Instituciones y lucha social: la que nos ha caído con “el cambio”.
El eterno debate entre los movimientos populares. Para triunfar, para construir una sociedad más justa, ¿cómo debemos caminar? ¿seguimos la vía institucional? ¿nos centramos en el trabajo en la calle? ¿hacemos las dos cosas?
Evidentemente nadie tiene la respuesta, y existen miles de teorías al respecto. Sin embargo, en el contexto actual del estado español, urge esta reflexión.
Tuvimos unos años de lucha social ascendente, en la que podemos citar como máximos exponentes las movilizaciones de Rodea el Congreso, las primeras Marchas de la Dignidad, la protesta contra el bulevar de Gamonal o la re-toma de Can Vies. El régimen tenía miedo.
Pero eso ya pasó. Hemos visto cómo el auge de Podemos y los ciclos electorales han desmovilizado casi por completo a la clase trabajadora. Puede citarse también otro factor añadido: las Leyes Mordaza, que atemorizan a parte de quienes salían a las calles a cuerpo descubierto.
Hay quien dice, con una prepotencia inusitada, que la vía electoral abierta es la única forma de avanzar y tratar de revertir las políticas de los últimos gobiernos, calificando además el ansia de superar el capitalismo como un sueño infantil irrealizable por el que no merece la pena mover un dedo.
Por el contrario, hay quien sostiene que la lucha es el único camino, que el electoralismo defrauda esperanzas y que los representantes públicos de la “nueva política” son auténticos traidores a la causa popular, incluso posiblemente apoyados desde el sistema que padecemos para apaciguar los ánimos y reconducir la rabia del pueblo.
Por mi parte, como anticapitalista convencido, creo además que no basta, ni es posible, intentar volver a la situación anterior a la crisis iniciada en 2007. Las teorías económicas y ambientales más realistas dejan claro que el planeta no da más de sí, que los recursos que extraemos y la contaminación que dejamos tienen un límite, y que, pensando en la humanidad, no podemos expandir la sociedad industrial por todo el planeta. Por ello urge romper con el modelo económico y político que sustenta tanto las injusticias como el deterioro de nuestro mundo. Acabar con el capitalismo es una tarea titánica… pero la única forma de sobrevivir a medio-largo plazo en unas condiciones mínimamente dignas. Así que descarto por completo ese discurso melifluo acerca de “domar el capitalismo” que las fuerzas de la izquierda actual sostienen.
Tanto Podemos como Izquierda Unida defienden que sí, que podemos torcer un poco el brazo a la burguesía, que podemos re-conquistar algunos derechos… y ofrecen su electoralismo como la vía más útil. Algo muy tentador para la clase trabajadora. Ya no haría falta luchar, arriesgarse a ser multado, apalizado o encarcelado, ni dedicar tiempo y energías a la militancia social. Como una pastilla mágica, bastaría con ir a votar cuando toque y sentarse en el sofá el resto del tiempo. Bueno, eso y vivir como esclav@s “hasta que la cosa se solucione”, rebuscando comida entre la basura si es necesario y mendigando un alquiler social si nos echan de casa. Y, por supuesto, sin criticar a las instituciones que “el cambio” controla; eso sería dar armas al enemigo y “contrarrevolucionario”… si creyeran en la revolución. Así, toda la clase obrera y media debería votarles, porque sí, sin ninguna necesidad de concretar un proyecto o de identificarse con la izquierda. Parecería que siguiendo esta premisa tan sólo deberíamos esperar pacientemente a que un partido buenrollista ganara las elecciones.
Evidentemente, esto ni es realista ni rupturista. Ningún cambio se consigue sin amplias (y duras) movilizaciones sociales. Los cambios no se consiguen nunca sin largos y continuados sacrificios. Es más, a veces es más fácil obligar a la derecha a hacer concesiones que obtener logros con una izquierda cobarde gobernando.
¿Por qué digo esto? Porque muchos de los representantes del “cambio” son enormemente pusilánimes. Ante cualquier crítica de la derecha, presiones de los medios o mentiras contra sí mismos reaccionan reculando, perdiendo terreno, renunciando a su programa o incluso echando a los leones a sus aliados. Manuela Carmena, desde sus primeros meses en la alcaldía, es un buen exponente de todo ésto. El culmen de Ahora Madrid fue la denuncia interpuesta contra nuestros buenos amigos, los titiriteros, que Carolina Bescansa expuso orgullosa en televisión para que no les tacharan de “amigos de los filoterroristas”. Aquí el vídeo.
Evidentemente, cuando cedes ante el enemigo, éste no se conforma, sino que pide más. Si ve que una fuerza política es débil, que con la presión política y mediática renuncia a su proyecto (ya de por sí descafeinado), va a por más, y cada vez se subirá más a la chepa al ver que tiene influencia decisiva en el equipo de gobierno. Es ridículo querer tener contento al enemigo. Si se hace, se acaba asegurando el control de las instituciones por las fuerzas del régimen, incluso cuando éstas pierden las elecciones.
