No tenemos más alternativa que intentar lo imposible

Hay que considerar a Raoul Vaneigem en sus dos facetas, la de pensador y la de revolucionario. Fue miembro fundamental de la Internacional Situacionista, pero su actividad no se detuvo con su dimisión, al no dar esta organización más de sí, sino que se ha prolongado hasta el día de hoy, tal como prueba su presencia en los medios contestatarios de diversos lugares, de Portugal a Grecia o Chiapas, sus numerosos artículos de combate, sus entrevistas, sus folletos... Desde los tiempos de “Banalidades de Base” y del “Tratado del Saber Vivir”, que proporcionaron los mejores argumentos a la generación que eclosionó en el 68, hasta su reciente “Llamamiento a la vida contra la tiranía del Estado y la mercancía”, su pensamiento ha evolucionado según hemos podido comprobar a lo largo de más de una veintena de libros, siendo el autor que mejor ha conectado la visión subversiva de la realidad presente con la radicalidad crítica formulada en los años sesenta del pasado siglo. La lectura de esta reciente entrevista, aparecida truncada en un medio oficial, me ha incitado a traducirla en su integridad y a difundirla “para uso de las nuevas generaciones” en otros medios más apropiados.

Miguel Amorós, 3 de septiembre de 2019.

NO TENEMOS OTRA ALTERNATIVA QUE INTENTAR LO IMPOSIBLE

Entrevista a Raoul Vaneigem realizada por Nicolas Truong y publicada en el diario “Le Monde”, 31 de agosto de 2019

¿Cuál es la naturaleza de la mutación -o del derrumbe- en marcha? ¿En qué sentido el fin del mundo no es el fin del mundo, sino el comienzo de uno nuevo? ¿Y cuál es la civilización que veis asomarse tímidamente sobre los escombros de la anterior?

Aunque fracasase en implementar el proyecto de la autogestión de la vida cotidiana, el Movimiento de las Ocupaciones, que fue la tendencia más radical de Mayo del 68, ha podido sin embargo jactarse de un logro de importancia considerable. Suscitó una toma de conciencia que marcaría un punto de no-retorno en la historia de la humanidad. La denuncia masiva del welfare state -del estado del bienestar consumista, de la felicidad pagada a plazos- dio un golpe mortal a virtudes y conductas impuestas desde hacía milenios y que pasaban por inquebrantables verdades: el poder jerárquico, el respecto de la autoridad, el patriarcado, el miedo a y el desprecio de la mujer y de la naturaleza, la veneración de los ejércitos, la obediencia religiosa e ideológica, la competencia, la depredación, la competición, el sacrificio, la necesidad de trabajar.

Entonces se abrió camino la idea de que la verdadera vida no podía confundirse con la supervivencia que reduce al hombre y la mujer a la condición de bestia de carga y de ave de presa. Ha llegado a creerse que esa radicalidad había desaparecido, barrida por rivalidades internas, por luchas de poder, o debido al sectarismo contestatario; la vimos sofocada por el gobierno y el Partido Comunista, la última victoria de éste. En verdad fue devorada por la formidable oleada de un consumismo triunfante, el mismo que en la actualidad la depauperación creciente contrae lentamente pero sin descanso.

Y aún así, a pesar de la recuperación y de la amplia ocultación de tal movimiento de emancipación ¿qué es lo que estaba a punto de pasar?

Era como si se olvidara que la incitación desbocada a consumir conllevaba la desacralización de los valores antiguos. La liberación ficticia, pregonada por el hedonismo de supermercado, propagaba una abundancia y una diversidad de opciones que solo tenían un inconveniente, el de tener que pagar a la salida. De ahí nació un modelo de democracia en el que las ideologías se difuminaban en provecho de los candidatos, cuya campaña promocional se efectuaba con las técnicas publicitarias más probadas. El clientelismo y la atracción mórbida del poder acabaron de arruinar un pensamiento cuyo alarmante deterioro ningún gobierno teme exhibir.

