Brújula para no votar

Brújula para no votar

Agustín Guillamón

Ayer

Sólo nos interesa la crítica de la democracia desde el punto de vista de su superación en la práctica de unas nuevas relaciones sociales de producción, que la despojen de su actual naturaleza de clase. Crítica de la democracia y crítica del totalitarismo son al mismo tiempo crítica de dos formas distintas pero complementarias de gobierno del capitalismo.

Se trata de vislumbrar las formas y el contenido de la autoorganización propias de un mundo sin clases, sin ejército ni policías ni fronteras, sin salariado ni capital, sin Estado. La democracia representativa es una forma alienada de la libertad humana.

Cuando hablamos de libertad, hablamos de la libertad de los esclavos asalariados, de la libertad de aquellos que no tenemos poder de decisión sobre las leyes, decretos o acuerdos que afectan a nuestra vida cotidiana y al futuro de nuestros hijos y nietos. Cuando hablamos de libertad hablamos de suprimir cualquier separación entre dirigentes y dirigidos, entre representantes y representados. Hablamos de la libertad de los excluidos y marginados del sistema. Hablamos de la libertad y del poder de decisión de la inmensa mayoría, actualmente ninguneada por las periódicas elecciones de unos representantes que no nos representan.

Libertad y democracia son opuestas y contradictorias, porque la libertad es incompatible con la existencia del Estado. En el polo opuesto, el fascismo se opone a la democracia porque considera que ésta es incapaz de una defensa eficaz del Estado.

Los fundamentos de la democracia burguesa son la desigualdad económica y la explotación del trabajo asalariado. Si la emancipación de los trabajadores de la explotación capitalista ha de ser obra de los propios trabajadores, si los trabajadores han de emanciparse por sus propios medios, si nadie nos representa ni puede representarnos porque el sistema los convierte en defensores del sistema capitalista y de su lógica electoralista, ha llegado la hora de ejercer la democracia directa desde el poder de decisión sobre todo aquello que afecta a nuestras vidas y al futuro de nuestros hijos y nietos.

La revolución social consiste en crear nuevas relaciones sociales no mercantiles, de carácter cooperativo, solidario y fraternal. Ha de suprimir las divisiones empresariales, el dinero como mediador universal y el trabajo como actividad separada de la vida cotidiana. Es una tarea inmensa, pero también es un programa irrenunciable, porque es la única vía a un mundo humano y sostenible.

El parlamentarismo es el pacto y la negociación permanente que establecen entre sí los distintos partidos del capital para encontrar la gestión más adecuada y rentable del capitalismo, que unas veces puede ser la democrática, otras la fascista y, cada vez con mayor frecuencia, una sabia combinación de ambas. Una organización revolucionaria de la clase explotada no puede ser parlamentaria, y en cuanto se hace parlamentaria deja de defender los intereses de la clase explotada. Ahí están Podemos y la CUP, si es que en alguna ocasión fueron realmente subversivos y antisistema, que sería mucho decir.

Las elecciones democráticas disfrazan la brutal y permanente violencia política, social y económica de la burguesía contra el proletariado con una papeleta de voto, a la que se atribuyen poderes mágicos y que esconde la ilusión de poder cambiar “algo” por medios parlamentarios. El Estado aparece como un árbitro neutral, pero es sólo un disfraz fetichista que, en momentos de crisis, no puede ocultar que su papel no es, ni puede ser otro, que el de garante del sistema capitalista en contra de las revueltas y rebeliones del proletariado.

La ideología demócrata impone la ilusión de que la democracia es el conjunto de métodos, representatividad y derecho que aseguran y reglamentan la vida social de los ciudadanos libres. La representación parlamentaria se asienta sobre la ficción de que se abandona la violencia, que el Estado es un árbitro justo e imparcial y de que todos los ciudadanos son iguales ante la ley.

Los discursos sobre la democracia y los derechos humanos aparecen como inapelables y destierran, en teoría, la violencia de las relaciones sociales, excepto cuando atañe a los intereses económicos, impuestos tiránicamente por el FMI o el Banco Mundial a pueblos y ciudadanos indefensos, con durísimas medidas que afectan a su vida cotidiana y al futuro de las próximas generaciones.

