La Familia, ese Horroroso Horror

Yo he visto el horror en varias ocasiones. A todo el mundo le toca alguna vez. Hay veces que el horror se acerca a ti de manera insidiosa, imperceptible, como esas masas bulbosas alienígenas de película de serie B que aparecen en las ciudades y van sorbiendo ciudadanos desprevenidos hasta dejarlos convertidos en charcos inmundos y malolientes. Las víctimas lanzan atroces gritos cuando es ya demasiado tarde. Otras veces el horror llega a ti de manera evidente, mostrándose en todo su esplendor, inevitable, inapelable, inaplacable, inasequible a la súplica y a la oración, igual que esas serpientes que hipnotizan a la víctima para que entren voluntariamente en su abierta y engullidora boca. El peor horror es el que llega en ambas modalidades de presentación. Lo sientes venir, no sabes exactamente qué es lo que está mal, pero tu intuición te avisa de que algo terrible va a suceder sin que puedas hacer nada por evitarlo. Entre escalofríos e incertidumbres te preparas para lo peor, pero nunca terminas de eliminar ni la sorpresa ante lo desconocido, ni el miedo.

Ese horror fue el que sentí cuando finalmente mi compañera me anunció que tenía que acudir al 25 aniversario del matrimonio de una de mis cuñadas. ¿Ya ha pasado un cuarto de siglo? Bodas de plata le llaman a ese infierno. Ya me olía yo que tanta amabilidad en el ambiente, que tanta condescendencia con mi habitual vagancia, que tanto sexo a deshora, iba a tener un duro precio que pagar.

Para que se hagan una idea de la mortífera situación a la que me enfrentaba les ofrezco este dato: se trata de mi familia política. No es que mi familia consanguínea (mi madres, mis hermanos y hermanas, sus hijos e hijas...) me traiga mejores perspectivas, ni mucho menos. Mis parientes de sangre son mucho más letales que los de mi compañera. Lo que ocurre es que siempre el peor horror es aquel al que te tienes que enfrentar y, en este caso, se trata del horror de mi familia por afinidad. Entonces digo ahora que mi familia política está compuesta por una serie de cuñados, cuñadas, sobrinos y sobrinas y suegras. Llamo (por sintetizar) cuñados, cuñadas, sobrinos, sobrinas y suegras a la parentela compuesta por los maridos de las hermanas y hermanos de mi compañera, por los hermanos y hermanas de dichos maridos y esposas, por los hijos e hijas de maridos, esposas, hermanas y hermanos, y por las madres de los hermanos y las hermanas y de sus respectivos cónyugues. Los padres de los hermanos y las hermanas y de sus respectivos cónyugues no tienen en este relato importancia porque diversas enfermedades los han llevado a reposar en urnas de incineración que adornan muebles de los años sesenta. No me extraña la muerte prematura de tanto sufrido varón. Un detalle del asunto es que de todos los hermanos, hermanas, cónyugues e hijos e hijas de los susodichos y susodichas, yo soy el varón de mayor edad, pasada la cincuentena, lo cual me convierte en el punto de referencia de autoridad del clan, no por mis méritos ya que carezco de ellos, sino por haber sobrevivido hasta el momento. El cargo es meramente simbólico y no conlleva ningún tipo de respeto hacia las canas, arrugas y pelos que salen de mis siete orificios.

Comprendido lo inútil de cualquier tipo de resistencia, me someto a mi destino y me preparo mentalmente para acudir al banquete. Mi compañera me alecciona: nada de dar la nota; nada de organizar escándalos; nada de comentarios sarcásticos; compostura, seriedad y dignidad es lo que se espera de mí. Como somos personas modestas, de escaso poder adquisitivo, el suculento ágape va a celebrarse en el Dragón Amarillo. Un restaurante chino. Pago, a escote. No hay que ir de etiqueta. He comprendido.

