Razones para la anarquía

Autor / es: 
Noam Chomsky

Fragmento del primer capítulo del libro de Noam Chomsky Razones para la anarquía publicado por Malpaso Ediciones. Introducción de Nathan Schneider; traducción de Álex Gibert.

Apuntes sobre el anarquismo

En la década de 1890 un escritor francés simpatizante del anarquismo escribió que «el anarquismo tiene anchas y robustas espaldas y, como el paño, es capaz de soportar cualquier carga», incluida la de ciertos militantes que hacen más daño a la causa que «su peor enemigo».1 Ideas y prácticas calificadas de «anarquistas» las ha habido de muchas clases, sería inútil tratar de encuadrar todas estas tendencias divergentes en el marco de una ideología o teoría general. Y aunque procediéramos a extraer de la historia del pensamiento libertario una tradición viva, en permanente evolución, como hace Daniel Guérin en L’Anarchisme, sería arduo formular sus doctrinas como una teoría específica y determinada de la sociedad y el cambio social. El historiador anarquista Rudolf Rocker, cuya obra ofrece un análisis sistemático de la deriva del pensamiento anarquista hacia un anarcosindicalismo similar al de Guérin, pone el dedo en la llaga cuando escribe lo siguiente:

El anarquismo no es un sistema social fijo, hermético, sino una tendencia manifiesta en la evolución histórica de la humanidad, que, a diferencia de la tutela intelectual que ejercen las instituciones eclesiásticas o gubernamentales, aspira al desarrollo libre y expedito de todas las fuerzas individuales y sociales del hombre. Ni siquiera la libertad es un concepto absoluto, es sólo relativo, pues tiende a expandirse sin cesar y a alcanzar ámbitos cada vez más amplios de las formas más diversas. Para el anarquista, la libertad no es un concepto filosófico abstracto, sino la posibilidad concreta y fundamental que tiene cada ser humano de desarrollar plenamente las facultades, capacidades y talentos que le concede la naturaleza y ponerlos al servicio de la sociedad. Cuanto menos interfiera en este desarrollo natural del hombre el control eclesiástico o político, tanto más eficaz y armoniosa llegará a ser la personalidad humana y mejor muestra dará de la cultura intelectual de la sociedad que la ha engendrado.2

Cabría preguntarse qué interés puede tener el estudio de «una tendencia manifiesta en la evolución histórica de la humanidad» en el que no encuentra expresión ninguna teoría social concreta y pormenorizada. En efecto, muchos comentaristas desdeñan el anarquismo, calificándolo de ideal utópico, informe, primitivo y, en todo caso, incompatible con las realidades de una sociedad compleja. Sin embargo, nada impide adoptar una perspectiva muy distinta y afirmar que, en cada estadio de la historia, nuestro propósito debería ser erradicar aquellas formas de autoridad y opresión originarias que si bien en su momento pudieron tener una justificación por motivos de seguridad, supervivencia o desarrollo económico, en la actualidad agudizan la miseria material y cultural en lugar de contribuir a paliarla. Desde este punto de vista, no hay ninguna doctrina del cambio social fija, válida para el presente y el futuro, como tampoco existe necesariamente una idea concreta e inalterable de las metas hacia las que debería tender el cambio social. Nuestra comprensión de la naturaleza humana y de la variedad de formas viables de sociedad es sin duda tan rudimentaria que cualquier doctrina con pretensiones universales debe contemplarse con el mayor escepticismo, del mismo modo que deberíamos desconfiar cada vez que oigamos que la «naturaleza humana» o «los imperativos de la eficiencia» o «la complejidad de la vida moderna» requieren tal o cual forma de opresión o autocracia.

Sin embargo, en cada época concreta tenemos sobrados motivos para desarrollar, hasta donde nuestro entendimiento lo permita, una realización específica de esta «tendencia manifiesta en la evolución histórica de la humanidad» que sea acorde con los desafíos del presente. Para Rocker, «el desafío que nos plantea nuestra época es el de liberar al hombre de la lacra de la explotación económica y la esclavitud política y social»; y la solución no reside en la conquista y el ejercicio del poder estatal, ni en un parlamentarismo embrutecedor, sino en «la reconstrucción de la vida económica de los pueblos desde la base y en el espíritu del socialismo».