Cinco decenios han conseguido que se olvide que, bajo la conciencia proletaria, laminada por el consumismo, se manifestaba la conciencia humana a la que un largo letargo no impidió un resurgimiento repentino. La civilización de mercado no es más que el traqueteo de una máquina que tritura el mundo para exprimirle beneficios bursátiles. Mientras todo acaba por bloquearse por arriba, por abajo se materializa en el cuerpo social un sentido de lo humano, una prioridad del ser. En consecuencia, el ser ya no halla su lugar en la burbuja del tener, en los engranajes de la mundialización especuladora. Dado que a partir de ese momento la vida del ser humano y el desarrollo de su conciencia van a ser prioritarios en la insurrección en marcha, me siento con autoridad para evocar el nacimiento de una civilización donde, por vez primera, la facultad creadora inherente a nuestra especie estará libre de la tutela opresiva de los dioses y los amos.

Desde 1967, Vd. no para de describir la agonía de la civilización de mercado. No obstante, esta perdura y se desarrolla más cada día que pasa en la era del capitalismo financiero y digital. ¿No es Vd. prisionero de una visión progresista (o teleológica) de la historia compartida con el neoliberalismo por más que lo combata?

No me importan las etiquetas, las categorías o cualquier otra cosa que salga de los almacenes del espectáculo. Un sistema que se atasca tiene el inconveniente de que su disfuncionamiento puede durar mucho tiempo. Numerosos economistas no paran de gritar como descosidos anunciando un crac financiero ineluctable. Catastrofismo o no, la implosión de la burbuja monetaria está a la orden del día.

El venturoso efecto de un capitalismo que continúa hinchándose hasta reventar, es que a semejanza de un gobierno que en nombre de Francia reprime, condena, mutila, deja tuerto y empobrece al pueblo francés, incita a los de abajo a defender su existencia diaria por encima de todo. Estimula la solidaridad local, anima a responder mediante la desobediencia civil y la auto-organización a los que se resarcen de la miseria, invita a tomar en mano la res publica, la cosa pública que cada día arruinan más y más los fraudes de los poderes financieros. Dejemos que los intelectuales debatan los conceptos de moda en las tristes canchas del egotismo, están en su derecho.

Lo que más atrae mi interés es la creatividad que, en los pueblos, barrios, ciudades y regiones, empieza a reinventar la enseñanza echada a perder por el cierre de escuelas y la educación concentracionaria; a restaurar el transporte público; a descubrir nuevas fuentes de energía gratuita; a propagar la permacultura al renaturalizar las tierras envenenadas por la industria agroalimentaria; a promover la horticultura y la alimentación sana; a festejar el apoyo mutuo y la alegría solidaria. La democracia está en las calles, no en las urnas.

Hablar de “totalitarismo democrático” o de “codicia concentracionaria” con respecto a nuestro mundo ¿es la manera apropiada de describir la realidad o bien no es más que demagogia revolucionaria?

Denunciar a los opresores y manipuladores no me parece ahora necesario, ya que la mentira se ha vuelto más que evidente. Cualquier recién venido dispone de lo que podríamos llamar “la escala de Trump” con la que medir el nivel de deficiencia mental de los falsificadores sin necesidad de recurrir al juicio moral. Pero lo importante no es eso. Hicieron falta muchos años de embrutecimiento para que un Goebbels tuviera en cuenta que “cuanto más grande es la mentira, mejor funciona”. Quien hoy contemple el estado del sector hospitalario o recuerde las promesas de mejoras ministeriales comprenderá fácilmente que tratar al pueblo como a un atajo de imbéciles no hace sino subrayar los estragos sicopatológicos que sufre la gente del poder.

