los reduzca. «Shh» —me dice— «a por ellos». Ellos se paran, como aguardando que tras de mí apareciera un escuadrón de hombres hiena.

Afortunadamente, contábamos con el factor sorpresa. Huimos. Gran confusión. Les vencemos. Corremos como galgos.

II

Él es un hombre de unos sesenta y cinco años, canoso, chupado, ojos claros y voz vibrante. Había estado en la Guerra Civil, en la clandestinidad y en la cárcel por organizar una huelga de albañiles. Era un héroe. Yo, lo admiro. Como ha muerto quiero hacer un homenaje a su personalidad, porque era una persona muy especial.

Al hombre este lo voy a llamar Juan Pedro porque él no quería ninguna fama.

Tras esa bronca con los de FN, a mí me echan otra los compañeros, diciéndome que ¡cómo permito que Juan Pedro se exponga tanto! Prometo que tendré más cuidado.

Me dice luego Juan Pedro que le acompañe al médico de pago. Para que le examine las muchas lesiones de la pelea —pienso—. Llegamos a la consulta del médico viejo. Nos atiende con la enfermera al lado. Una calavera sobre la vitrina de las pinzas. Yo me coloco en posición de alerta por si las moscas. Se baja Juan Pedro los pantalones sin decir ni buenos días y le enseña el capullo. Le explica al médico que le han salido unos granos en la punta del nabo y que está sobrepreocupado. Tras examinarlo minuciosamente, el médico le dice que no es nada y que se eche una crema. Yo no he movido ni un músculo. La enfermera, tampoco.

Por el mismo precio, me la revisó a mí también. Era un médico muy competente.

III.

Acudimos al juzgado. Han detenido a un compañero por asaltar un convento para raptar una monja. Se trata de Vicente, un Joven Compañero de dieciocho años, moreno, hermoso, de pestañas espesas y ojos negros. Juan Pedro entra en el despacho del Juez Justo y le abronca. El juez le responde que Vicente es un heroinómano que escaló el convento para robar. Juan Pedro insiste en la juventud del muchacho, en el abandono de los padres y en lo del amor a la novicia (metida a monja contra su voluntad). El juez consiente en soltarlo si Juan Pedro se hace cargo de él. «¡Cómo no!» —acuerda entusiasmado mi patrón—. El juez es muy escéptico, no tiene fe en la Humanidad. Afirma que en menos de venticuatro horas Vicente volverá a la cárcel. Juan Pedro paga la fianza de veinte mil pesetas.

Ahora somos tres figuras paseando por la calle. Llegamos al pisito alquilado de mi líder.


IV

Vicente se muestra como una persona conflictiva. Juan Pedro le echa un mitin en el que enaltece el anarquismo, el autocontrol, la responsabilidad militante y el caldo de verduras. Vicente le responde que tiene que ir a hacer unas cosas, nada malo, porque él no se pincha ya que está curado. Juan Pedro le dice que no, y el otro que sí. Tras una breve controversia, me ordena que le pegue una somanta de palos a Vicente. Una vez dada la paliza, le ato a una cama y le amordazo para que sus gritos no molesten al vecindario. Nos vamos.

V.

Juan Pedro me explica proyectando hacia afuera sus ojos (como los besugos), que en estos primeros días no podemos dejar a Vicente andar por ahí solo si no queremos que reincida, y como tenemos que ir a hacer gestiones (no sé cuáles), lo mejor ha sido hacer lo que hemos hecho [hincha sus yugulares]. Comprendo. Es de noche.

En ese momento atravesamos andando la calle Santiaguito. Nos juntamos con dos compañeros: el Mingo y el Toño. Son jóvenes, ilusionados y llenos de esperanza. Ellos tres van delante y yo ligeramente retrasado. De golpe, topamos con un grupo de cuatro fachas colocando panfletos en los parabrisas de los coches. Son el Legionario, el Pelúo, el Siquitraque y Antonio Martín, el Jefe Comarcal de Falange Española.