Mas sólo los productores están capacitados para ello, pues son el único estamento social creador de valor a partir del que puede surgir un nuevo porvenir. A ellos corresponde despojar al trabajo de los grilletes que le ha impuesto la explotación económica, liberar a la sociedad de todos los mecanismos e instituciones del poder político y abrir camino hacia una alianza de agrupaciones libres de hombres y mujeres basadas en el trabajo cooperativo y en una administración en interés de la comunidad. Preparar a las masas trabajadoras de la ciudad y el campo para este gran objetivo y unirlas en una fuerza militante, tal es el verdadero propósito del anarcosindicalismo moderno, ésa es cabalmente su misión. [p. 108]

En cuanto socialista, Rocker da por sentado que «la auténtica, definitiva y completa liberación de los trabajadores sólo es posible bajo una condición: la apropiación del capital, esto es, de las materias primas y los medios de producción, incluida la tierra, por parte del conjunto de los trabajadores».3 En cuanto anarcosindicalista, insiste además en que en el periodo prerrevolucionario las organizaciones obreras engendran «no sólo las ideas, sino también la realidad del porvenir», encarnando la estructura de la sociedad futura; y aguarda esperanzado la llegada de la revolución que abolirá el aparato estatal y expropiará a los expropiadores. «En lugar del gobierno, proclamamos la administración industrial.»

Los anarcosindicalistas están convencidos de que el orden económico socialista no puede alcanzarse mediante decretos o estatutos gubernamentales, sino en virtud de la colaboración solidaria entre las mentes y los brazos de los trabajadores en cada ramo de la producción; es decir, encumbrando a la dirección de todas las fábricas a los propios trabajadores, de modo que las distintas agrupaciones, fábricas y ramos de la industria pasen a ser los miembros independientes del organismo económico general que se encarguen sistemáticamente de la producción y la distribución de los bienes en interés de la comunidad, mediante acuerdos adoptados libremente. [p. 94]

Esto lo escribía Rocker poco después de que estas ideas se hubieran llevado a la práctica de forma espectacular en la Revolución Española. Justo antes de que estallara esa revolución, el economista anarcosindicalista Diego Abad de Santillán había escrito:

[…] al afrontar el problema de la transformación social, la revolución no puede valerse del Estado como medio, sino que ha de confiar en la organización de los productores.

En este principio nos hemos basado y no vemos que haya necesidad de un poder superior al de los sindicatos para establecer un nuevo orden de cosas. Que alguien nos explique qué función, si es que la hay, puede tener el Estado en una organización económica en la que la propiedad privada ha sido abolida y no hay lugar para el parasitismo y los privilegios arbitrarios. La supresión del Estado exige fuerza y vigor; es tarea de la revolución acabar con el Estado. Una de dos: o la revolución entrega la riqueza social a los trabajadores, en cuyo caso éstos se organizarán con vistas a la distribución colectiva y el Estado dejará de tener sentido; o la revolución no entrega la riqueza social a los productores, en cuyo caso la revolución habrá sido un fraude y el Estado seguirá existiendo.

Nuestro consejo federal de economía no es un poder político sino un poder regulador económico y administrativo. Recibe sus directrices desde abajo y opera con arreglo a las resoluciones de las asambleas regionales y nacionales. Es un organismo de coordinación, nada más.4

En una carta de 1883, Engels se mostraba en franco desacuerdo:

Los anarquistas ponen las cosas patas arriba. Afirman que la revolución proletaria debe empezar por echar abajo la organización política del Estado. […] Pero hacerlo en un momento como éste equivaldría a destruir el único organismo que el proletariado victorioso tiene a mano para imponer la autoridad recién conquistada, mantener a raya a sus adversarios capitalistas y llevar a cabo esa revolución económica de la sociedad sin la cual su victoria terminará inevitablemente en una nueva derrota y una masacre de obreros similar a la que puso fin a la Comuna de París.5

Por su parte, los anarquistas —y, con singular elocuencia, Bakunin— advertían de los peligros que entrañaba una «burocracia roja», llamada a convertirse en «la mentira más vil y deleznable que ha urdido nuestro siglo».6 El anarcosindicalista Fernand Pelloutier se preguntaba: «¿Ese estado transitorio al que hemos de someternos ha de ser por fuerza una cárcel colectivista? ¿Por qué no puede consistir en una organización libre, limitada sólo por las necesidades de la producción y el consumo, despojada ya de toda institución política?».7

No pretendo poder dar respuesta a estas preguntas, pero parece evidente que, a menos que exista algún tipo de respuesta afirmativa, las posibilidades de una revolución de veras democrática que lleve a la práctica los ideales humanistas de la izquierda son escasas. Martin Buber resumía el problema mediante la siguiente imagen: «Nadie puede esperar razonablemente que un arbolillo transformado en un garrote comience a echar hojas».8 En la cuestión de la conquista o destrucción del poder estatal residía el principal desacuerdo entre Bakunin y Marx.9  De un modo u otro, el problema se ha planteado repetidamente a lo largo del siglo que ha transcurrido des de entonces, enfrentando a socialistas «libertarios» y «autoritarios».

