La Megamáquina
Publicado: 01 Dic 2007, 13:39
EL DISEÑO DE LA MEGAMÁQUINA
Texto extraído de la obra de Lewis Mumford, "The Mith of the Machine", 1967
La máquina invisible
Al hacer justicia al inmenso poder y alcances de esas monarquías "divinas", estudiándolas como mitos y como instituciones activas, he dejado uno de sus aspectos más importantes para examinarlo con más detenimiento, ya que es su contribución más grande y duradera: el invento de la máquina arquetípica. En efecto, esta extraordinaria invención ha mostrado ser el primer modelo funcional de todas las complicadas máquinas que vinieron después, aunque el énfasis del maquinismo fue trasladándose lentamente desde los actores humanos a los mecanismos inanimados, mucho más fáciles de manejar e inspiradores de más confianza. Pero entonces la gran hazaña de la monarquía consistió en reunir todo el poder humano y disciplinar la organización que hizo posible que se realizaran trabajos en una escala jamás lograda antes. Como resultado de esta invención, hace cinco mil años que se cumplieron tareas de ingeniería que rivalizan con las máximas realizaciones logradas después en cuanto a producción masiva, estandarización y minuciosidad.
Tal máquina eludió la publicidad, manteniéndose innominada hasta nuestros días, en que aparecieron otras máquinas, mucho más poderosas y actualizadas, servidas ahora por interminable multitud de otras máquinas subordinadas. Para mejor comprensión, designaré a la primera gran máquina arquetípica con más de un nombre, de acuerdo con cada una de sus operaciones específicas.
Es que los componentes de tal máquina, aunque funcionaban como un todo rígidamente integrado, ocupando diversos y distantes espacios, por lo que resultaba entonces una "máquina invisible"; en cambio, cuando se utilizaba para realizar trabajos concretos al servicio de propósitos colectivos supremamente organizados, la denominaremos "máquina de trabajo"; y cuando se aplicaba a terribles acciones de destrucción y coerción colectiva, merece el título, usado todavía hoy, de "máquina militar". Y cuando debamos referirnos a todos sus componentes, tanto políticos y económicos, como los burocráticos y monárquicos la llamaremos "la megamáquina", es decir: la Gran Máquina.
Al equipo técnico puesto al incondicional servicio de tal megamáquina lo denominaremos "megatécnica", para diferenciarlo de esos otros modos de tecnología, mucho más modestos y diversificados, que continúan realizando, aun en nuestro propio siglo, la mayor parte del trabajo diario de la Humanidad, en incontables talleres, campos y granjas, a veces con la ayuda de pobrísima maquinaria. Hombres de facultades ordinarias y que sólo contaban con su fuerza muscular y su destreza, fueron capaces de realizar amplísima variedad de tareas, desde la alfarería hasta los tejidos, sin más dirección externa ni otra guía científica que las ya circulantes en las tradiciones comunes y en cada comunidad local. Pero lo que hizo la megamáquina fue muy diferente. Sólo los reyes, asistidos por las disciplinas de las ciencias astronómicas y respaldados por las sanciones de la religión, tenían capacidad suficiente para juntar y dirigir esa megamáquina, que era una estructura invisible, compuesta de partes humanas, vivas, pero rígidas, aplicada cada cual a su tarea específica, a su trabajo, a su función, para realizar entre todas las inmensas obras y los grandiosos designios de tan enorme organización colectiva. Al principio, ningún jefe inferior pudo organizar la megamáquina ni ponerla en funcionamiento; y aunque la afirmación absoluta del poder real continuaba actuando como sanción sobrenatural, ni la monarquía misma habría prevalecido tan ampliamente si sus propias pretensiones no hubieran sido ratificadas por los colosales logros de dicha rnegamáquina.
Tal invento fue la suprema hazaña de la primitiva civilización: proeza tecnológica que sirvió de modelo a todas las formas posteriores de organización mecánica. Y este modelo se trasmitió, a veces con todas sus partes en buen estado de funcionamiento, y a veces en forma fraccionada o provisional, por intermedio de agentes puramente humanos y durante unos cinco mil años... hasta que se plasmó en la estructura material que corresponde más ajustadamente a sus especificaciones y cristalizó en moldes institucionales más detallados, que abarcaron cada uno de los aspectos de la vida humana. Reconocer los orígenes de las máquinas y sus etapas subsiguientes es tener una visión completa de las fuentes de nuestra presente cultura supermecanizada y del hado y destino del hombre moderno. Y hallaremos que el mito originario del maquinismo proyectó estos extravagantes anhelos que tan abundantemente se están cumpliendo en nuestra época, así como impuso, al mismo tiempo, restricciones, abstenciones, compulsiones y servidumbres que, o directamente, o como resultado de las reacciones contrarias que provocó, todavía nos amenazan con consecuencias más lamentables que las que acarreó en la Era de las Pirámides. Y comprobaremos, finalmente, que todos los beneficios de la producción mecanizada se vieron socavados por el proceso de destrucción masiva que dicha megamáquina hizo posible.