Juan Pedro comienza a coger los panfletos y a partirlos de manera ostentosa ante ellos. Permanecen inmóviles con la boca abierta. Cuando va por el quinto papel, se nos echan encima.

La batalla se desarrolla de la siguiente manera. Antonio Martín se coloca a un lado, con la mano por dentro de la gabardina, como dispuesto a sacar un arma. No se involucra en dar tortas. El Legionario se quita el cinturón y se lía a revolearlo intentando alcanzar a Juan Pedro. Y a por mí van los otros dos. El Mingo y el Toño salen corriendo, supongo que a buscar ayuda o a salvar la piel. Son los más razonables.

El resultado —que les cuento mientras declaro en comisaría—, ha sido el siguiente: Juan Pedro luce en la mejilla izquierda la imagen tatuada del escudo de la Legión Española, que le quedó impresa por un impacto de cinturón. Además tiene la mano derecha escayolada de los puñetazos que ha dado. Nada grave, apenas unas fisuras. El Legionario, el Pelúo y el Siquitraque lucen hematomas oculares e inflamaciones de testículos. Antonio Martín y yo hemos salido intactos. El Toño y el Mingo se han evaporado. Nos ponen a todos en libertad a espera de juicio y nos vamos a un piso franco para evitar sorpresas.

VI.

Los compañeros vuelven a abroncarme por no haber evitado que mi protegido se meta de nuevo en líos. Les respondo que ese hombre es imposible que no vaya levantando conflictos a su paso. Pero aseguro que intentaré adelantarme a los acontecimientos. La próxima vez —les juro— no daré ninguna oportunidad al enemigo.

Andamos por la acera al día siguiente. Venimos del médico, que ha vuelto a examinarnos el carajo porque los granos le han crecido. Como siempre, Juan Pedro va delante. De golpe veo a un tío con uniforme raro, casco y garrote al hombro que avanza hacia mi cliente. Como un lagarto venenoso, de un salto, me planto ante el tipo, le quito el palo y le sacudo en la cabeza en medio de la estupefacción general seis o siete veces antes de que se desplome. Nuevamente huimos porque se acercan gritando muchos más como el que he tumbado.

Al día siguiente del día siguiente, la prensa da cuenta del brutal escalabre que recibió un gringo perteneciente a un equipo de beisbol que está haciendo exhibiciones en España para promocionar ese deporte.

¿Cómo diablos iba a saberlo yo? ¿A quién se le ocurre pasearse con un bate? Tanta desfachatez de los americanos no es buena. Juan Pedro me palmea y me asegura que la cosa no tiene importancia, porque el yankee no ha muerto y sólo está en la UCI fuera de peligro.

VII.

De camino al bar nos encontramos al Juez Justo. Nos pregunta por Vicente y reconoce que lleva más de venticuatro horas sin delinquir. También se interesa por la curiosa marca de la cara y por cierta pelea que le ha llegado a su despacho. Mi patrón no entra en detalles y se despide efusivamente.

Volvemos a casa a toda velocidad y desatamos a Vicente, del que nos habíamos olvidado por completo. El pobre está muy desmejorado tras cuarenta y ocho horas sin comer ni beber. Jiede a rayos y ha pasado el peor mono de su vida. Pide permiso para irse del pueblo y J.P. le dice que bueno, pero que primero hay que beber, alimentarse y limpiar la cama y la ropa. Tras horas de vigorosa colada y de beberse cuatro litros de caldito de puerros bajo mi severa mirada, Vicente se marcha perdiéndose en la vorágine de la vida con unos retortijones de la hostia.

— ¿Ves? —me dice Juan Pedro— No es tan difícil regenerar a elementos asociales. Así se hará cuando llegue la anarquía.

— Entiendo.

VIII.