Pese a las advertencias de Bakunin sobre la burocracia roja, que encontraron su confirmación en la dictadura de Stalin, al interpretar las pugnas políticas de hace cien años sería un burdo error hacer depender las reivindicaciones de los movimientos sociales contemporáneos de sus orígenes históricos. En particular, es engañoso ver en el bolchevismo un «marxismo llevado a la práctica». Mucho más atinada sería una crítica del bolchevismo por parte de la izquierda a la luz de las circunstancias históricas de la Revolución Rusa.10

El movimiento obrero de la izquierda antibolchevique se opuso a los leninistas porque no sacaron suficiente provecho de los levantamientos rusos para fines estrictamente proletarios. Los bolcheviques, prisioneros de su entorno, usaron el movimiento radical internacional para satisfacer necesidades específicamente rusas, que no tardaron en identificarse con las del partido estatal bolchevique. El componente «burgués» de la revolución rusa comenzó a manifestarse en el propio bolchevismo: el leninismo pasó a formar parte de la socialdemocracia internacional, distinguiéndose de esta última sólo en cuestiones estratégicas.11

A mi entender, si de la tradición anarquista hubiera que entresacar una sola idea rectora, debiera ser la que enunció Bakunin cuando, al hablar de la Comuna de París, se describió a sí mismo en estos términos:

Soy un amante apasionado de la libertad y creo que es la única condición para el desarrollo y crecimiento de la inteligencia, la dignidad y la dicha del hombre; no me refiero a esa libertad puramente formal otorgada, delimitada y reglamentada por el Estado, mentira sempiterna que, en la práctica, se traduce siempre en los privilegios de unos pocos merced a la esclavitud del resto; y tampoco a esa libertad individualista, egoísta, mezquina y ficticia, pregonada por la escuela de J. J. Rousseau y otras escuelas del liberalismo burgués que consideran que el Estado, al delimitar los derechos de cada cual, es la condición de posibilidad de los derechos de todos, idea que conduce de modo inexorable a la reducción de los derechos de cada cual a cero. No, me refiero a la única clase de libertad digna de veras de tal nombre, la libertad que supone el desarrollo pleno de las facultades materiales, intelectuales y morales latentes en cada individuo; la libertad que no reconoce más restricciones que las determinadas por las leyes de nuestra naturaleza; restricciones que no pueden considerarse propiamente tales, puesto que las leyes de las que derivan no nos han sido impuestas por ningún legislador externo, ya se encuentre a nuestra altura o por encima de nosotros, sino que nos son inmanentes e inherentes, y constituyen la base misma de nuestro ser material, intelectual y moral: estas restricciones no limitan nuestra libertad; antes bien, son sus condiciones reales e inmediatas.12

Estas ideas surgen de la Ilustración; hunden sus raíces en el Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres de Rousseau; en Los límites de la acción del Estado, de Humboldt; en la insistencia de Kant, al defender la Revolución Francesa, donde la libertad es la condición previa que permite adquirir la madurez necesaria para ser libre y no el premio que se otorga tras alcanzar dicha madurez. Tras el auge del capitalismo industrial, nuevo e imprevisto sistema de injusticia, el socialismo libertario es el que ha preservado y difundido el mensaje humanista radical de la Ilustración y los ideales liberales clásicos, pervertidos más tarde para servir de sustento a una ideología que respalda el orden social emergente. De hecho, los mismos postulados que condujeron al liberalismo clásico a oponerse a la intervención estatal en la vida social son los que hacen que las relaciones sociales capitalistas les resulten igualmente intolerables. Es evidente, por ejemplo, en Los límites de la acción del Estado de Humboldt, que se anticipó y tal vez inspiró a Mill, y sobre la que volveremos más adelante. Esta obra clásica del pensamiento liberal, concluida en 1792, es en su misma esencia, si bien de forma prematura, profundamente anticapitalista. Las ideas que expone han de ser podadas hasta hacerlas irreconocibles para transmutarlas en una ideología del capitalismo industrial.