Así que cogemos el coche renqueante que poseemos, y me trago conduciendo trescientos kilómetros para acercarme a la provinciana ciudad en la que residen mis cuñados, Luis y Ana, personajes ya bien entrados en la cuarentena, más que rollizos. Él es un albañil que se hizo hace un par de años cisco la pierna en un agujero de una obra en la que trabajaba sin seguro. Después de muchos juicios e inspecciones lo han jubilado con una paga de 400 euros mensuales. Como de repente la miseria entró en la vivienda adueñándose de la cocina y del armario de la ropa, Ana se puso las pilas y aprobó unas oposiciones de auxiliar del Ministerio de Justicia expulsando del pisito a la recién llegada pobreza. Es decir, que la vida les va viento en popa, salvo que él cogió a continuación una diabetes y una depresión, pero ya se ha recuperado. Como Luis y Ana son nombres que dicen muy poco, a ella la llamaré la Funcionaria de Justicia, y a él el Albañil Jodido.

Bueno, pues llegamos al sitio del restaurante después de recoger de paso a una de mis suegras. Llego ya algo irritado, porque me ha estado contando la buena mujer la tercera operación de rótula que le han hecho y cómo es incapaz de bajar el peso de los ciento veinte kilogramos por una especie de problema metabólico (todo lo que come lo reconvierte en grasa, como esos camellos del desierto). Llego que digo al sitio, sosteniendo con amabilidad y esfuerzo a mi sufrida madre política, que avanza lentamente entre tropiezos, ahogos, estertores y pitidos. Entramos en el Dragón Amarillo. Es un lugar muy modesto. Se abre ante mí una sala comedor con una pequeña barra con la caja registradora, un anaquel con licores que contienen lagartos, paredes desnudas pintadas en rosa, focos en el techo, cortinajes rojos en la ventana, dos potos, una escalera que conduce a los retretes (para hombres, mujeres y minusválidos), la puerta de la cocina, olor a fritanga y ya está. Detecto la extraña ausencia de los elementos decorativos de estos antros: no hay dragones, ni serpientes, ni paisajes montañosos con campesinos doblando el lomo, ni farolillos rojos, ni vitrina con regalos..., sólo mesas, sillas, manteles... Y mi familia, claro, que ha llenado el pequeño local. Nada menos que treinta adultos y un número indeterminado de niños y niñas de diversas edades que corren y aúllan ante la mirada imperturbable y sonriente de las camareras chinas y de las estoicas madres. Especialmente nocivas me parecen dos gemelas: Martineta y Antonieta, que con tres añitos están fijándose fijamente en mí con una fija y maligna mirada. Me saludan con alborozo las camareras chinas, me aclama el respetable público, me besan y babosean los niños y niñas, las gemelas gatean por mis piernas, las suegras, las cuñadas y cuñados también me besan con mayor o menor humedad, y me sientan en una larga mesa. La cosa se presenta peor de lo que pensaba.

Frente a mí se disponen tres mujeres: la central es la suegra a la que he arrastrado y que va vestida de negro, con diversas medallas de oro colgando, cruces, pendientes grueso perlíferos, anillo grueso plateado, gafas y peinado de peluquería; a su izquierda otra suegra (con alzheimer) vestida de marrón con diversas medallas de oro colgando, cruces, pendientes grueso perlíferos, anillo grueso plateado, gafas y peinado de peluquería. Ambas suegras poseen una figura tal, que dejadas a su destino en una helada playa de Groenlandia serían arponeadas sin piedad por algún cazador miope de mamíferos acuáticos. Poseen ambas hembras esas papadas colgantes que juntan la barbilla con la nuez, y que oscilan con los movimientos de cabeza, ora a la derecha, ora a la izquierda... Al lado de la suegra central (que es mi izquierda), una cuñada de unos treinta años, la madre de las gemelas, con un jersey malva de cuello abanicado, tetas caídas y prominentes, broche dorado y florido sobre su pecho izuierdo y pelo semicalvo rojizo de bote, fino y claro. La calvicie es consecuencia del embarazo gemelar, pues antes de la descalcificación y la osteoporosis esta chica lucía una esplendorosa melena. Una Madre Ejemplar y modélica. Aún es joven, sólo tiene una discreta y firme papadita. No puedo ver cómo van vestidas por debajo de la mesa. Me flanquea mi cuñado el Gordo a mi derecha, eso está bien, y a mi izquierda el cuñado padre de las gemelas y Marido Colaborador. Eso está mal. Lo digo por las niñas, Martineta y Antonieta, no por el Marido Colaborador, pobre. Me concentro en estos personajes. Saludos, voces, etc. Estamos a catorce de marzo de 2004. Jornada electoral. Mientras el país está conmocionado por lo de las bombas de Atocha, unos afanándose por mantener el poder, los otros por conquistarlo, los de más allá viendo a quién votan..., yo ando conmocionado por otros asuntos.