Pasa el tiempo. Se celebra el juicio de faltas. La organización se ha empeñado en pagarme el mejor abogado que han podido conseguir, es decir, Santiago el Aceitunero, que ha acabado sus estudios en septiembre, siendo yo su primer cliente.

Me interroga la fiscal y me ciño a mi relato: yo no sé nada, yo no he hecho nada, yo no conozco a nadie de nada, yo no me he peleado con nadie.

Los falangistas cuentan la verdad con sus discretos hematomas. Hubo una pelea y nos zurramos.

Juan Pedro muestra su escayola ostentosamente y afirma que se hizo una fisura al parar los golpes. Se acerca al Juez Justo, estira la cabeza y le muestra la marca indeleble del escudo de El Tercio grabado en su mejilla. El juez cabecea como adormilado.

Mi abogado, en plan profesional, llama como testigos al Toño y al Mingo y, horrorizado, escucho que declaran orgullosos, que en defensa propia le partí la boca a dos tíos.

Me levanto gritando «¡eso es mentira!, ¡su señoría, quieren hundirme!».

Conclusión: la joven fiscal me pide treinta días de cárcel por lesiones y multa de veinte mil pesetas para escarmentarme —asegura la jaca—, porque vivimos en una democracia y hechos luctuosos como el de esta pelea han de ser erradicados de raíz. La Ley —asegura— ha de cumplirse en todo momento.

Me preguntan que si tengo algo que decir. Ya que estoy perdido, contesto que sí, que quiero puntualizar —con el mayor de los respetos— que gracias a personas como yo —modestia aparte—, que traspasamos los límites de la ley de vez en cuando y luchamos por la emancipación humana, esa señora puede trabajar de fiscal, porque si no estaría fregando escaleras.

El Juez Justo me manda a callar con terribles amenazas. Me callo. Que ya recibiré la sentencia —me asegura con pavorosa majestad—. Vale.

Por cierto, esa fiscal (una verdadera trepa) sería años después ascendida a la Audiencia Nacional y asesinada por la ETA con una bomba lapa. No sé por qué.


IX.

Otra noche. Juan Pedro está embarcado en una nueva aventura. Quiere robar una fotocopiadora (que nos es imprescindible —afirma—) de la oficina local del INEM. Con nosotros viene un camarero del sindicato llamado Pellejo, y dos compañeras que son Rosa y Paquita, estudiantes de bachillerato. El robo se desarrolla con premeditación, nocturnidad y alevosía. Escalo una pared, rompo una ventana, entro en un despacho, rompo la puerta, salgo a un pasillo, rompo cuatro puertas más con la palanca, localizo la máquina, rompo un florero sin querer, la tomo en brazos... La fotocopiadora es muy grande, pesa una barbaridad y me cuesta la misma vida sacarla de la oficina, rompiendo previamente la puerta de entrada para forzar la salida. En el coche cabemos a duras penas con semejante cacharro que reposa sobre mis rodillas.

De golpe, la policía. Se ve a las claras que estaba avisada porque nos cercan varias unidades. Pellejo toma el volante del Seat 124 color verde botella con todos nosotros dentro. Se mete a contramano. Nos persiguen. Entra por la calle peatonal y hace una cosa muy rara con el freno, el embrague y el acelerador, pisándolos y soltándolos al mismo tiempo. El motor chirría. El resultado es una aceleración parecida a la de la Máquina de Matar de la feria. Completamente acojonados dejamos atrás a nuestros perseguidores tomando curvas imposibles. Es que Pellejo es aficionado a las motos.

Juan Pedro y yo dormimos en el campo dentro de una acequia seca junto a la fotocopiadora. Esa máquina de imprimir acaba en una carpintería que empleamos a veces para reunirnos y decidimos deshacernos de ella por si nos trincan. Por lo tanto, no era imprescindible, sólo necesaria.

Por echar la mañana en algo, vamos al médico.


X.