Aunque la megamáquina comenzó a actuar aproximadamente al mismo tiempo en que se inició el uso del cobre para hacer armas y herramientas, no hay correlación entre ambos hechos, ya que la mecanización humana (que se venía practicando desde que los hombres se adhirieron a los rituales), se había anticipado en milenios a la de sus instrumentos de trabajo; pero, una vez concebida, se extendió rápidamente, no porque fuese imitada, ni como autodefensa liberadora de algo desagradable, sino porque fue impuesta a viva fuerza por los reyes, que obraron como sólo podrían obrar los dioses o sus representantes ungidos. Dondequiera que se la reunió y se la puso en funcionamiento, la megamáquina multiplicó la producción de energía y realizó trabajos en tan enorme escala, que sus logros no habrían sido antes ni concebibles. Juntamente con esta capacidad de concentración de inmensas fuerzas mecánicas, se impuso un nuevo dinamismo, que superó y desplazó, con su agresivo ímpetu y sus grandiosas realizaciones, las antiguas rutinas e insignificantes inhibiciones características de la cultura aldeana, llena de menudencias. Con las energías disponibles mediante el empleo de la máquina real, se ampliaron enormemente las dimensiones del espacio y el tiempo, pues las obras que antes ocupaban siglos enteros, se cumplían ahora en menos de una generación. Respondiendo a las órdenes del rey, se erigieron, sobre las más chatas llanuras, verdaderas montañas de piedra o de ladrillos cocidos, inmensas pirámides y zigurats; todo ello trasformó de hecho el paisaje circundante y dio, con sus formas geométricas y límites estrictos, la exacta impresión de lo que era el orden cósmico y lo que podía la voluntad humana. Hasta que los relojes y los molinos de viento se extendieron por Europa Occidental (desde nuestro siglo XIV en adelante), no hubo ninguna máquina comparable a dicha megamáquina ni en complejidad ni en poderío utilizable.
¿Por qué tan enorme mecanismo resultó invisible para los arqueólogos y los historiadores? Por la sencilla razón que ya figuraba en nuestra primera definición: porque se componía únicamente de partes humanas. Y sólo conservó su necesaria estructura funcional mientras la exaltación religiosa, su propia magia encantadora y las inflexibles órdenes del rey la mantuvieron unida y fue aceptada por todos los miembros de la sociedad como monstruo que estaba por encima de todo desafío humano. Por eso, cuando la polarizadora fuerza del rey se debilitó -por su muerte, su fracaso en el campo de batalla, el escepticismo derrotista o la rebelión vengadora-, todo aquel enorme mecanismo se desmoronó. Posteriormente, sus partes, o se reagruparon en unidades mucho menores (feudales o urbanas), o desaparecieron completamente, como suele ocurrir con los ejércitos derrotados cuando se les rompen las cadenas de mando.
De hecho, estas primeras máquinas colectivas estaban tan expuestas a la quiebra y eran, últimamente, tan frágiles y vulnerables, como los conceptos mágico-teológicos que servían de respaldo a sus actividades. De aquí que quienes las mandaban sufrieran constantemente la más angustiosa tensión... a menudo con justa razón, por temer la herejía o la traición de sus casi-iguales, o la rebelión y represalias de las masas oprimidas. Tal máquina nunca habría sido manejable sin la fe aplanadora que predicaban los sacerdotes y la incondicional obediencia a la voluntad real, que imponían los gobernadores, los generales, los burócratas y los capataces; y cuando estas actitudes no se sostuvieron, la megamáquina se desmoronó. Tal máquina humana presentó desde el comienzo dos aspectos: uno negativo tiránico y a menudo destructor, y el otro positivo, promovedor de vitalidad y constructivo. Pero nunca funcionaron estos segundos factores sin que, en algún grado, estuvieran presentes los primeros. Aunque es casi seguro que cierta forma de la "máquina militar" funcionó antes que la "máquina de trabajo", fue ésta la que logró incomparable perfección y asombrosas realizaciones, no sólo por la inmensidad de las obras que hizo, sino por la calidad y complejidad de sus estructuras y su organización.