Inicio una cortés conversación con la suegra con alzheimer. Esta señora está a ratos brillante y lúcida, y a ratos me confunde con su marido o con alguno de sus hijos, o con alguno de los maridos de sus hijas. Renuncio a sacarla del error. Así que me dirijo a mi cuñada Madre Ejemplar, le pregunto por su vida y ella contrataca preguntándome por mi hija, que por qué no ha venido. Le contesto que mi hija tiene quince años y que es contraproducente traerla, a no ser que queramos convertir esta comida en la más sádica tortura del planeta. Me pregunta que con quién se ha quedado. Le contesto que sola, pero que no hay problema porque tiene novio y la estará acompañando. Me pregunta que cómo puedo consentir que una adolescente cargada de hormonas se quede a solas durante dos días con un adolescente pichabrava. Le contesto que confío en mi hija y que antes de irme les he dejado una caja con venticuatros preservativos del supermercado TODOCOMIDA del barrio, explicándoles cómo funcionan. Afirma que me he vuelto loco, que carezco de responsabilidad, que a los hijos hay que tratarlos con firmeza y cuando le voy a contestar siento una pedazo de patada en mi tobillo derecho que me ha asestado el Gordo, que no ha movido en la operación ni un solo músculo de su plácida y oronda cara. El Gordo es un tipo que me cae bastante bien, otra víctima de la familia, como yo. Opto entonces por mentir y le contesto a mi cuñada que en realidad estoy bromeando y que mi hija se ha quedado con sus abuelos. Suspiro de alivio de la Madre Ejemplar. Pido entonces a una simpática camarera una cerveza de la marca Tsingtao, auténtica cerveza china que sabe como la Cruzcampo de litrona. Lo hago más que nada por refrescarme, porque la verdad, nunca bebo. Le pregunto entonces a la cuñada que cómo se le ocurrieron esos nombres tan bonitos de Antonieta y Martineta para sus gemelas, creo que no me oye, le voy a repetir la pregunta y de nuevo un calambre me enmudece cuando el Gordo con sus gordezuelos dedos me pega un pellizco retorcido en el muslo. Me concentro en la cerveza y en evitar los proyectiles de las gemelas.