La democracia burguesa se fundamenta en la existencia de individuos aislados, insolidarios y separados entre sí, en los que la libertad de cada persona es delimitada por la libertad de otro individuo.

La libertad sólo puede expresarse desde la Comunidad humana, en el seno de una sociedad comunista, solidaria e igualitaria que, a día de hoy, jamás ha visto la luz en el planeta.

El comunismo presupone la destrucción del Estado, del dinero y de las empresas, esto es, de la separación entre productor y producción. La Comunidad humana no es democrática ni totalitaria; está más allá de la política. Se fundamenta en la desaparición de ese individuo egoísta, aislado e insolidario, propio de la sociedad burguesa y del capitalismo. Da paso al espécimen humano solidario, insertado en una colectividad, que coopera con los demás seres humanos y desea proteger a las generaciones futuras, sin más ambición ni perspectiva que el de conservar los recursos naturales y mejorar el porvenir de la especie, hoy amenazada de extinción.

Libertad y poder van íntimamente unidos. No hay libertad sin poder. Libertad es siempre el poder de decidir sobre todas aquellas cuestiones que afectan a nuestra vida cotidiana y al futuro de nuestros hijos y nietos. Libertad es siempre el poder de hacer cosas, sin limitaciones por parte de organismos ajenos a la Comunidad humana, sin sumisiones a fetiches de ningún tipo, ya sean el Estado, la patria, el líder o la Sagrada Economía.

Libertad es el poder colectivo de acordar las prioridades y la satisfacción de las necesidades por parte de la Comunidad humana, fruto de la propensión de los humanos a asociarse y a transformarse en esa asociación.

Que las relaciones entre individuos en la sociedad capitalista otorgan el poder a determinados líderes para representarnos a todos y decidir sobre todo, en lugar de la mayoría. Esa representatividad eterna, esa delegación del poder de decidir se fija en formas permanentes de representación: las instituciones estatales. La existencia de ese poder institucionalizado es incompatible con la libertad. Estado y libertad son incompatibles. Individuo y libertad son polos opuestos, porque la individualidad egoísta es propia de la sociedad capitalista y de su separación de los individuos respecto a la Comunidad humana. La libertad sólo es posible en el seno de la comunidad, como partícipe de una colectividad en una sociedad comunista, como miembro de la especie humana.

La abolición del Estado supone oponerse a una sociedad en la que los diversos poderes están institucionalizados, centralizados y jerarquizados con el único objetivo de perpetuar la división de la sociedad en clases. Poder y libertad son inseparables. La libertad es el poder de actuar sobre la realidad y las condiciones de nuestra existencia para transformarla. La libertad no es una bella idea abstracta y luminosa, pero inoperante, sino una lucha constante, una organización eficiente y una conquista histórica. Un esclavo sólo puede ser libre cuando lucha por su libertad y en ese mismo combate, aunque perezca en la lucha.

La libertad es una idea que nace con la emancipación práctica del individuo en el seno de sociedades esclavizadas y autoritarias, que sólo alcanzará su objetivo y realización final en una sociedad sin clases y sin Estado en la que los individuos dejen de estar separados y enfrentados porque forman parte de la Comunidad humana en el seno de una sociedad comunista y solidaria.

La democracia es el terreno privilegiado de la contrarrevolución, donde los intereses divergentes de la sociedad capitalista se reconocen en su oposición, a condición de plegarse siempre al llamado “interés general”, esto es, al respeto al Estado como árbitro “neutral”. En sus comienzos la democracia sólo fue política y el Estado democrático aparecía como defensor de la comunidad de seres humanos creada por el sufragio universal. Su separación de la vida social era patente. El patrón se limitaba a comprar la fuerza de trabajo al menor coste posible, o a aumentar la jornada laboral sin incrementar los salarios. La principal intervención del Estado era la represión obrera.

Más tarde apareció el Estado del bienestar, y en tiempos de Bismarck el Estado ya aparecía como regulador e intermediario que aseguraba salarios, seguridad social, horarios de trabajo, así como una fuerte presencia de la socialdemocracia en el Parlamento que aseguraba la posibilidad de importantes reformas y la integración del movimiento obrero en la sociedad y el Estado alemán. El llamado Estado del bienestar alcanzó su cénit en Estados Unidos, Europa y Japón en los treinta años que siguieron al final de la Segunda guerra mundial. Capitalismo y democracia aparecían como el mejor de los mundos posibles en toda la historia de la humanidad: una sociedad imperfecta pero mejorable.