Denominar máquinas a estas entidades colectivas no es mero ni ocioso juego de palabras. Según la definición de Franz Reuleaux, una máquina es una combinación de partes resistentes, cada una de las cuales se especializa en una función y todas operan bajo el control humano, para utilizar la energía y realizar trabajos; de acuerdo con esta definición, la gran "máquina de trabajo" de que estamos hablando es, en cada uno de sus aspectos, una genuina máquina: mucho más porque sus componentes, aunque hechos de huesos, músculos y nervios humanos, se veían reducidos a sus meros elementos mecánicos y estaban rígidamente estandarizados para realizar tareas bien precisas y delimitadas. El látigo del capataz aseguraba la conformidad de todas esas partes, que ya habían sido reunidas, si no inventadas, por los reyes de Egipto a comienzos de la Era de las Pirámides, desde finales del cuarto milenio en adelante.
Precisamente porque no estaban sujetas a ninguna estructura externa fija, estas máquinas de trabajo tenían mayor capacidad de cambio y adaptación que sus réplicas metálicas de hoy, más rígidas e inaplicables a otros usos que los previstos. Cuando se construyeron las pirámides, no sólo resultó evidente la existencia de tales máquinas, sino que sus realizaciones eran la prueba imponente de su asombrosa eficiencia. Hasta donde alcanzaba la monarquía, llegaba también la "máquina invisible", en su forma constructiva o destructora, y esto no sólo en Egipto y Mesopotamia, sino igualmente en la India, China, Yucatán o Perú. Cuando la Humanidad se encontró con tales realizaciones, ya había tomado forma la megamáquina y se habían superado todas sus etapas preliminares; por eso, sólo nos queda adivinar cómo estaban ordenados sus miembros, cómo se los había entrenado en sus funciones y qué lugar se le había asignado a cada uno. En algún punto de este proceso, debió haber una mente inventora (o, más probablemente, toda una serie de mentes inventoras) que, mirando por el resquicio de la primera operación exitosa, fue capaz de captar todo el problema: el de movilizar inmensas multitudes de hombres y coordinar rigurosamente sus actividades, en todo tiempo y lugar, para lograr un fin claramente previsto, calculado y determinado.
Lo más difícil era organizar una multiforme colección de seres humanos, arrancados de sus familias, sus comunidades y sus ocupaciones habituales, y cada cual con su voluntad, o al menos su memoria de sí mismo, para convertirla en un grupo mecanizado que obedeciera órdenes y resultara manejable. El secreto del correspondiente control mecánico consistía en tener una misma mentalidad y un sólo propósito bien concreto, al frente de toda esa organización, y el subsiguiente método de trasmitir las órdenes a través de toda una serie de funcionarios intermedios hasta que llegaran a la más pequeña unidad. En el momento de actuar era esencial reproducir exactamente cada mensaje-orden y cumplirlo ciegamente.
Quizá este gran problema se experimentó primero en organizaciones semimilitares, en las que pequeños grupos de cazadores, bastante acostumbrados ya a obedecer a sus jefes, recibieron la misión de controlar cuerpos mucho más numerosos de campesinos desorganizados. En todos los casos, el mecanismo así formado no operaba jamás sin la correspondiente fuerza coercitiva que respaldaba ferozmente a la voz de mando; y tanto los métodos como las estructuras han ido pasando, con levísimos cambios, a todas las organizaciones militares, como podemos comprobarlo en nuestros propios días. De hecho, fueron los ejércitos los que copiaron y trasmitieron el modelo de la megamáquina a través de las épocas y las culturas.
Si algo faltaba para completar tan enorme mecanismo operativo y adaptarlo lo mismo a las tareas coercitivas que a las constructoras, todo se logró con la invención de la escritura. La facultad de trasladar la palabra hablada al registro gráfico no sólo hizo posible el trasmitir a cualquier distancia los impulsos y órdenes del que mandaba, sino que también obligó a sus destinatarios a cumplir exactamente lo que se ordenaba con total precisión y constancia. Tal ajuste de los hechos y su concordancia con la palabra escrita fueron datos que se unieron definitiva e históricamente para controlar mejor grandes cantidades de personas o de cosas, por eso, no es accidental que los primeros usos de la escritura no fueran para trasmitir ideas, ni religiosas ni de cualquier otra índole, sino para mantener los registros (que llevaban los sacerdotes) de los bienes oficiales conseguidos, almacenados y distribuidos: cereales, legumbres, ganados, alfarería, etc. Uno de los más antiguos escritos que conocemos, existente en el Museo Ashmoleano de Oxford, registra la captura de 120.000 prisioneros, 400.000 vacunos y 1.422.000 cabras. Tal recuento aritmético resulta, para nosotros, mucho más importante que la propia captura.