Llega el momento de pedir de comer. Yo ya tengo decidido zamparme lo de siempre: rollito y arroz tres delicias. Pero no ha lugar a la petición individual ya que la Funcionaria de Justicia designa al Gordo para que pida el menú. Imperturbable, sin ni siquiera consultar la carta, con la experiencia que dan los años, el Gordo pide del tirón y sin dudar diez refrescos bajos en calorías, diez jarras de cerveza, treinta rollitos de primavera, siete de arroz tres delicias, cuatro de pollo al limón, ocho de pato a la pekinesa, cuatro de arroz banda (una especialidad), cinco cerdos agridulces, dos cerdos con guindillas, dos de costillas asadas de cerdo, dos costillas agridulces, cinco de gambas con arroz, cinco de gambas salteadas, dos de langostinos rebozados, un cangrejo frito, tres de tallarines con ternera, pan de gambas a discrección, pan español para las suegras y palillos. Le digo que es mucha comida, y me contesta que no, que no me preocupe, que ya veré como no sobra nada, que de eso ya se encarga él y el grupo de suegras. Horrorizado, me pido otra Tsingtao. Hay un estrépito de voces, carreras de niños y risas increíbles. Tal vez debería describir al Gordo. Él es un tipo gordo, que pesará unos ciento treinta kilogramos de masa y peso. Lo que más me llama la atención de él son sus gafas, pequeñas, cuyas patillas se enclavan en la carne como si no quisieran salir de ella. Sudoroso, calvo rapado. El perímetro de la circunferencia que va de la frente a la coronilla es notablemente inferior al que va de su nuez a sus cervicales, ofreciendo un aspecto de cono muy gordo en la base y ligeramente achatado en el vértice, eso sí, un cono con gafas enclavadas. Un buen tipo y un genio del dominó. ¡Qué memoria tiene!

Efectivamente, llegan los rollitos y primeros arroces, y el personal se dedica a despanzurrarlos con el mismo entusiasmo que un orco a un hobbit. Menos las Grandes Señoras, todos y todas demostramos una gran habilidad para comer con palillos, fruto de una larga secuencia de visitas a restaurantes baratos de este tipo. Una vez doy cuenta del rollito y de media ración de arroz tres delicias, me dedico a contemplar el espectáculo. Ahora, mientras escribo esto, me miro en una foto en la que estoy contemplando a las suegras con una expresión similar a la de un zoólogo estudiando a un nuevo insecto. La suegra central vestida de negro dice entonces que no sabe a quién va a votar en esta ocasión, porque son todos unos sinverguenzas. La suegra colateral vestida de marrón le dice que a ella con quien le ha ido bien es con los sinverguenzas del PP, y que entonces..., su vecina dice que efectivamente, que los socialistas fueron unos sinverguenzas que no les subían las pensiones de viudedad (cobran todas menos de 600 euros). El PP en cambio las ha subido casi treinta euros. Me preguntan que a quién voy a votar y contesto escuetamente que yo no voto. La Madre Ejemplar interviene para asegurar que los socialistas son unos sinverguenzas, unos ladrones, vagos y aprovechados, y relata una larga historia en la que uno de sus compañeros que fue ascendido a jefe por ser del partido ha comprado varias casas y anda invirtiendo aquí y allá, pero que es una irresponsabilidad no votar, porque hay que echar al PP, y que ella va a votar al PSOE..., en ese momento llega el pollo con limón, sumergido en una gelatina temblorosa, caliente y transparente y cesan las conversaciones para compartir el alborozo y felicidad que crea ese desdichado volátil, al cual yo, particularmente, me inclino por no tocar. La Madre ejemplar asesta un capón a Martineta por haber echado un bolo de arroz perfectamente masticado y ensalivado sobre un plato de cerdo agridulce. Más le tendría que haber dado a esa criminal.