 

Hoy

Tras la crisis de 2007, y la consiguiente depresión, el Estado del bienestar ha quebrado en todas partes y, hoy, los individuos están sometidos a influencias impersonales y deshumanizadas, que obedecen ciegamente a la lógica abstracta, incomprensible e irracional de la Sagrada Economía. Jamás los individuos se habían enfrentado a una dominación tan impersonal, omnipresente, ajena y extraña, tan intangible como la actual.

En otros tiempos se podía soñar con matar al tirano, e incluso a veces las grandes revoluciones lo hacían, como sucedió con Luis XVI. Hoy es una tontería creer que cambiaría algo derrocando o juzgando al tirano tal o cual, o a tal o cual líder. Sería un gesto tan inútil como votar a su favor o en su contra. Cuanto más impotente es el “ciudadano” para cambiar su vida cotidiana, más debe escenificarse la infinita conquista de derechos ficticios en el teatral escenario de las elecciones democráticas. Goza de especial relieve mediático y propagandístico la puesta en escena del derecho a designar a nuestros representantes, que en Francia serían los de la comuna, el departamento, la región, el Estado o las instituciones europeas. Representantes que, de hecho, no representan nada ni a nadie, como no sea los intereses de los grandes grupos de presión (lobbies) o del interés general del capital financiero internacional.

Quienes votan han de mirar para otro lado y renegar del subversivo método deductivo de Sherlock Holmes. Cuando se acumulan y multiplican las oportunísimas casualidades, reiteradas y habituales, de accidentes mortales, suicidios, ataques al corazón, atropellos, muertes súbitas, caídas al vacío y, en suma, convenientes, repetidísimas y acertadas desapariciones, precisamente de aquellas personas que pueden incriminar, perjudicar o perturbar a los todopoderosos… es mejor, por pura acomodación a la realidad imperante, no señalar con el índice y la palabra la evidencia del plan operativo de un grupo de élite, con carta blanca, licencia para matar y acceso ilimitado a los fondos estatales para reptiles. Y nada puede hacerse, porque sospechas y casualidades no prueban nada, ni llevan a ningún puerto. Prohibido pensar, permitido votar.

Y, por eso, el común de la población sigue nombrando a sus representantes en periódicas elecciones, incluso ilusionada cuando aparecen nuevas caras, ya que por lo menos se nos garantiza que no vivimos bajo una dictadura totalitaria, donde el horror es permanente y se practica la tortura en los sótanos de los ministerios. Mejor la democracia que un terror policial y estatal demasiado evidente. Y es así como el terror domina incluso en territorios donde no se practica la tortura y en el pensamiento de individuos no amenazados: ¡si no votas, favoreces al fascismo! ¡vota corruptos, vota recortes, vota precariedad, vota miseria! ¡Que, si no votas, viene el lobo fascista!

En todos los países surgen democráticas leyes mordaza que reducen a la nada derechos y libertades de expresión, de asociación, de manifestación, de sindicación y huelga… que protegen el derecho de nuestros representantes a representarnos y anularnos política y socialmente. Es un totalitarismo de apariencia y formas democráticas.

 

Conclusiones

Hace 80 años, democracia y fascismo eran dos formas distintas de gobierno a disposición del Estado capitalista; hoy, se han fusionado en un mismo método totalitario, formalmente democrático, con unas votaciones que no deciden nada, pero esencial y profundamente fascista, con unas omnipotentes cloacas al servicio del Estado y unos medios de comunicación y propaganda sumisos al poder real y absoluto del capital financiero y de los gestores de las multinacionales. Todo al servicio de la Sagrada Economía. Ya no es posible creer que una papeleta en una urna pueda cambiar o suavizar el totalitarismo democrático que nos tiraniza. Votar es yugo, derrota y sumisión.

 

Agustín Guillamón

Barcelona, abril 2018

 

 

 

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