La visión de Humboldt de una sociedad en la que las ataduras sociales sean sustituidas por vínculos sociales y el trabajo se haga por propia voluntad, recuerda al primer Marx y sus reflexiones sobre «la alienación del trabajo cuando es algo ajeno al trabajador […] y no forma parte de su naturaleza, […] [cuando] no conduce a su realización personal sino a la negación de sí mismo, […] a su agotamiento físico y su degradación mental», el trabajo alienante que «relega a algunos trabajadores a labores propias de los bárbaros y convierte a otros en máquinas», despojando así al hombre de una «característica connatural a su especie»: la «actividad consciente y libre» y la «vida productiva». Del mismo modo, Marx concibe «una nueva clase de ser humano que necesita a sus congéneres. […] [La asociación obrera viene a ser así] el verdadero impulso constructivo para crear el tejido social de las futuras relaciones humanas».13 Es cierto que el pensamiento libertario clásico, partiendo de premisas de gran calado sobre la necesidad humana de libertad, diversidad y libre asociación, se opone a la intervención estatal en la vida social. Pero conforme a las mismas premisas las relaciones de producción, trabajo asalariado y competitividad del capitalismo, así como su ideología del «individualismo posesivo», deben juzgarse profundamente contrarias al ser humano. El socialismo libertario puede considerarse, con toda propiedad, el auténtico heredero de los ideales liberales de la Ilustración.

NOTAS

1 La cita es de Octave Mirbeau y aparece en James Joll, The Anarchists, Little, Brown & Co., Boston, 1964, pp. 145-146. [Edición en castellano: Los anarquistas, traducción de Rafael Andreu Aznar, Grijalbo, Barcelona, 1968. (Los textos entre corchetes de esta sección son notas del traductor.)]

2 Rudolf Rocker, Anarchosyndicalism, Secker & Warburg, Londres, 1938, p. 31. [Edición en castellano: Anarcosindicalismo (teoría y práctica), traducción de Enrique Melich Gutiérrez, Fundación de Estudios Libertarios Anselmo Lorenzo, Madrid, 2009.]

3 Ibíd., p. 77. Esta cita y la de la frase siguiente proceden de «El programa de la Alianza», de Mijaíl Bakunin, reproducido en Bakunin on Anarchy, edición y traducción de Sam Dolgoff, Alfred A. Knopf, Nueva York, 1972. [Edición en castellano: La anarquía según Bakunin, traducción de Marcelo Covián Fasce, Tusquets Editores, Barcelo- na, 1984.]

4 Diego Abad de Santillán, After the Revolution, Greenberg, Nueva York, 1937, p. 86. [Traducción al inglés de El organismo económico de la revolución, publicado en 1936 y reeditado en Zero, Madrid, 1978.] En el último capítulo de la obra, escrito varios meses después del comienzo de la revolución, el autor se muestra descontento con los progresos realizados hasta entonces. Un estudio más detallado de los logros de la revolución social en España puede encontrarse en el primer capítulo de mi libro American Power and the New Mandarins (Pantheon Books, Nueva York, 1969) y en las referencias que allí se citan [parte de este capítulo se corresponde con el capítulo 3 de la presente edición]; el gran estudio de Broué y Témime ya ha sido traducido al inglés [en castellano se publicó también hace tiempo: La Revolución Española (1931-1939), traducción de Pilar Bouzas, Edicions 62, Barcelona, 1977]. Desde entonces se han publicado otros estudios bien documentados sobre el tema, entre los que destacan: Frank Mintz, L’autogestion dans l’Espagne révolutionnaire, Éditions Bélibaste, París, 1971 [edición en castellano: Autogestión y anarcosindicalismo en la España revolucionaria: análisis y críticas, 1931-2005, Traficantes de Sueños, Madrid, 2006]; César M. Lorenzo, Les anarchistes espagnols et la pouvoir, 1868–1969, Éditions du Seuil, París, 1969 [edición en castellano: Los anarquistas españoles y el poder (1868–1969), Ruedo Ibérico, París, 1973]; Gaston Leval, Espagne libertaire, 1936–1939: L’œuvre constructive de la Révolution espagnole, Éditions du Cercle, París, 1971. Véase también Vernon Richards, Lessons of the Spanish Revolution, 1936–1939, edición ampliada, Freedom Press, Londres, 1972 [edición en castellano: Enseñanzas de la Revolución Española, traducción de Laín Díez, Campo Abierto Ediciones, Madrid, 1977].