Ahora cambia el tercio y se acerca hacia mi posición la homenajeada, la cuarentona funcionaria de justicia. Lleva un peinado similar al de la ministra Ana Palacios, una blusa de seda rosa, un broche con floripondios sobre el pecho izquierdo, una sobria falda oscura, medias negras y zapatos de tacón puntiagudos color crema de bollo frito. La cara le brilla, no sé si por el maquillaje o por la grasa que rezuma. Gafas grandes y cuadradas. Sonrisa. Espacios interdentales amplios y negros. Me levanto y la beso en la mejilla. Ella tiende en el tiro más a los labios de lo que debiera, y siento la húmeda saliva en las comisuras, lo cual me obliga a sacar la lengua para limpiarme. Me pregunta que cómo me va, que esto y que lo otro. Se nota que se ha tomado ya un litrillo de cerveza. ¡Que si tengo un porro dice la tía!, ¡pero si no fumas ni tabaco!, ¡si eres una funcionaria!. Un día es un día, venga. Mi compañera me mira con aprensión y le respondo en silencio que no se preocupe. Salimos fuera, nos metemos en la furgoneta, discretamente me hago un canutillo algo cargado. Dialogamos. ¿Eso que has aprobado qué es? Unas oposiciones de funcionaria. ¿Pero de qué categoría? Auxiliar del Ministerio de Justicia. ¿Y ahí qué haces? Un trabajo muy importante. ¿Y en qué consiste? En controlar todos los documentos de los juicios. ¿Eso es como auxiliar administrativo? No lo sé, no sé a qué se corresponde en otras administraciones. ¿No? No. ¿Y cuánto ganas? Tampoco lo sé todavía. ¿Es aburrido tu trabajo? Es apasionante, la ley y su cumplimiento son las bases de nuestra sociedad. Toma el porro. Se lo doy, lo enciende, fuma, habla habla y habla, sigue fumando, sigue hablando, se termina el porro, ¡que si tengo un tripi! pregunta la moza, pues no, y volvemos a la mesa. La funcionaria de justicia está ahora eufórica, muy alegre, pega grandes voces, llama la atención, bebe cerveza, ataca cruelmente el pato a la pekinesa. Uno de sus cuñados le comenta algo y la otra le espeta que le importa un comino lo que le está diciendo, que no le interesa, vamos. El otro que se queda cortado, la otra que se echa más cerveza, su marido que ajeno a todo está haciendo fotos con una digital, las gemelas gritando, las suegras pasando dignamente la mano por el pecho y el Gordo engullendo como un poseso el cangrejo frito. La funcionaria entonces me grita desde su posición que estoy muy callado, pues qué remedio me queda, ¡qué triste pareces!, es por el pollo, cántate algo venga... Su marido también me incita, más gente y finalmente accedo a cantar un corrido que narra la historia de un tipo, Rosendo Fuentes, que asalta por la noche el cortijo de un coronel de federales con la intención de robarle caballos, pero que es sorprendido por la hija. Se miran, tienen un flechazo y acaban en la alcoba, dispuestos a hacer el amor desnudos cuando aparece el padre, saca el revólver, pero Rosendo es más rápido y le asesta un machetazo en el cuello al que debería de ser su suegro. Finalizan el apasionado coito junto al padre muerto.

Don Pedro sacó la pistola
no pude divisar nada
en la alcoba de Camila
brilló una hoja acerada
se clavó en un cuello viejo
y volvieron a la cama.

Luego se lía la de San Quintín en la persecución, porque tiene que huir, claro.

Se oyeron unas descargas
no pude llevar la cuenta
en la ribera del Tronchos
cantaba un M-60
cacareaba un R-15
y distintas metralletas