Una de las características identificadoras de la nueva megamáquina era su posible acción a distancia, mediante los correspondientes escribas y veloces mensajeros; y si los escribas formaron enseguida una profesión favorita, fue porque tal máquina no podía funcionar eficazmente sin sus constantes servicios de codificar y descifrar las órdenes reales. "Los escribas dirigen todos los trabajos que se hacen en este país": así reza una composición egipcia del Reinado Nuevo. En efecto, probablemente cumplieron una función similar a la de los "comisarios políticos" en el ejército soviético, lo que les permitía informar permanentemente a sus superiores de todo lo ocurrido, informes que son esenciales para la buena marcha de toda organización centralizada.
La máquina militar y la de trabajo tuvieron análoga estructura. Las cuadrillas de mineros y las que hacían correrías depredadoras, tanto en Egipto como en Mesopotamia, ¿eran organizaciones civiles o militares? Al principio, tales funciones eran indistinguibles o, más bien, intercambiables, su unidad fundamental era el pelotón, y actuaba a las órdenes de un cabo o capataz. Aún dentro de los dominios particulares de los grandes terratenientes del Imperio Antiguo prevaleció este modelo; según Erman, los pelotones se agruparon después en compañías, para hacer algaras o desfilar bajo sus propias banderas. Al frente de cada compañía de trabajadores iba su jefe de Compañía, cosa nunca vista entre los campesinos de las aldeas neolíticas. "El magistrado egipcio -observa Erman- sólo considera a sus gentes colectivamente, y el trabajador individual sólo existe para él en forma similar a como el soldado raso existe para los principales jefes de nuestros ejércitos". Tal fue el modelo original de la máquina arquetípica, y nunca se alteró radicalmente. Con el desarrollo de la megamáquina, la amplia división del trabajo entre funciones y oficios (a la que estamos acostumbrados en nuestros ejércitos) se aplicaba análogamente en los primeros tiempos a las tareas más especializadas del trabajo. Flinders Petrie subraya que, en la minería -trabajo en el que, tanto en Mesopotamia como en Egipto, es difícil distinguir si sus componentes eran militares o civiles-, se había establecido desde muy antiguo una minuciosa división de las tareas. "Por escritos hallados junto a las momias, sabemos -dice Petrie- cuán minuciosamente estaba subdividido el trabajo. De cada detalle era responsable un individuo distinto: uno reconocía la roca, otro la picaba y otro cargaba los productos. En cualquiera de las expediciones mineras estudiadas, se encuentran más de cincuenta calificaciones y grados diferentes de oficiales y trabajadores".
Inevitablemente, estas divisiones llegaron a ser parte de la organización social, mucho más amplia, que operaba más allá de los límites fijados a la megamáquina. Y cuando Herodoto visitó Egipto (en el siglo V antes de Cristo), la subdivisión del trabajo era tan completa y tantas eran sus especialidades -no confiadas ya a la megamáquina-, que se parecían mucho a las de nuestro tiempo, pues llegó a ver que "algunas médicos sólo lo son para los ojos, otros para la cabeza, otros para el vientre y otros para los males internos".
Pero nótese la diferencia que había entre la antigua máquina humana y sus rivales modernas, tan deshominizadas, tanto en sus métodos como en sus fines subyacentes. Sean cuales sean los resultados de su empleo, todas las máquinas modernas están concebidas como instrumentos para ahorrarle trabajo al hombre: todas intentan realizar la mayor cantidad de trabajo con el menor gasto de energías humanas. Mas no ocurría esto en la organización de las primitivas máquinas; al contrario: eran instrumentos de usar trabajo humano y sus inventores se enorgullecían de emplear el mayor número posible de trabajadores... con tal que la tarea misma fuese suficientemente grandiosa.
El efecto total de ambos tipos de máquina era el mismo, ya que ambos estaban diseñados para realizar con eficiencia, exactitud y copiosa energía -pues lo mismo amontonaban soldados que peones- tareas que jamás habrían podido cumplir los usuarios individuales de herramientas mucho más simples. Tanto la máquina militar como la de trabajo lograron niveles de eficiencia como nunca se habían conseguido hasta entonces; pero en vez de liberar al hombre de la dura carga del trabajo bruto, aquella megamáquina real se enorgullecía de abrumarlo y esclavizarlo.
Si se hubiesen mantenido los modos puramente humanos de trabajo, que los hombres emprendían voluntariamente para cumplir sus necesidades inmediatas, probablemente habrían sido inconcebibles las colosales obras de las antiguas civilizaciones; y hasta es posible que nunca se hubieran inventado las modernas máquinas no-humanas, movidas por energías extrañas a ellas y destinadas a economizar trabajo al hombre, pues los agentes mecánicos debieron ser primero "socializados" antes de que la máquina misma resultase completamente mecanizada. A la vez, si la máquina colectiva no hubiese sido capaz de utilizar el trabajo forzado -procedente de la esclavitud o de la conscripción periódica-, no habrían ocurrido los colosales desmanes, perversiones y destrozos que tan constantemente acompañaron a las megamáquinas.