La situación, por tanto, es muy penosa en muchas instituciones controladas por “el cambio”. Como decíamos, el tejido sociopolítico se ha desmoronado en muchos territorios y localidades para dar paso “al partido”, que además ni siquiera se reivindica como izquierdista ni mucho menos revolucionario. La base social debe limitarse, según este enfoque, a participar en las asambleas, reuniones o círculos, dar su opinión sin meter mucha guerra y salir a pegar carteles o promocionar las actividades. Esto y contemplar las peleas de partidos que integran las listas. Muchas de las candidaturas “del cambio” funcionan así; negarlo es mentir o engañarse a sí mismo.
Se olvidan y debilitan, por tanto, las experiencias auténticamente rupturistas. Se desangran las asambleas populares, porque muchas militantes se incorporan al electoralismo. Baja la protesta, tanto en convocatorias como en número de participantes y el tono del discurso. Se olvidan la autogestión y autonomía para centrarse en la posibilidad de que el Ayuntamiento, Diputación o Comunidad organice o financie algún proyecto, que además será “capado” de cualquier vocación transformadora para cumplir la legalidad y que la derecha no arme demasiado escándalo. ¿Ocupar espacios y defenderlos? ¿Organizar protestas desobedeciendo las leyes mordaza? ¿Reivindicar más allá de lo que “el cambio” está dispuesto a ofrecer? ¿Denunciar el capitalismo y el terrorismo de la OTAN? Nunca, ni en sueños. Eso sería calificado de inútil, contrario al proyecto de “la gente”, ilegal, peligroso y contraproducente.
Pablo Iglesias y sus adláteres han cogido a Lenin, lo han retorcido y se han quedado sólo con una máxima: la del “izquierdismo como infantilismo”. Son abiertos enemigos del Poder Popular. Cualquier experiencia que no puedan controlar, que confronte su “realpolitik” o que moleste a sus adversarios políticos corre el riesgo de ser combatida por esas mismas instituciones que ahora gestionan (no gobiernan, gestionan; la diferencia es fundamental).
Con toda esta dura crítica a las fórmulas electoralistas que padecemos no planteo el todo o nada, la revolución inmediata o propuestas absolutamente irreales. Por el contrario, hay que explicar a todo el mundo que tener mayoría en algunas instituciones no significa gobernarlas. El enemigo tiene peones y oficiales en todas ellas. La justicia está controlada por PP y PSOE. Este estado, en definitiva, está “atado y bien atado” todavía. Quien apueste por el electoralismo debe ser consciente de todo ello, explicar las dificultades y no prometer a corto plazo cosas que no puede cumplir. Por tanto, puede utilizar el reformismo como estrategia si lo considera conveniente, pero teniendo siempre como horizonte expreso e irrenunciable la transformación del estado y la sociedad. Para ello tendrá que elaborar una agenda que lo lleve en esa dirección, anunciándolo sin cortase y denunciando en cada momento las trabas que interponen la oligarquía y sus títeres. Activando su base social, defendiendo experiencias positivas aunque le sean ajenas, amparando la necesidad y el derecho de la protesta y la autogestión frente al legalismo hipócrita. Y, ante todo, combatiendo a sus enemigos, no intentando ser tolerado por ellos. Porque entonces, en ese caso, los nuevos dueños de los sillones no habrán cambiado las instituciones, sino que éstas las habrán cambiado a ellos. O peor aún: a buen seguro, entre quienes hablan de cambio hay auténticos traidores desde el inicio. No sería algo nuevo.
Para que no sea un engaño, “el cambio” no puede quedarse en quién ocupa unos sillones. Pero no hay nada concreto. Ni siquiera hay una propuesta legalista de cerrar el régimen del 78 con una nueva constitución, o abolir la monarquía, ni mucho menos romper con la Unión Europea o la OTAN. Así, parece una consigna vacía, y como no hay expectativas reales de transformación la población sigue viviendo en su particular inopia, sin ninguna meta a medio plazo más allá de intentar gobernar con un PSOE que no quiere.
Y, para concluir, no debe faltar otra reflexión que debería ser obvia: ni las candidaturas ni los partidos son la panacea. Hay otras formas de conseguir cambios, de acumular fuerzas, de poner en práctica el socialismo día a día. Organizarse, desobedecer, liberar espacios físicos e ideológicos, autogestionar proyectos colectivamente, confrontar al estado. Tanto el movimiento anarquista como el activismo social llevan haciéndolo más de un siglo en Europa, y a lo largo de la historia la rebelión es una constante en todo el planeta. Así que por favor, alcaldesas, presidentes, concejalas: un poco de humildad. No sois el ombligo del mundo, y deberíais tener respeto por las organizaciones y personas que llevan décadas luchando, y por quienes defienden otros procesos.
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