Bueno, yo hago distintas variaciones del tema, no es exactamente así, pero creo que queda bien. Finalmente Rosendo se salva y regresa cuando acaba la bola (la revolución) a buscar a su amada para encontrarse que la muy coqueta se ha casado con un charro y ya tiene cinco hijitos. Hay un duelo, muere, etc. He cantado con voz cascadilla, desafinada y potente a la vez, pero casi todo el mundo se divierte con esta historia romántica y moral, tan alejada de esos tristes espectáculos de la tele basura. Ahora el cuñado accidentado empieza a cantar por soleares, momento que aprovecha su mujer la funcionaria para pedirme que la acompañe al retrete, que ella no sabe donde está, se lo indico, ella insiste, se tambalea un poco, se ríe mucho, que se está orinando me dice con voz bajita, jijiji, me coge de la mano y me lleva a la escalera, yo que nunca he intimado con esta señora, mi compañera que no me pierde ojo, no pasa nada, yo que me resisto hablándole a la funcionaria con suavidad, ella que comienza a subir, yo que la retengo, ella que insiste, yo que resisto, ella que tira, yo que aguanto, el camino se hace larguísimo... Y entonces, cuando está casi arriba, supongo que por tanta demora y culpa mía, abre las piernas y se mea. Una meada gorda, como la de esas vacas del campo. De ahí debe de venir lo de “mea culpa”. Ella que suelta un suspiro y pone una cara rarísima, me suelta la mano, y yo que aprovecho para bajar a toda velocidad perseguido por un chorro serpenteante. Antes de que nadie se dé cuenta de nada (o de que alguien se de cuenta de algo), me dirijo a la camarera, la pongo al corriente y ella con discrección oriental lo recoge todo. Nadie se percata de qué es lo que realmente pasa en esa escalera. Mi cuñada, la funcionaria, baja algo más serenada, supongo que se habrá secado con alguna toalla o con un secamanos eléctrico direccional porque he estado escuchando el lejano zumbido durante unos minutos. Me imagino la postura que habrá tenido que poner y me estremezco. Yo me ubico en mi silla, donde el gordo está zampando unos langostinos, apoyado por ambas suegras y la Madre Ejemplar. Creo que lo peor ya ha pasado. Pero siempre, siempre lo peor está por llegar..

Como tengo mucho calor, me pido la quinta Tsingtao, y estoy en ella cuando siento que algo me sube por la pierna. Mantengo la calma y sigo como si nada. Continúa subiendo y bajando en un toqueteo acariciante. Identifico el objeto sospechoso como un pie. Sin duda alguna: es un pie con sus deditos. Mi ro a mi derecha. No, el Gordo no puede ser, pues está dando buena cuenta de los langostinos. Miro a mi izquierda. No, el Padre Colaborador está siendo torturado por las gemelas que se han puesto en huelga de hambre. Miro al frente. Están las dos suegras y la cuñada. No puede ser. Calculo la distancia. La que sea tiene que tener una pierna telescópica. La Madre Ejemplar es dificilísimo, imposible, que pueda llegar hasta mi pierna, porque está lidiando con las hijitas. Así que es una de las dos suegras. Imposible. Intento mirar debajo del mantel, pero de inmediato el pie explorador se retira y cuando inspecciono sólo veo una serie de piernas gordas cubiertas por medias y en sus respectivos zapatos. Esto es mosqueante. En cuanto levanto la mirada, en escasos segundos, de nuevo empieza el toqueteo del piececito. Me quedo quieto. No es que me excite esta situación precisamente la líbido, sobre todo teniendo enfrente a esos tres fascinantes fenómenos femeninos, y escuchando al lado los gorgoteos del Gordo devorando marisco, pero me ha entrado curiosidad. Tengo que ver hasta donde llega esto.

