Sindicatos a la deriva

Beltrán Roca y Jon Las Heras / El Salto Diario

La proximidad del primero de mayo invita a reflexionar sobre la situación actual del movimiento obrero. A nivel global, en los antiguos estados del bienestar la competencia de las economías emergentes y las estrategias de acumulación capitalista han puesto en jaque a las organizaciones que hasta ahora representaban los intereses de la clase trabajadora. Para poder competir en un mercado global, las empresas exigen una creciente desregulación y flexibilización que mina las fuentes tradicionales de poder sindical en sus diferentes vertientes (como una alta densidad de afiliación, la existencia de grandes empresas que concentraban mucha mano de obra o bajas tasas de desempleo, entre otras).

En nuevos sectores de la economía predominan relaciones laborales “atípicas” en las que la organización sindical es extremadamente difícil o inefectiva en los términos tradicionales. Y usamos “comillas” porque siempre han existido fracciones de clase trabajadora desplazadas de las diferentes formas de paz social que han mantenido contentos a ciertos sectores de la clase media o a la aristocracia obrera. En cualquier caso, la pérdida de poder sindical no es algo a celebrar: la amplitud de las políticas de redistribución de la riqueza en un estado son directamente proporcionales a la vigorosidad del movimiento obrero y la posición del mismo dentro de la división internacional del trabajo. La pérdida de poder sindical ha tenido su correspondencia en el plano político-institucional. Al no constituir una amenaza para los intereses empresariales en un mercado laboral europeo o mundial, los compromisos institucionales que respaldaban la acción sindical se están resquebrajando. La falta de recurso al diálogo social por parte del gobierno, la imposición unilateral de reformas laborales o la regulación restrictiva del derecho de huelga, por ejemplo, ilustran esta tendencia. Los sindicatos, como consecuencia, se encuentran a la deriva. Sus direcciones oscilan entre presentarse como interlocutores “responsables” para reclamar la restitución de un pacto social que nunca llegará, o tender puentes con las nuevas expresiones de la protesta.

En España el punto muerto en el que se encuentra hoy la apuesta electoralista ha favorecido lo que parece la apertura de un nuevo ciclo de movilizaciones en las que los sindicatos mayoritarios han tenido un papel secundario y, en ocasiones, cuestionable. Éste es el caso de la huelga feminista del pasado 8 de marzo, o de las masivas movilizaciones de los pensionistas. El desapego hacia CCOO y UGT del 15M ha vuelto a aparecer, y el sindicalismo alternativo, a pesar de sus muchas limitaciones, ha demostrado sus afinidades y compromisos con los nuevos movimientos sociales.

Pero los ejemplos en España de las nuevas formas de organización y representación de la clase trabajadora no se limitan a estos dos movimientos. Las Kellys, los manteros, los jóvenes emigrantes, los inquilinos, precarios..., en definitiva, importantes fracciones de la clase obrera se auto-organiza al margen –en ocasiones en contra– de los sindicatos tradicionales. Esta tendencia, sin embargo, no es exclusiva del Estado español, sino que puede reconocerse en numerosos antiguos estados del bienestar. En la ciudad de Nueva York, por ejemplo, muchos trabajadores del comercio y la hostelería se sienten más respaldados por organizaciones no lucrativas que lanzan campañas por la subida del salario mínimo, que por sindicatos tradicionales que tratan de firmar convenios.

La falta de rumbo del movimiento sindical y la aparición de nuevas formas de activismo laboral nos llevan a cuestionarnos si estamos asistiendo al momento de la eclosión de un nuevo movimiento obrero en Europa y otros países del Norte global. Es pronto para saberlo, pero lo que sí parece es que el conflicto de clases está adoptando nuevas formas en respuesta a la reestructuración global de la clase obrera (principalmente a causa de la deslocalización de la producción en el Sur global y la transformación neoliberal de la organización y la regulación del empleo). Una de las manifestaciones más importantes de dicha dinámica es la quiebra de la política social, que otorgaba unos derechos y protecciones a los sectores más vulnerables de la clase trabajadora.

Ante este panorama, este primero de mayo habrá que desfilar con los sindicatos, importantes bastiones de resistencia, pero también con las mujeres, los pensionistas o las migrantes. En todo este amasijo de organizaciones, alianzas y divisiones que constituyen de alguna forma la historia de la lucha obrera y, por consiguiente, del capitalismo, lo que habría que tener claro es que ni los sindicatos ni los nuevos movimientos obreros son o pueden llegar a ser la solución a todos los problemas de la clase trabajadora. De hecho, los problemas a atajar solo emergen y cobran sentido desde una praxis crítica con el orden establecido. Es decir, que los sindicatos no son estáticos ni conservadores por definición, ni los nuevos movimientos van a ser la respuesta mesiánica que todas llevábamos esperando. Los unos son la institucionalización o la burocratización de una forma de organizar la lucha obrera, y que responde mayormente a una lógica de negociación colectiva de finales del siglo XIX y todo el siglo XX. Lo que no quiere decir que los sindicatos tradicionales no puedan cambiar su propia dirección, su presente, como la experiencia del sindicalismo vasco atestigua, sino que requieren de una reflexión crítica y audaz por parte de los diferentes estamentos o facciones dentro de los mismos para llevarlos a posiciones más beligerantes a través de nuevos discursos y formas organizativas que incorporen y movilicen a todos aquellos grupos desplazados de sus ahora ya antiguos métodos de acción. Por otra parte, los nuevos movimientos nacen de la necesidad de dar voz a aquellos problemas que la clase obrera organizada no ha sido capaz de atajar. Ese nuevo espíritu contestatario, esa obstinada creatividad subversiva puede llegar a ser capaz de empoderar a aquellas de “inferior rango” y sobrepasar las capacidades de los sindicatos tradicionales para transformar y mejorar las condiciones de vida de todas. Por todo esto, es importante ser conscientes de la necesidad de luchar dentro y fuera: para transformar y radicalizar aquellas estructuras de poder ya existentes que no solo respondan a los intereses del capital, como los sindicatos o, quizás, incluso el Estado, a la vez que creamos nuevas formas de vida social que transciendan los límites de dichas instituciones. En ese eterno dilema, que cada cual actúe de la forma más eficaz y honrada posible, porque la historia no está escrita.

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