La constatación de que el ciclo de luchas obreras abierto en la revuelta de Mayo de 1968 había acabado en los años ochenta con la derrota del proletariado llevó a mi grupo de entonces (la Encyclopédie des Nuisances) a varias deducciones rápidas. La primera era que la producción moderna era sólo producción de nocividad y que por tanto, era enteramente inservible (o “indetournable”, como dirían los situacionistas). La reapropiación de la sociedad por la clase revolucionaria no podía consistir en una reapropiación del sistema productivo, sino en su desmantelamiento. La idea de encontrar la libertad y la felicidad en el desarrollo de las fuerzas productivas al estilo del modelo de progreso burgués era sencillamente un despropósito.
El desarrollo de dichas fuerzas siempre había sido un arma contra la clase obrera y su proyecto emancipatorio; las raíces de la explotación se hallaban más en ese desarrollo (y en las formas de trabajo y de supervivencia que imponía) que en la propiedad misma. Al producir un mundo inaprovechable, la explotación aspiraba a volverse irreversible. Si algo tenía claro el grupo de la EdN es que la superación histórica de la sociedad de clases pasaba por su destrucción más completa. Pero no para autogestionar sus ruinas, y ni mucho menos para volver a un pasado idílico a salvo de la historia. La reconstrucción de una sociedad libre planteaba en consecuencia problemas nuevos, como el de la ausencia de sujeto histórico y el de su contrario, el del triunfo total de la alienación capitalista, o como diría la I. S., del espectáculo.
Que la revolución había perdido a su agente era una banalidad de base. El proceso de terciarización de la economía aunque había proletarizado a toda la sociedad, había acabado con la existencia de una clase ligada a la fábrica. Ningún aspecto de la vida cotidiana quedaba fuera de los nuevos imperativos económicos y técnicos puesto que la fábrica era ahora la propia sociedad, pero ello no reforzaba los vínculos de clase sino que los disolvía. Las luchas contra las nuevas formas de opresión caían en los hábitos más ramplones del espectáculo, y el combate contra la nocividad derivaba inevitablemente hacia la gestión ponderada de la nocividad.
Era el gran momento del ecologismo y cualquier otro planteamiento más revolucionario, es decir, antiprogresista, o sea, más realista, no encontraba la brecha por donde hacerse presente. Se impuso una reflexión teórica sobre los orígenes de la alienación moderna. La crítica de la idea de progreso nos llevaba a la crítica de sus herramientas más genuinas, la ciencia y la técnica. La separación entre esos saberes y la humanidad susceptible de utilizarlos era la base de esa “crisis de la razón” de la que hablaban los apologistas del orden establecido. Tal separación, en el curso de la mecanización del mundo, había convertido a la ciencia y la técnica en la religión de los dirigentes. A fuerza de ser utilizadas para adiestrar y someter a los humanos, habían terminado por condicionar y dirigir todo el desarrollo económico y toda forma de explotación. En una palabra, se habían vuelto autónomas. Esa es la clave de los análisis de Jacques Ellul.
Los pensadores de la Escuela de Frankfurt (Adorno, Horkheimer, Marcuse) ya habían señalado que el dominio de la naturaleza por el hombre había acarreado el dominio del hombre por el hombre. La técnica había liberado al hombre de la naturaleza pero para someterlo a sus leyes. La mecanización tomaba el mando en una época de barbarie equipada que empezaba a caracterizarse por el dominio de los medios sobre los hombres, simples instrumentos de sus instrumentos. Los regímenes totalitarios serán su primer resultado político a partir del cual los frankfurtianos sacarían sus conclusiones.
Lo nuevo no está representado por los enormes adelantos científico-técnicos, porque lo nuevo en la sociedad no es la presencia de la técnica; es el hecho de que la técnica, o mejor dicho, la tecnología, determine la organización social, domine la vida y oriente la acción. La contradicción principal no residía en la oposición entre desarrollo de las fuerzas productivas y medios de producción, sino en que esa oposición conducía a una solución eminentemente técnica, consagrando el dominio de la técnica y la dominación (el poder) como técnica. La civilización capitalista coloca la producción separada en el centro de la sociedad; el poder depende de la producción, la producción depende de la tecnología; por lo tanto, el poder depende de la tecnología. Siendo la tecnología la principal fuerza productiva, el progreso social sigue la lógica del progreso tecnológico. Volviendo a Ellul, la tecnología no es más que un modo de ordenar el mundo. El peor de ellos. La técnica no es neutra, nunca lo es. No es políticamente inocente; es más, cuando se escoge una técnica se hace política, como diría Langdon Davies. La técnica no es algo casual, es un proyecto social e histórico concreto. Los usos de cualquier técnica dependen de su estructura, de su diseño. Si se escoge una determinada técnica se han de aceptar sus consecuencias. Pensemos en el trabajo en cadena, en el ferrocarril o en el automóvil. ¿Acaso la línea de montaje no ha creado un proletariado esclavo? ¿Quien discute el papel del ferrocarril en la conformación de los Estados modernos? ¿Quién duda de la responsabilidad del automóvil en la destrucción de las ciudades?