Así que sudando, echándole valor y verguenza gitana al tema, me quito el zapato izquierdo y toco el pie. Se asusta, se retira, se retrae, pero enseguida vuelve. Las tres mujeres que están ante mí tienen unos comportamientos totalmente antilujuriosos. Siguen hablando de sus cosas, comen, beben, la Madre Ejemplar da órdenes a su marido... ¿A quién diablos pertenece este pie que me está hurgando en la parte interna del muslo? Me muevo, se aparta de golpe, alargo entonces mi pierna, no toco nada, exploro, nada, saco el zapato de mi pie derecho, estiro, exploro, ahora sí. Una pierna gorda. Se trata de una suegra. ¿Cuál?, ¡si tienen artrosis!, ¡si apenas pueden caminar!, ¿cómo tienen ganas de hacer piecitos? Empiezo a ascender con suavidad, con pequeños toques, llego a un muslo rotundo, lleno de bolas de grasa grandes como rodamientos de camión, me adentro con audacia, siento las costuras de una braga barriguera gigante, y entonces estalla, la suegra con alzheimer, la que va a votar al PP, pega un chillo, se levanta, tira la silla, se lleva las manos al pecho como si el mismo diablo la quisiese violar y emite sonidos similares a los de una rata a la que se le pise el rabo, el Gordo se atraganta, la gente se asusta, la Madre Ejemplar acude en su auxilio, las gemelas pegan saltos, yo me pongo los zapatos aprovechando la confusión, la suegra se sienta de nuevo en posición de desparrame abanicada por tres o cuatro personas, mi compañera me mira desde lejos con esa mirada. No sé, creo que ha habido un malentendido, pero como tengo la seguridad de que cualquier explicación no hará más que empeorar las cosas, opto por un discreto papel en la recuperación de la señora, que afortunadamente explica que no sabe qué es lo que pasa, así que entre la parca explicación que da y sus despistes, nadie le hace caso. En esto que el Gordo, hombre prevenido, le toma la tensión con un aparato a pilas que saca de una maricona. Tiene diecinueve once de tensión y taquicardia de ciento veinte pulsos por minuto, así que le un adalat sublingual para que le baje la tensión, un seguril para que mee y un orfidal para que se tranquilice anunciando que de esta manera que no pasa nada que puede seguir la fiesta. Todo está correcto. El Gordo es un partidario de la automedicación, un ser extraordinario, eficaz, competente, lleva fármacos curativos de todo tipo: corticoides, broncodilatadores, cardiotónicos, hipo e hipertensores, antiglucemiantes, analgésicos... Parece médico, y eso que es profesor de sociales.

Vaya, cuantas emociones. Lanzo a mi compañera suplicantes miradas pidiendo que huyamos, y ella con gesto imperioso y furioso me indica que espere. La Funcionaria de Justicia ha recuperado de nuevo el buen humor y besa lingualmente a su marido, rolliza, brillante, con los cachetes colorados. El marido devuelve el beso con entusiasmo. La anestesia del alcohol y la euforia del porro respectivamente, supongo. La Funcionaria explica que ahora tiene por delante la aventura de ser destinada a quién sabe dónde; el Albañil Jodido, alegre, dice que la seguirá a dónde sea necesario; yo aclaro que no hace falta que la siga, que puede quedarse en casa...; mi cuñado el Gordo me pega una nueva patada, se está pasando el tío, esta me ha dolido pero que mucho. Me encierro en un silencio furioso mientras que se me va pasando poco a poco el dolor. Estamos llegando al postre, y parece que no van a traer más bandejas de comida. Solicito una sexta Tsingtao y cedo mi postre al Gordo.