A mí no me queda otra que apostar por la vida. Me inclino a pensar que bajo el rol de policía, juez, procurador, periodista, político, manipulador, tribuno o experto en subversión, existe un ser humano que soporta cada vez peor la ausencia de autenticidad vivida a la que le ha condenado la alienación de la mentira lucrativa. Soy ajeno a la idea de situarme más a la izquierda que el izquierdista más conspicuo. Es como la idea de plusvalía. No soy jefe, ni gestor de un grupo, ni gurú, ni mentor. Siembro mis ideas sin preocuparme por la fertilidad del suelo en el que caerán. En el caso presente, tengo motivos para congratularme por la aparición de un movimiento que no es populista -tal como lo desearían los instigadores de un caos propicio a los chanchullos-, sino que se trata de un movimiento popular, que proclama desde el principio el rechazo de los jefes y representantes autoproclamados. Eso me quita preocupaciones y me reafirma en la convicción de que mi felicidad personal es inseparable de la felicidad de todos y todas.

El movimiento de los “chalecos amarillos” ¿es reaccionario o revolucionario?

El movimiento de los “chalecos amarillos” solo es el epifenómeno de una conmoción social que corrobora la ruina de la civilización de mercado, y no ha hecho más que empezar. Todavía sufre la mirada embobada de los intelectuales, esos deshechos de una cultura anquilosada, quienes tanto tiempo hace que se toman por conductores del pueblo que no se percatan de que, de la noche a la mañana, han sido puestos de patitas en la calle. Pues sí, ese pueblo ha decidido no tener más guía que sí mismo. Tanteará, balbuceará, errará, caerá y se levantará, pero es poseedor de esa luz del pasado, esa aspiración a una vida verdadera y a un mundo mejor que los movimientos de emancipación, antaño reprimidos, machacados o aplastados, en sus impulsos rotos han confiado a nuestro presente a fin de que se retomen en origen y se culminen.

¿Por qué se ha instaurado un estéril enfrentamiento entre el “izquierdismo paramilitar” y las “hordas policiales”, particularmente desde las manifestaciones contra la ley del trabajo? ¿Cómo salir de él?

Los tecnócratas se obstinan como animales caídos en la trampa de su impotencia arrogante con un cinismo que no sirve más que para atormentar al pueblo, hasta el punto de que resulte asombrosa la moderación mostrada por la cólera popular. El black bloc es la expresión de una cólera alimentada conscientemente por la policía. Se trata de una cólera ciega, fácil de apagar por los mecanismos de la ganancia mundiales. Romper símbolos no es lo mismo que romper el sistema. Es peor que una estupidez, es un desahogo precipitado, poco satisfactorio, frustrante, es el desvío de una energía que estaría mejor empleada en la indispensable construcción de comunas autogestionadas. No me solidarizo con ningún movimiento paramilitar y deseo que el movimiento de los “chalecos amarillos” en particular, y el de la subversión popular en general, no se deje arrastrar por una cólera ciega por la que se deslizaría la generosidad de lo vivo y la conciencia humana. Yo estoy por la expansión del derecho a la felicidad, por un “pacifismo insurreccional” que convierta la vida en un arma absoluta, un arma que no mate.

Vuestra concepción de la insurrección es a la vez radical (negativa a dialogar con el Estado, justificación del sabotaje, etc.) y comedida (rechazo de la lucha armada, de la cólera reducida al estropicio, etc.) ¿Cuál es vuestra ética de la insurrección?

Tras la llamarada de Mayo del 68 no he visto más insurrecciones que la aparición del movimiento zapatista de Chiapas, la emergencia de una sociedad comunalista en Rojava y, en un contexto muy diferente, el nacimiento y multiplicación de las ZAD, las zonas a defender donde la resistencia de una región a la implantación de nocividades ha dado lugar a una solidaridad basada en el vivir juntos. No sé qué significa una ética de la insurrección. Simplemente nos encontramos ante experiencias llenas de alegría y furor, de avances y retrocesos. Entre todos los interrogantes que se plantean, dos me parecen indispensables. ¿Cómo impedir la avalancha de valentones estatistas devastando los lugares para vivir en los que la gratuidad se aviene muy mal con la lógica del beneficio? ¿Cómo evitar que una sociedad que proclama la autonomía individual y colectiva, permita que en su seno se constituya la vieja oposición entre la gente de poder y una base que confía demasiado poco en su potencialidad creadora?