5 La cita aparece en Robert C. Tucker, The Marxian Revolutionary Idea, W. W. Norton & Co., Nueva York, 1969.

6 Mijaíl Bakunin, carta a Herzen y Ogareff, 1866. La cita aparece en Daniel Guérin, Jeunesse du socialisme libertaire, Librairie Marcel Rivière, París, 1959. [Edición en castellano: Marxismo y socialismo libertario, traducción de Elbia Leite, Editorial Proyección, Buenos Aires, 1964.]

7 Cita de Fernand Pelloutier extraída de Joll, The Anarchists. La fuente del autor es el artículo «L’anarchisme et les syndicats ouvriers», Les Temps Nouveaux, 1895, reproducido en Daniel Guérin (ed.), Ni Dieu, ni Maître, La Cité Éditeur, Lausanne, s.f. [Edición en castellano: Ni Dios ni Amo, traducción de Carlos Díaz, Campo Abierto Ediciones, Madrid, 1977.]

8 Martin Buber, Paths in Utopia, Beacon Press, Boston, 1958. [Edición en castellano: Caminos de utopía, traducción de J. Rovira Armengol, Fondo de Cultura Económica, México, 1978.]

9 «Ningún Estado, por democráticas que sean sus formas», escribe Bakunin, «ni siquiera la república más roja, podrá dar jamás al pueblo lo que realmente quiere, a saber, la libre organización y administración de sus propios intereses, sin ninguna injerencia o violencia ejercidas desde instancias superiores. Pues todo Estado, incluso el Estado pseudopopular concebido por el señor Marx, es en esencia una maquinaria para someter a la masa a una minoría privilegiada superior de intelectuales engreídos, que creen comprender los verdaderos intereses del pueblo mejor que el pueblo mismo […]. Pero el pueblo no va a sentirse mejor sólo porque la vara con la que se le azote lleve la etiqueta de “vara del pueblo” (Statism and Anarchy, 1873, citado en Dolgoff, Bakunin on Anarchy, p. 338). Con la expresión «vara del pueblo» Bakunin alude a la República Democrática.

Marx discrepaba de este punto de vista, por supuesto. Un análisis más detallado de la influencia de la Comuna de París en este debate puede encontrarse en Ni Dieu, Ni Maître, de Daniel Guérin, que aparece ampliado en su libro Pour un marxisme libertaire, Robert Laffont, París, 1969. [Edición en castellano: Por un marxismo libertario, traducción de Francisco Monge, Ediciones Júcar, Gijón, 1979.] Véase también la nota 24.

10 Acerca de la «desviación intelectual» de Lenin hacia la izquierda en 1917, véase Robert Vincent Daniels, «The State and Revolution: a Case Study in the Genesis and Transformation of Communist Ideology», American Slavic and East European Review 12, n.o 1, 1953.

11 Paul Mattick, Marx and Keynes: The Limits of the Mixed Economy, Porter Sargent, Boston, 1975, p. 295. [Edición en castellano: Marx y Keynes: los límites de la economía mixta, traducción de Ana María Palos, Ediciones Era, México, 1975.]

12 Mijaíl Bakunin, «La Commune de Paris et la notion de l’état», reeditado en Guérin, Ni Dieu, ni Maître. La observación final de Bakunin acerca de las leyes de la naturaleza humana como condición de la libertad es comparable a la noción del pensamiento creativo desarrollada por la escuela racionalista y romántica, que comento en el capítulo 9 de For Reasons of State, Pantheon Books, Nueva York, 1973. [Edición en castellano: Por razones de Estado, traducción de Joaquín Sempere Carreras, Editorial Ariel, Barcelona, 1975.] También he tratado este tema en Cartesian Linguistics, Harper & Row, Nueva York, 1966, y en Language and Mind, Harcourt, Brace & World, Nueva York, 1968. [Ediciones respectivas en castellano: Lingüística cartesiana: un capítulo de la historia del pensamiento racionalista, traducción de Enrique Wulff Alonso, Gredos, Madrid, 1991; El lenguaje y el entendimiento, traducción de Juan Ferraté y Salvador Oliva, Seix Barral, Barcelona, 1986.]

13 Shlomo Avineri, The Social and Political Thought of Karl  Marx, Cambridge  University  Press,  Londres,  1968, p. 142. [Edición en castellano: El pensamiento social y político de Carlos Marx, traducción de Esteban Pinilla de las Heras, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 1983.] En su comentario a La sagrada familia, Avineri afirma que en el ámbito socialista los kibutz israelíes son los únicos que «se han percatado de que los modos y las formas de la actual organización social determinarán la estructura de la sociedad  futura». Ésta era, sin embargo, una tesis característica del anarcosindicalismo, como hemos señalado anteriormente.

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