Texto extraído de la obra de Lewis Mumford, "The Mith of the Machine", 1967
La máquina invisible
Al hacer justicia al inmenso poder y alcances de esas monarquías "divinas", estudiándolas como mitos y como instituciones activas, he dejado uno de sus aspectos más importantes para examinarlo con más detenimiento, ya que es su contribución más grande y duradera: el invento de la máquina arquetípica. En efecto, esta extraordinaria invención ha mostrado ser el primer modelo funcional de todas las complicadas máquinas que vinieron después, aunque el énfasis del maquinismo fue trasladándose lentamente desde los actores humanos a los mecanismos inanimados, mucho más fáciles de manejar e inspiradores de más confianza. Pero entonces la gran hazaña de la monarquía consistió en reunir todo el poder humano y disciplinar la organización que hizo posible que se realizaran trabajos en una escala jamás lograda antes. Como resultado de esta invención, hace cinco mil años que se cumplieron tareas de ingeniería que rivalizan con las máximas realizaciones logradas después en cuanto a producción masiva, estandarización y minuciosidad.
Tal máquina eludió la publicidad, manteniéndose innominada hasta nuestros días, en que aparecieron otras máquinas, mucho más poderosas y actualizadas, servidas ahora por interminable multitud de otras máquinas subordinadas. Para mejor comprensión, designaré a la primera gran máquina arquetípica con más de un nombre, de acuerdo con cada una de sus operaciones específicas.
Es que los componentes de tal máquina, aunque funcionaban como un todo rígidamente integrado, ocupando diversos y distantes espacios, por lo que resultaba entonces una "máquina invisible"; en cambio, cuando se utilizaba para realizar trabajos concretos al servicio de propósitos colectivos supremamente organizados, la denominaremos "máquina de trabajo"; y cuando se aplicaba a terribles acciones de destrucción y coerción colectiva, merece el título, usado todavía hoy, de "máquina militar". Y cuando debamos referirnos a todos sus componentes, tanto políticos y económicos, como los burocráticos y monárquicos la llamaremos "la megamáquina", es decir: la Gran Máquina.
Al equipo técnico puesto al incondicional servicio de tal megamáquina lo denominaremos "megatécnica", para diferenciarlo de esos otros modos de tecnología, mucho más modestos y diversificados, que continúan realizando, aun en nuestro propio siglo, la mayor parte del trabajo diario de la Humanidad, en incontables talleres, campos y granjas, a veces con la ayuda de pobrísima maquinaria. Hombres de facultades ordinarias y que sólo contaban con su fuerza muscular y su destreza, fueron capaces de realizar amplísima variedad de tareas, desde la alfarería hasta los tejidos, sin más dirección externa ni otra guía científica que las ya circulantes en las tradiciones comunes y en cada comunidad local. Pero lo que hizo la megamáquina fue muy diferente. Sólo los reyes, asistidos por las disciplinas de las ciencias astronómicas y respaldados por las sanciones de la religión, tenían capacidad suficiente para juntar y dirigir esa megamáquina, que era una estructura invisible, compuesta de partes humanas, vivas, pero rígidas, aplicada cada cual a su tarea específica, a su trabajo, a su función, para realizar entre todas las inmensas obras y los grandiosos designios de tan enorme organización colectiva. Al principio, ningún jefe inferior pudo organizar la megamáquina ni ponerla en funcionamiento; y aunque la afirmación absoluta del poder real continuaba actuando como sanción sobrenatural, ni la monarquía misma habría prevalecido tan ampliamente si sus propias pretensiones no hubieran sido ratificadas por los colosales logros de dicha rnegamáquina.
Tal invento fue la suprema hazaña de la primitiva civilización: proeza tecnológica que sirvió de modelo a todas las formas posteriores de organización mecánica. Y este modelo se trasmitió, a veces con todas sus partes en buen estado de funcionamiento, y a veces en forma fraccionada o provisional, por intermedio de agentes puramente humanos y durante unos cinco mil años... hasta que se plasmó en la estructura material que corresponde más ajustadamente a sus especificaciones y cristalizó en moldes institucionales más detallados, que abarcaron cada uno de los aspectos de la vida humana. Reconocer los orígenes de las máquinas y sus etapas subsiguientes es tener una visión completa de las fuentes de nuestra presente cultura supermecanizada y del hado y destino del hombre moderno. Y hallaremos que el mito originario del maquinismo proyectó estos extravagantes anhelos que tan abundantemente se están cumpliendo en nuestra época, así como impuso, al mismo tiempo, restricciones, abstenciones, compulsiones y servidumbres que, o directamente, o como resultado de las reacciones contrarias que provocó, todavía nos amenazan con consecuencias más lamentables que las que acarreó en la Era de las Pirámides. Y comprobaremos, finalmente, que todos los beneficios de la producción mecanizada se vieron socavados por el proceso de destrucción masiva que dicha megamáquina hizo posible.