Decís que ni patriarcado, ni matriarcado. ¿Por qué hay que ir más allá del machismo y del feminismo? ¿Y que es lo que entendéis por “preeminencia acrática de la mujer”?

La trampa del dualismo impide la superación de la contradicción. No luché contra el patriarcado para que le sucediese un matriarcado, que es lo mismo pero al revés. Hay algo masculino en la mujer y algo femenino en el hombre, lo que muestra una gama lo bastante amplia para que la libertad del deseo amoroso se module a gusto. Lo que me apasiona en el hombre y en la mujer es el ser humano. Nunca admitiré que la emancipación de la mujer consista en acceder a aquello que volvió despreciable al macho: el poder, la autoridad, la crueldad guerrera y depredadora. Una mujer ministro, jefe de Estado, policía, gente de negocios, vale tanto como el macho que un día la consideró menos que nada.

Por contra, ahora toca percatarse de que existe una relación entre la opresión de la mujer y la opresión de la naturaleza. Ambas surgen durante el paso de las civilizaciones preagrarias a la civilización agromercantil de las ciudades-Estado. Me ha parecido que la sociedad que se esboza hoy, en razón de una nueva alianza con la naturaleza, tendría que marcar el final de la antiphysis (de la antinaturaleza) y, a partir de ahí, reconocer en la mujer el predominio “acrático”, es decir, sin poder, que reinaba antes de la instauración del patriarcado. He tomado el calificativo a la corriente libertaria española de los ácratas.

[en la entrevista la siguiente pregunta ha sido suprimida en su integridad junto con la respuesta correspondiente sin advertir al entrevistado]

¿Por qué consideráis que el intelectual es “un poeta que reniega de sí mismo” y juzgáis vanas las controversias intelectuales (del post estructuralismo al feminismo, del supervivencialismo o preparacionismo al animalismo)?

La poesía es la vida. El intelectual se envanece por el desempeño de una función igual de alienante que la función manual, ambas salidas del trabajo y de la división del mismo. Se halla enfrentado con el cuerpo, cuyas pulsiones trata de domeñar en vez de afinarlas. Es un tipo cuyas ideas, por interesantes que puedan ser, están separadas de la vida, y cortadas de esa clase de inteligencia sensible que emana de nuestras pulsiones vitales. Las ideas “trabajadas minuciosamente por la mente” nutren una inteligencia abstracta que nunca se desprende del poder que intenta ejercer sobre el propio cuerpo y sobre el cuerpo social.

Vd. escribe: “la comuna revoca el comunitarismo”. ¿Qué es lo que os autoriza a pensar que cuando llegue la era de la autogestión de la vida, los problemas sociales (correlaciones de dominación de toda clase, misoginia, identitarismo, etc.) se resolverán? ¿De qué manera la emergencia de un nuevo estilo de vida nos protegería del egoísmo, del poder y de los prejuicios?

Nada se conserva para siempre, pero la conciencia humana es un poderoso motor de cambio. Durante una conversación con el “subcomandante insurgente” Moisés, en la base zapatista de La Realidad, en Chiapas, éste explicaba: “Los mayas siempre han sido misóginos. La mujer era para ellos un ser inferior. Para cambiar eso, hemos tenido que insistir en que las mujeres aceptaran un mandato en la “junta de buen gobierno” donde se debaten las decisiones de las asambleas. Hoy en día su presencia es muy importante, ellas lo saben y a ningún hombre se le ocurriría tratarlas con altivez”. Siempre se ha identificado al progreso con el progreso técnico que, desde los tiempos de Gilgamesh hasta nuestros días, ha dado pasos de gigante. En cambio, si nos atenemos a las diferencias entre la población de las primeras ciudades-Estado y los pueblos actuales sometidos a las leyes del beneficio privado, el progreso de la suerte reservada a todo lo humano es incontestablemente ínfimo. Quizás ya sea tiempo de explorar las inmensas potencialidades de la vida y de privilegiar por fin el progreso del ser, no el del tener.