La técnica no busca encajar en el mundo, al contrario, hace que el mundo encaje en ella. El resultado es otro que el esperado. Una tecnología significativa lo cambia todo. Al introducir el automóvil en la sociedad no se obtuvo una sociedad con automóviles, sino otra sociedad, con mayor división del trabajo, consumiendo petróleo, con otras ciudades, con otro tipo de individuos, manteniendo otras relaciones. Y ¿que ha pasado al advenir el televisor, o al extenderse internet? ¿Podemos pararnos a pensar la cantidad de operaciones, polución e intereses que se amalgaman tras la fabricación de un chip de silicio?
Con la tecnología unos ganan y otros pierden, aunque los beneficios y las pérdidas no se reparten equitativamente. A un lado el poder se acumula, al otro la desposesión se dispara. La mecanización del hogar liberó a las amas de casa, pero para convertirlas en trabajadoras. Las máquinas posibilitaron mayor producción pero destruyeron los oficios; ahora favorecen la producción automática al tiempo que multiplican el trabajo precario. Un artefacto como el ordenador habrá aumentado las posibilidades de información y de coordinación, pero quien saca el mayor beneficio no son las comunidades virtuales de seudocontestatarios, sino las grandes organizaciones como por ejemplo los holdings financieros, las empresas multinacionales, los ejércitos, la policía o la recaudación de impuestos.
No sólo el sistema económico mundial es un logro de la tecnología, sino que el complejo financiero, militar y político que gobierna el mundo, la “megamáquina” de Mumford, es pura tecnología. Gracias a la moderna tecnología quienes controlan el mundo pueden saber qué compramos, qué leemos, de qué hablamos, con quién, a dónde vamos, qué hacemos, etc. Nuestros amores, nuestros odios, nuestros gustos, nuestros movimientos, etc.. están mediatizados por cachivaches; si controlan éstos, nos controlan. Pero ¿tiene sentido hablar de amistad sin un teléfono móvil? Gracias a los artilugios toda nuestra vida es transparente a múltiples empresas y departamentos estatales. ¿Lo que nos dan a cambio nos hace más libres? El dominio se disimula como técnica. El poder dominante dispone de la razón técnica como medio legitimador. La falta de libertad, la opresión, son justificadas como exigencias técnicas.
La técnica altera la percepción natural de la realidad, hasta el punto de crear una concepción de la realidad propia.
A un hombre sentado ante una pantalla de ordenador todo le parece información. Las viejas palabras cambian de significado: “información”, “memoria”, “verdad”, “hecho”, “libertad”, “debate”, “opinión”, etc., no quieren decir lo mismo en diferentes momentos históricos separados por un desfase tecnológico. A menudo significan lo contrario. Quienes controlan la técnica controlan las ideas. La ideología tecnológica, la técnica como ideología, desplaza a las formas anteriores de legitimación del poder, como eran la ideología política, la necesidad económica o la religión, creando la mayor de las unanimidades.
El conocido refrán de que “una cosa piensa el caballo y otra quien lo ensilla” se ha vuelto falso bajo el cielo técnico: dominadores y dominados piensan de igual modo. Dirigentes y contestatarios están de acuerdo en el fondo, discrepando sólo en las formas. La protesta entonces aparece como uno de los aspectos del orden. El espectáculo integral es la última proeza de la técnica.
Los situacionistas tenían razón: al entrar la alienación en el terreno de la vida cotidiana, la crítica de la vida cotidiana es la base de toda crítica social. Allí cada cual se encuentra cara a cara con la alienación objetivada en forma de inocentes artefactos. Y para hacerle frente cada cual ha de construir de entrada un estilo de vida que prescinda del mayor número posible de ellos.
El cómo hacerlo es todo un programa. ES EL PROGRAMA ¿O es que un movimiento revolucionario no consiste en la lucha de todos los oprimidos por la dominación efectiva y la transformación deliberada de todos los aspectos de la vida social, empezando por la cotidiana?
Miguel Amorós
Notas para la charla y debate del 10 de abril de 2004 de las Jornadas sobre Tecnología y Progreso que organizó la Biblioteca Social Hermanos Quero en Granada.
La tecnología como dominio (Miguél Amoros)
Conservacionismo, Antidesarrollismo, cuestionamiento de la tecnología, naturismo, alternativas al sistema industrial capitalista, cambio climático...
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