Aunque la megamáquina comenzó a actuar aproximadamente al mismo tiempo en que se inició el uso del cobre para hacer armas y herramientas, no hay correlación entre ambos hechos, ya que la mecanización humana (que se venía practicando desde que los hombres se adhirieron a los rituales), se había anticipado en milenios a la de sus instrumentos de trabajo; pero, una vez concebida, se extendió rápidamente, no porque fuese imitada, ni como autodefensa liberadora de algo desagradable, sino porque fue impuesta a viva fuerza por los reyes, que obraron como sólo podrían obrar los dioses o sus representantes ungidos. Dondequiera que se la reunió y se la puso en funcionamiento, la megamáquina multiplicó la producción de energía y realizó trabajos en tan enorme escala, que sus logros no habrían sido antes ni concebibles. Juntamente con esta capacidad de concentración de inmensas fuerzas mecánicas, se impuso un nuevo dinamismo, que superó y desplazó, con su agresivo ímpetu y sus grandiosas realizaciones, las antiguas rutinas e insignificantes inhibiciones características de la cultura aldeana, llena de menudencias. Con las energías disponibles mediante el empleo de la máquina real, se ampliaron enormemente las dimensiones del espacio y el tiempo, pues las obras que antes ocupaban siglos enteros, se cumplían ahora en menos de una generación. Respondiendo a las órdenes del rey, se erigieron, sobre las más chatas llanuras, verdaderas montañas de piedra o de ladrillos cocidos, inmensas pirámides y zigurats; todo ello trasformó de hecho el paisaje circundante y dio, con sus formas geométricas y límites estrictos, la exacta impresión de lo que era el orden cósmico y lo que podía la voluntad humana. Hasta que los relojes y los molinos de viento se extendieron por Europa Occidental (desde nuestro siglo XIV en adelante), no hubo ninguna máquina comparable a dicha megamáquina ni en complejidad ni en poderío utilizable.
¿Por qué tan enorme mecanismo resultó invisible para los arqueólogos y los historiadores? Por la sencilla razón que ya figuraba en nuestra primera definición: porque se componía únicamente de partes humanas. Y sólo conservó su necesaria estructura funcional mientras la exaltación religiosa, su propia magia encantadora y las inflexibles órdenes del rey la mantuvieron unida y fue aceptada por todos los miembros de la sociedad como monstruo que estaba por encima de todo desafío humano. Por eso, cuando la polarizadora fuerza del rey se debilitó -por su muerte, su fracaso en el campo de batalla, el escepticismo derrotista o la rebelión vengadora-, todo aquel enorme mecanismo se desmoronó. Posteriormente, sus partes, o se reagruparon en unidades mucho menores (feudales o urbanas), o desaparecieron completamente, como suele ocurrir con los ejércitos derrotados cuando se les rompen las cadenas de mando.
De hecho, estas primeras máquinas colectivas estaban tan expuestas a la quiebra y eran, últimamente, tan frágiles y vulnerables, como los conceptos mágico-teológicos que servían de respaldo a sus actividades. De aquí que quienes las mandaban sufrieran constantemente la más angustiosa tensión... a menudo con justa razón, por temer la herejía o la traición de sus casi-iguales, o la rebelión y represalias de las masas oprimidas. Tal máquina nunca habría sido manejable sin la fe aplanadora que predicaban los sacerdotes y la incondicional obediencia a la voluntad real, que imponían los gobernadores, los generales, los burócratas y los capataces; y cuando estas actitudes no se sostuvieron, la megamáquina se desmoronó. Tal máquina humana presentó desde el comienzo dos aspectos: uno negativo tiránico y a menudo destructor, y el otro positivo, promovedor de vitalidad y constructivo. Pero nunca funcionaron estos segundos factores sin que, en algún grado, estuvieran presentes los primeros. Aunque es casi seguro que cierta forma de la "máquina militar" funcionó antes que la "máquina de trabajo", fue ésta la que logró incomparable perfección y asombrosas realizaciones, no sólo por la inmensidad de las obras que hizo, sino por la calidad y complejidad de sus estructuras y su organización.