Por qué el zapatismo es una de las tentativas más logradas de la autogestión de la vida cotidiana?

Tal como dicen los zapatistas, “nosotros no somos un modelo, somos una experiencia”. El movimiento zapatista nació de una colectividad campesina maya. No es exportable, pero se pueden sacar lecciones de la nueva sociedad de la cual trata de sentar las bases. La democracia directa postula la oferta de mandatarios que, apasionados en un dominio particular, quieren poner sus conocimientos al servicio de la colectividad. Son delegados, durante un tiempo limitado, en la “junta de buen gobierno”, donde rinden cuentas a las asambleas del resultado de sus gestiones. La puesta en común de las tierras resolvió los conflictos, a menudo sangrientos, que ponían a unos propietarios de parcelas contra otros. La prohibición de las drogas evitó la intrusión de narcotraficantes, cuyas atrocidades pesan abrumadoramente en gran parte de México. Las mujeres consiguieron que el alcohol fuera prohibido, pues éste amenazaba con reavivar las violencias machistas que otrora sufridas durante mucho tiempo. La Universidad de la Tierra de San Cristóbal imparte la enseñanza gratuita de una gran variedad de oficios. No se entregan diplomas. Las únicas condiciones exigidas son el deseo de aprender y las ganas de propagar el saber aprendido por todas partes. Estamos ante una simplicidad capaz de erradicar la complejidad burocrática y la retórica abstracta que hacen que nos olvidemos de nosotros mismos a lo largo de toda nuestra existencia. La conciencia humana es una experiencia en marcha.

[en la publicación, la siguiente pregunta, así como la respuesta, fueron suprimidas sin informar al entrevistado]

¿Es posible salir de la espiral de violencia?

Hay que preguntarle al gobierno y recordarle las palabras de Blanqui: “Sí señores, es la guerra entre los ricos y los pobres, los ricos lo han querido así y son en efecto los agresores. Con la particularidad de que estos consideran como nefasto el hecho de que los pobres opongan resistencia. Al referirse al pueblo dirán sin ambages: es un animal tan feroz que se defiende cuando lo atacan”. El proyecto de Blanqui, que propugnaba la lucha armada contra los explotadores, merece ser examinado bajo la luz de la evolución conjunta del capitalismo y el movimiento obrero, que luchaba para acabar con él.

La conciencia proletaria que aspiraba a fundar una sociedad sin clases fue una forma transitoria en la que se encarnó la conciencia humana, en una época donde el sector de la producción no había cedido la preeminencia a la colonización consumista. Esa conciencia humana es la que resurge hoy en la insurrección de la que los “chalecos amarillos” son la señal anunciadora. Asistimos a la emergencia de un “pacifismo insurreccional” que, armado solamente con una irreprimible voluntad de vivir, se opone a la violencia destructora del gobierno. El Estado no puede ni quiere escuchar las reivindicaciones de aquel al que se le priva gradualmente de todo lo que constituía el bien público, su res publica.

Obviamente, la dignidad humana y la obstinada determinación de los insurrectos son precisamente dos cosas que están ahorrando a los sinvergüenzas de la república una oleada de violencias que les alcanzaría de lleno hasta en los guetos de dinero sucio. El colmo de la estupidez se lo llevan quienes no encuentran nada mejor que hacer que lanzar dardos contra un movimiento que les está evitando una justa reacción adversa a sus violencias. Azuzan a sus perros guardianes mediáticos y multiplican las provocaciones exhibiendo ante la mirada de los más necesitados los signos exteriores y ridículos de la riqueza. El cuidado que ponen en recuperar, o incluso alentar con eficacia a los incendiarios de contenedores y a los devastadores de lunas de escaparate ¿no viene a demostrar que lo que están buscando no es una verdadera guerra civil sino su espectáculo, su puesta en escena? Como todo el mundo sabe, el caos es propicio a los negocios.

