Llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones

Introducción     

La revolución, como noción y meta, como idea directriz y categoría capaz de dar sentido a la existencia, está hoy bastante olvidada. Para muchos, es algo del pasado que ahora, en el siglo XXI, resulta “imposible”, aunque quienes tal sostiene quieren decir, en realidad, “indeseable”. Eso tiene, también, mucho de positivo, pues pone a cada cual en su sitio y, además, permite reformular la idea de revolución sin interferencias, desde la pureza y la esencialidad que otorgan tratar tan alto asunto de manera ajena al consenso social prevaleciente, sobremanera degradado y conformista.

      En los medios que se tienen por radicales lo que impera es el posibilismo reformador, aunque suele acudir a un lenguaje tremendista para velar lo reaccionario de sus contenidos; el radicalismo de supervivencia, volcado en ir tras los logros ya realizables, a disfrutar por el propio ego aquí y ahora, y el institucionalismo socialdemócrata, lo que se denomina “PSOE exterior”, que tan penosa actuación tuvo en 2004, haciendo que ese partido, el que mejor representa los intereses del capital y del Estado hoy, ganara las elecciones.

      De ese conglomerado se derivan, aunque cada vez menos, luchas parciales, llevadas adelante sin estrategia, con la conocida mentalidad ”anti”, que en algunos casos es expresión del criticismo y nihilismo urdidos en décadas pasadas en ciertas cátedras universitarias (pensemos en Foucault), con fines inconfesables. Dichas luchas muy poco pueden aportar a la transformación de la realidad social, pues se agotan en sí mismas, por causa de su falta de contenidos y de su naturaleza, en definitiva, reformadora o, en el mejor de los casos, rotundamente insuficiente.

     En una situación histórica en que se acumulan problemas descomunales, que llegan a poner en cuestión la existencia de la misma humanidad, renunciar a elaborar respuestas y propuestas, de carácter innovador y revolucionario, a los grandes interrogantes de nuestro tiempo, que angustian a millones de seres humanos, es huir de la realidad, condenarse a la marginalidad e, incluso, apostar por la liquidación de lo que queda del movimiento de oposición al orden establecido

      El repudio, u olvido, tanto da, de la idea de revolución parece hundir sus raíces en una fe contrarracional en las bondades y capacidades últimas del sistema. Si se considera que todos los males tienen solución dentro de él, con los instrumentos que su legalidad concede: manifestaciones y otros actos de protesta en la calle, en el mejor de los casos; en el peor, electoralismo y parlamentarismo, se está sosteniendo, en los hechos, que vivimos bajo un orden libre y democrático, en que la ciudadanía, valiéndose de medios “lícitos” expresa sus opiniones e influye en los gobernantes, haciéndose de ese modo co-soberana. Ese mensaje es tanto más creíble por cuanto la “radicalidad” en curso, en muy pocas ocasiones presenta criticas a lo sustantivo del actual régimen de dictadura política, precondición para pasar a sostener que, puesto que su naturaleza es tiránica y dictatorial, se hace imprescindible una revolución que realice la libertad.

      No nos engañemos, la mentalidad “anti-sistema” actual está tomada de la socialdemocracia, y es neo-socialdemócrata en sus diversas expresiones: ecologismo institucional, feminismo de Estado, movimiento “antiglobalización”, tercermundismo populista, antirracismo neo-racista, neo-clericalismo que se dice antiimperialista, independentismo negociador, sindicalismo afecto al Estado de bienestar, “anticapitalismo” estatolátrico y otros varios. Todos, con alguna excepción, apoyan ahora a Obama, militarista, genocida, promotor de la energía nuclear y neo-racista. Todos coinciden en el “olvido” de la revolución, en la búsqueda afanosa de soluciones dentro del sistema, las cuales, como no pueden ser por menos, lo potencian y reorganizan. Tales son los nuevos movimientos reaccionarios, los propios del siglo XXI. En una sociedad marcada por la expansión monstruosa del Estado, todos ellos son estatofílicos, lo que es la negación más rotunda de la revolución.

      Se trata de estar fuera de lo constituido, y en contra, sin esperar nada de ello, apostándolo todo a la constitución de un sistema nuevo y superior, cualitativamente diferente al actual.

      Eso es necesario por varias razones. Una es que tras medio siglo de neo-socialdemocracia posibilista y pragmática los resultados alcanzados, en su componente positivo, son prácticamente cero. En el negativo, por el contrario, resultan ser descomunales, pues esos movimientos “anti-sistema” se han convertido en partes esenciales del aparato estatal y, en alguna ocasión, del capital, que otorgan al statu quo su conocida fortaleza. En efecto, dado que las revoluciones son, en primer lugar, fenómenos de la conciencia, ahora tenemos que la falta de conciencia revolucionaria, consecuencia de la negativa del bloque neo-socialdemócrata a pensar, preconizar y practicar la revolución, es lo que, sobre todo, hace a ésta “imposible”.

      Además, la pequeñez e insustancialidad de las metas propuestas por aquél, su falta de grandeza y significación histórica a causa del reformismo y oficialismo de sus propuestas, están haciendo de la gente comprometida seres de muy escasa entidad, en lo intelectivo, tanto como en lo volitivo, convivencial y moral. Puesto que nos construimos a través del esfuerzo por fines auto-propuestos, la bajeza y sordidez de las metas neo-socialdemócratas están convirtiendo a la pretendida militancia “anti-sistema” en entes torpes, ignorantes, abúlicos e insustanciales, en degradados burgueses disfrazados de no-burgueses.

      Tenemos que recuperar la magnificencia y sublimidad del compromiso revolucionario. Y nada mejor para ello que la frase de Durruti destinada a hacer de título a esta sucesión de reflexiones sobre la revolución en el siglo XXI, “llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones”1. En efecto, dejemos de lado tanto utilitarismo, tanta obsesión por lo ínfimo y lo parcial, tanta fruición por lo provechoso y gozable; pensemos en la totalidad de los problemas y pongámonos a la altura del esfuerzo por edificar “un mundo nuevo”, primero “en nuestros corazones”, pues de la conciencia saldrá la revolución. Principalmente, neguémonos a considerar que todo es alcanzable bajo el actual orden, ofreciendo el contra-argumento de que lo que es posible lograr aquí y ahora en realidad no merece la pena. Así recuperaremos la pasión, las facultades reflexivas y volitivas, el idealismo, el espíritu convivencial y la devoción por el esfuerzo desinteresado que demandan esa gran idea y gran meta, la de revolución. Lo necesitamos, porque el realismo de pacotilla nos está, literalmente, triturando.

      En suma, es mi intención ir tratando los más importantes asuntos relacionados con la noción y la práctica de la revolución en nuestro tiempo, deseoso de suscitar no sólo un debate, por modesto que sea, sino de estimular a otras y otros a que se sumen al combate de pensar y pergeñar la idea de transformación integral del orden constituido en nuestro tiempo, así como de los seres humanos que son su consecuencia y causa. 

                                                                 Félix Rodrigo Mora

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