Denominar máquinas a estas entidades colectivas no es mero ni ocioso juego de palabras. Según la definición de Franz Reuleaux, una máquina es una combinación de partes resistentes, cada una de las cuales se especializa en una función y todas operan bajo el control humano, para utilizar la energía y realizar trabajos; de acuerdo con esta definición, la gran "máquina de trabajo" de que estamos hablando es, en cada uno de sus aspectos, una genuina máquina: mucho más porque sus componentes, aunque hechos de huesos, músculos y nervios humanos, se veían reducidos a sus meros elementos mecánicos y estaban rígidamente estandarizados para realizar tareas bien precisas y delimitadas. El látigo del capataz aseguraba la conformidad de todas esas partes, que ya habían sido reunidas, si no inventadas, por los reyes de Egipto a comienzos de la Era de las Pirámides, desde finales del cuarto milenio en adelante.
Precisamente porque no estaban sujetas a ninguna estructura externa fija, estas máquinas de trabajo tenían mayor capacidad de cambio y adaptación que sus réplicas metálicas de hoy, más rígidas e inaplicables a otros usos que los previstos. Cuando se construyeron las pirámides, no sólo resultó evidente la existencia de tales máquinas, sino que sus realizaciones eran la prueba imponente de su asombrosa eficiencia. Hasta donde alcanzaba la monarquía, llegaba también la "máquina invisible", en su forma constructiva o destructora, y esto no sólo en Egipto y Mesopotamia, sino igualmente en la India, China, Yucatán o Perú. Cuando la Humanidad se encontró con tales realizaciones, ya había tomado forma la megamáquina y se habían superado todas sus etapas preliminares; por eso, sólo nos queda adivinar cómo estaban ordenados sus miembros, cómo se los había entrenado en sus funciones y qué lugar se le había asignado a cada uno. En algún punto de este proceso, debió haber una mente inventora (o, más probablemente, toda una serie de mentes inventoras) que, mirando por el resquicio de la primera operación exitosa, fue capaz de captar todo el problema: el de movilizar inmensas multitudes de hombres y coordinar rigurosamente sus actividades, en todo tiempo y lugar, para lograr un fin claramente previsto, calculado y determinado.
Lo más difícil era organizar una multiforme colección de seres humanos, arrancados de sus familias, sus comunidades y sus ocupaciones habituales, y cada cual con su voluntad, o al menos su memoria de sí mismo, para convertirla en un grupo mecanizado que obedeciera órdenes y resultara manejable. El secreto del correspondiente control mecánico consistía en tener una misma mentalidad y un sólo propósito bien concreto, al frente de toda esa organización, y el subsiguiente método de trasmitir las órdenes a través de toda una serie de funcionarios intermedios hasta que llegaran a la más pequeña unidad. En el momento de actuar era esencial reproducir exactamente cada mensaje-orden y cumplirlo ciegamente.
Quizá este gran problema se experimentó primero en organizaciones semimilitares, en las que pequeños grupos de cazadores, bastante acostumbrados ya a obedecer a sus jefes, recibieron la misión de controlar cuerpos mucho más numerosos de campesinos desorganizados. En todos los casos, el mecanismo así formado no operaba jamás sin la correspondiente fuerza coercitiva que respaldaba ferozmente a la voz de mando; y tanto los métodos como las estructuras han ido pasando, con levísimos cambios, a todas las organizaciones militares, como podemos comprobarlo en nuestros propios días. De hecho, fueron los ejércitos los que copiaron y trasmitieron el modelo de la megamáquina a través de las épocas y las culturas.
Si algo faltaba para completar tan enorme mecanismo operativo y adaptarlo lo mismo a las tareas coercitivas que a las constructoras, todo se logró con la invención de la escritura. La facultad de trasladar la palabra hablada al registro gráfico no sólo hizo posible el trasmitir a cualquier distancia los impulsos y órdenes del que mandaba, sino que también obligó a sus destinatarios a cumplir exactamente lo que se ordenaba con total precisión y constancia. Tal ajuste de los hechos y su concordancia con la palabra escrita fueron datos que se unieron definitiva e históricamente para controlar mejor grandes cantidades de personas o de cosas, por eso, no es accidental que los primeros usos de la escritura no fueran para trasmitir ideas, ni religiosas ni de cualquier otra índole, sino para mantener los registros (que llevaban los sacerdotes) de los bienes oficiales conseguidos, almacenados y distribuidos: cereales, legumbres, ganados, alfarería, etc. Uno de los más antiguos escritos que conocemos, existente en el Museo Ashmoleano de Oxford, registra la captura de 120.000 prisioneros, 400.000 vacunos y 1.422.000 cabras. Tal recuento aritmético resulta, para nosotros, mucho más importante que la propia captura.
Una de las características identificadoras de la nueva megamáquina era su posible acción a distancia, mediante los correspondientes escribas y veloces mensajeros; y si los escribas formaron enseguida una profesión favorita, fue porque tal máquina no podía funcionar eficazmente sin sus constantes servicios de codificar y descifrar las órdenes reales. "Los escribas dirigen todos los trabajos que se hacen en este país": así reza una composición egipcia del Reinado Nuevo. En efecto, probablemente cumplieron una función similar a la de los "comisarios políticos" en el ejército soviético, lo que les permitía informar permanentemente a sus superiores de todo lo ocurrido, informes que son esenciales para la buena marcha de toda organización centralizada.