Los dirigentes no tienen más sostén que las ganancias, cuya inhumanidad les corroe. No poseen más inteligencia que la del dinero que cosechan. Son la barbarie cuya legitimidad usurpada no cejarán de anular los insurrectos.

Privilegiar al ser humano, organizarse sin jefes ni delegados autonombrados, asegurar la preeminencia del individuo consciente sobre el individualismo mugiente del rebaño populista, para la insurrección en marcha y para la población del globo son esas las mejores garantías del derrumbe del sistema opresor y de su violencia destructiva.

El clima se recalienta, la biodiversidad se erosiona y la Amazonia arde. La lucha contra la devastación de la naturaleza que moviliza a una parte de la población mundial y de la juventud ¿podría ser a lo mejor una de las palancas de la “insurrección pacifista” que propugnáis?

El incendio de la selva amazónica forma parte de un vasto programa de desertización que la rapacidad capitalista impone a los Estados del mundo entero. Parece cuando menos ridículo ofrecer condolencias a esos Estados que no dudan en devastar sus propios territorios nacionales en nombre de la prioridad acordada a las ganancias. Por todos lados los gobiernos talan los bosques, ahogan los océanos bajo el plástico, envenenan deliberadamente los alimentos... Gas de fracking, prospecciones petrolíferas y auríferas, soterramiento de residuos nucleares, solo son un detalle frente a la degradación climática que cada día acelera la producción de nocividad por empresas cercanas a nuestras casas, al alcance de la mano del pueblo víctima de ellas. Los gobernantes, por su parte, obedecen las leyes de Monsanto y acusan de ilegalidad a un alcalde que prohíbe los pesticidas en todo su municipio. Se le achaca el crimen de preservar la salud de sus vecinos. Ahí es donde se sitúa el combate, en la base de la sociedad, donde la voluntad de vivir mejor brota de la precariedad de la existencia.

En ese combate, el pacifismo está fuera de lugar. En este asunto quiero desprenderme de cualquier ambigüedad. El pacifismo corre el peligro de no ser más que una pacificación, un humanitarismo abogando por el retorno al nicho de los resignados. Por otra parte, no hay nada más pacífico que una insurrección, aunque nada resulte más odioso que las guerras conducidas por el izquierdismo paramilitar, ese donde los jefes se dan prisa en imponer su poder a un pueblo del que presumen ser sus liberadores. Pacifismo sacrificial e intervención armada son los dos polos de una contradicción que hay que superar. La conciencia humana progresará de manera apreciable cuando los partidarios del pacifismo ovino hayan comprendido que no hacen más que dar al Estado el derecho de golpear y mentir cada vez que se prestan al ritual de las elecciones para escoger, según las libertades de la democracia totalitaria, a unos representantes que solamente se representan a sí mismos, celebrando plebiscitos que convertirán los intereses públicos en intereses privados.

En lo relativo a los partidarios de la cólera vengadora, cabe esperar que, casados de los juegos de rol escenificados por los medios de comunicación, aprendan y se dediquen a llevar el fuego y la espada a los lugares donde los ataques golpeen de verdad al sistema: las ganancias, la rentabilidad, la cartera. Propagar la gratuidad es la aspiración más natural de la vida y de la conciencia humana, el mayor privilegio que esta nos ha dado. El apoyo mutuo y la solidaridad festiva de la que hace gala la insurrección de la vida cotidiana son el arma contra la que no podrá ninguna arma de matar. No destruir jamás a ningún hombre, destruir lo que le deshumaniza. Acabar con quien pretenda que paguemos el derecho imprescriptible a la felicidad. ¿Utopía? Como queráis. No tenemos más alternativa que o intentar lo imposible, o arrastrarnos como gusanos bajo las bota de hierro que nos aplasta.

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