Mi veneración por Juan Pedro ha disminuido mucho últimamente. Lo extraño no es que esté amenazado de muerte. Lo extraño es que esté vivo todavía. Me cuenta ahora que durante la Guerra Civil era servidor de una ametralladora de la milicia antifascista, y que se dio cuenta de que con el ojo derecho no veía bien, porque cuando apuntaba con él no mataba a nadie, pero que cuando se acostumbró a hacerlo con el izquierdo no dejaba títere con cabeza. ¿Tendría que ir al oculista? —me pregunta inquieto sacando mucho el cuello—. Respondo que no. A estas alturas no parece necesario.

Nos acostamos. Me duermo. A las tres de la mañana me despierta Juan Pedro. Tras él veo a los compañeros que me suelen abroncar por dejar que se meta en líos. Me explican que los fascistas han sido localizados en un campamento a sesenta kilómetros. Hacen un cursillo de tiro con rifle. Es el momento de acabar con ellos. Montamos con Pellejo, con Rosa y con Paquita en el 124. Somos una comitiva de diez coches. Vamos armados con nuestras mortales cachiporras de alcornoque.

Para amenizarnos, Juan Pedro nos explica con alegría que es estupendo eso de tener guardaespaldas, porque es como poseer cuatro brazos, cuatro piernas y seguir con una sola cabeza, la suya. Se ríe como si hubiese hecho un chiste graciosísimo. Y Pellejo y las chicas se descojonan todo el camino con las ocurrencias de este hombre. Yo, no sé por qué, no acabo de verlo claro. La carretera es estrecha, llena de baches y sin pintar. Lo digo para que se hagan una idea del viajecito demierda.

XI.

Llegamos al embalse de la Poza del Quinto Pimiento. A las cinco de la mañana, tras atravesar a pie campos llenos de pinchos y piedras en la oscuridad más absoluta de la noche sin luna, divisamos en el fondo del valle las tiendas de campaña de los fascistas. Una fosforescencia pantanosa y fantasmagórica guía nuestros pasos. Caemos sobre ellos como una horda de lobos volcando cacerolas, sacudiendo alaridos paralizantes y esguarramillándolo todo. Detenemos el ataque cuando comprobamos que los espantados excursionistas nos hablan en sueco o en un idioma peor todavía. Nos retiramos ordenadamente perdiéndonos por la Dehesa Maldita.

El diario Aquí dedicó su editorial del domingo al gamberrismo incontrolado que ataca al inocente turista (gringos de un equipo de beisbol invitados por el Presidente de la Junta), y a la incapacidad de las autoridades para meter en cintura a una juventud borracha que escucha música satánica.

XII.

Pellejo se ha quedado en paro y me ha pedido sustituirme como guardaespaldas de Juan Pedro. Me envidia y le hace ilusión. Acepto sin problemas, porque me acaban de traer los municipales la sentencia condenatoria a prisión menor y multa. Es la petición de la fiscala sin reducir ni un día. Mientras me acerco a ver al secretario del Ayuntamiento —que es compañero— para que sepulte el papeleo en el archivo, me encuentro con el Pelúo y el Siquitraque, los dos fachas que ya andan bastante recuperados. Me miran. Les miro. Me invitan a una cerveza. Acepto la tregua. El Pelúo pide tres cañas. Sorbemos lenta y silenciosamente la espumosa bebida. La segunda la pago yo, por supuesto. Siquitraque abona la tercera. Me distraigo examinando los chorizos que cuelgan de la pared del bar La Cocina Extremeña. Pienso que este mundo es muy raro. Agradezco al azar que me haya dado la oportunidad de encender mi fugaz consciencia en esta vida. A su vez los fachas dan gracias a Dios porque no nos desgraciamos en la tunda. Me despido de ellos, y camino del Ayuntamiento veo a Pellejo y a Juan Pedro que se acercan donde el médico.

Así acabaron mis días de guardaespaldas.

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