La máquina militar y la de trabajo tuvieron análoga estructura. Las cuadrillas de mineros y las que hacían correrías depredadoras, tanto en Egipto como en Mesopotamia, ¿eran organizaciones civiles o militares? Al principio, tales funciones eran indistinguibles o, más bien, intercambiables, su unidad fundamental era el pelotón, y actuaba a las órdenes de un cabo o capataz. Aún dentro de los dominios particulares de los grandes terratenientes del Imperio Antiguo prevaleció este modelo; según Erman, los pelotones se agruparon después en compañías, para hacer algaras o desfilar bajo sus propias banderas. Al frente de cada compañía de trabajadores iba su jefe de Compañía, cosa nunca vista entre los campesinos de las aldeas neolíticas. "El magistrado egipcio -observa Erman- sólo considera a sus gentes colectivamente, y el trabajador individual sólo existe para él en forma similar a como el soldado raso existe para los principales jefes de nuestros ejércitos". Tal fue el modelo original de la máquina arquetípica, y nunca se alteró radicalmente. Con el desarrollo de la megamáquina, la amplia división del trabajo entre funciones y oficios (a la que estamos acostumbrados en nuestros ejércitos) se aplicaba análogamente en los primeros tiempos a las tareas más especializadas del trabajo. Flinders Petrie subraya que, en la minería -trabajo en el que, tanto en Mesopotamia como en Egipto, es difícil distinguir si sus componentes eran militares o civiles-, se había establecido desde muy antiguo una minuciosa división de las tareas. "Por escritos hallados junto a las momias, sabemos -dice Petrie- cuán minuciosamente estaba subdividido el trabajo. De cada detalle era responsable un individuo distinto: uno reconocía la roca, otro la picaba y otro cargaba los productos. En cualquiera de las expediciones mineras estudiadas, se encuentran más de cincuenta calificaciones y grados diferentes de oficiales y trabajadores".
Inevitablemente, estas divisiones llegaron a ser parte de la organización social, mucho más amplia, que operaba más allá de los límites fijados a la megamáquina. Y cuando Herodoto visitó Egipto (en el siglo V antes de Cristo), la subdivisión del trabajo era tan completa y tantas eran sus especialidades -no confiadas ya a la megamáquina-, que se parecían mucho a las de nuestro tiempo, pues llegó a ver que "algunas médicos sólo lo son para los ojos, otros para la cabeza, otros para el vientre y otros para los males internos".
Pero nótese la diferencia que había entre la antigua máquina humana y sus rivales modernas, tan deshominizadas, tanto en sus métodos como en sus fines subyacentes. Sean cuales sean los resultados de su empleo, todas las máquinas modernas están concebidas como instrumentos para ahorrarle trabajo al hombre: todas intentan realizar la mayor cantidad de trabajo con el menor gasto de energías humanas. Mas no ocurría esto en la organización de las primitivas máquinas; al contrario: eran instrumentos de usar trabajo humano y sus inventores se enorgullecían de emplear el mayor número posible de trabajadores... con tal que la tarea misma fuese suficientemente grandiosa.
El efecto total de ambos tipos de máquina era el mismo, ya que ambos estaban diseñados para realizar con eficiencia, exactitud y copiosa energía -pues lo mismo amontonaban soldados que peones- tareas que jamás habrían podido cumplir los usuarios individuales de herramientas mucho más simples. Tanto la máquina militar como la de trabajo lograron niveles de eficiencia como nunca se habían conseguido hasta entonces; pero en vez de liberar al hombre de la dura carga del trabajo bruto, aquella megamáquina real se enorgullecía de abrumarlo y esclavizarlo.
Si se hubiesen mantenido los modos puramente humanos de trabajo, que los hombres emprendían voluntariamente para cumplir sus necesidades inmediatas, probablemente habrían sido inconcebibles las colosales obras de las antiguas civilizaciones; y hasta es posible que nunca se hubieran inventado las modernas máquinas no-humanas, movidas por energías extrañas a ellas y destinadas a economizar trabajo al hombre, pues los agentes mecánicos debieron ser primero "socializados" antes de que la máquina misma resultase completamente mecanizada. A la vez, si la máquina colectiva no hubiese sido capaz de utilizar el trabajo forzado -procedente de la esclavitud o de la conscripción periódica-, no habrían ocurrido los colosales desmanes, perversiones y destrozos que tan constantemente acompañaron a las megamáquinas.