Y ahora viene una buena. Los chinos se ve que están dispuestos a tirar la casa por la ventana, porque traen una tarta (que estaba encargada), pero la acompañan dos trabajadores de la cocina, uno con unas bengalas encendidas, y el otro con una especie de instrumento de repercusión, unos timbales o algo así que contribuyen a incrementar el vocinglerío, al mismo tiempo que cantan el «cumpleaños feliz». Aplausos. A ver quién les explica a los chinos que esto es un aniversario de boda. Efectivamente, la enorme tarta porta dos velitas en forma de dos y de cinco, encendidas, y una leyenda escrita con nata de «Feliz Cumpleaños». Le pregunto a la china que ha colocado ceremoniosamente la tarta en la mesa que qué le parece la celebración, y me contesta en un castellano poco entendible y casi literalmente: «que la pareja muy bien para años en cumpleaños, pero gemelos no jóvenes, niños traen felicidad a ancianos». Prefiero no profundizar en el ignoto y chinesco significado de estas palabras, porque lo mismo piensa que estamos celebrando una costumbre española extraña en la que los hermanos se besan con lengua. Da igual. Todo el mundo está muy feliz y muy contento. A la suegra se le ha pasado el sofoco, a la funcionaria la verguenza, al Gordo le da mucha alegría la tarta, a la Madre Ejemplar le quita el broche del jerse una de las gemelas y lo manda a tomar por saco, el Marido de la Funcionaria ríe como una sirena de fábrica, a mí se me ha pasado el dolor de la pierna y todos, qué le vamos a hacer, cantamos el «cumpleaños feliz». ¿Que por qué canto yo? porque mi compañera, no sé por qué, me mira, y al ver mi cara, se acerca a mí muy sonriente, cantando, dando saltitos alegres como una cabrita en un prado, haciendo una especie de contoneo bailable, me coge la manita, me mira fijamente, con los ojos muy abiertos, mucha sonrisa expresiva, y me dice, canta, y, claro, yo canto mientras me hago un zapateado. Mi compañera es, con gran diferencia, la mujer de mejor corazón, la más fiel, la más mona, la de mejor tipo, la más cariñosa, la más anarquista y la de peor genio de la sala. Cualquiera no canta. Termina el «cumpleaños feliz» y un cuñado anónimo (sea toda su casta envuelta en mierda) entona el «feliz feliz en tu día», y hala, a darle al bel canto. La china que quedaba fuera de juego tras la barra llega y entrega con mucha ceremonia los «regalos»: una cajita de plástico transparente que contiene una tacita y unas flores amarillas de papel junto a un tubito de perfume acuoso. El conjunto lleva una misteriosa leyenda oriental, algo así como «gift flower». Hay también cuatro pajaritos de cera y dos jarroncitos plateados, bien de alpaca, bien de plástico pintado, no me acerco a hacer las comprobaciones. El conjunto de regalos tiene unos trece centímetros de altura. Y ahora la china de los regalos saca de no sé dónde una de esas espadas japonesas grandes y curvadas, ¡joder, qué miedo! y la entrega a la pareja para cortar la tarta. El chisme debe de pesar lo suyo, porque la funcionaria la maneja con algo de torpeza y temo por algún cuello, pero entre ella y su marido van cortando milimétricamente la gran tarta, que se reparte con generosidad. Entrego mi parte al gordo, que ha pedido café con leche condensada. Y acabo que esto se hace ya eterno.

Nos traen unas botellas de licor chino, y yo pido de la del lagarto por fastidiar. Ahora café y yo la séptima Tsingtao porque hace mucho calor, y las gemelas me acosan, y aparece el champán. Espero que no hayan puesto un control de alcoholemia a la salida del restaurante. Y llega la hora de pagar. A mí me habían dicho que el ágape se abonaría a escote. Pero obsevo que, magnánimo, mi cuñado, el Albañil Jodido, sometido a la euforia y alegría de esta celebración, va a pagar él sólo. Bueno, no lo dice, si no que observo su maniobra, acercándose a la barra y hablando con la china ¿qué estará tramando? Me acerco y veo que le están preparando la cuenta. No se te ocurra pagarlo todo que te veo venir, sí sí hoy invito yo, no hombre, sí que es mi aniversario, pero hombre, nada, tresientos sicuenta eulos señol, ¡santo dios!, no vayas a pagar solo, sí quiero invitaros y sobre todo a ti que de todos mis cuñados eres el mejor, el que más quiero, el más cojonudo, el que ha venido de más lejos, el que siempre me ha ayudado, joder Luis no puedo dejar que pagues tú solo, trescientos cincuenta euros, venga déjame que te ayude a pagar, no, sí, hombre..., bueno a medias, vale, aver, cuánto tenemos, ¡mierda! pues entre los dos no juntamos ni cincuenta euros. Así que tiro de tarjeta de la caja de ahorros, pago yo y quedamos en que después me dará la mitad de la cuenta. Ya sabes que puedes contar conmigo, ya lo sé, no te preocupes que yo pago la mitad, no te preocupes tú que yo no me preocupo.

Hasta ahora que recibí mis ciento setenta y cinco euros. Quien me mandará a mí abrir la boca.

La familia, ¡qué horror a abolir! Incluso antes que el Estado.

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