El descrédito (editorial Argelaga nº 6)

¿Qué es la democracia? La democracia es el robo, hubiera contestado un nuevo Proudhon a juzgar de las cantidades exorbitantes de dinero público que fluye hacia las arcas de los particulares bien situados o bien relacionados con los partidos, tras haber «donado» la cantidad que procede a fundaciones-tapadera o haberla entregado directamente a los receptores políticos en sobres o bolsas. Los apologistas del régimen y, en general, los que de alguna manera se benefician de él o tratan de justificar sus privilegios, han dicho por activa y por pasiva que la democracia es el estado de libertad y derecho que los españoles nos dimos después de duras luchas contra el franquismo. La dictadura era la soberanía del dictador; la democracia es la soberanía de la nación, que no se ejerce directamente, sino a través de un parlamento compuesto por diputados de partido y de un gobierno de partido. Es pues una soberanía delegada. No se trata de la soberanía de la ley, de la verdad o de la razón, atributos de un pueblo libre, sino de la soberanía de los partidos, o mejor de las cúpulas de los partidos, que recogen a la vez el testigo de la dictadura. Estructurados verticalmente, funcionan como maquinarias burocráticas cuyo poder se concentra en una dirección dotada de gran discrecionalidad. Los «españoles», la «nación» o «España» son entes imprecisos en sí, cuando no son meras formas de decir Estado. El Estado español los define a su imagen y les da forma, no al contrario: la Autoridad determina lo que es pueblo español y lo que no es. El estado es el verdadero soberano, y los partidos ahora son su esencia: lo que llaman «democracia» es en realidad un régimen partitocrático, capitalista por más señas. La partitocracia responde a una forma particular de representación de la voluntad popular secuestrada —considerada ésta como deseo de la «ciudadanía», o sea, del electorado cautivo— que corre a cargo de asociaciones particulares de intereses: los partidos. Éstos van asociados a los negocios, puesto que la profesionalización y el tren de vida de sus dirigentes, las necesidades financieras de los aparatos y la propia naturaleza desarrollista del Estado obligan a esa relación. Y así se ha dado la paradoja de que el coste de la supuesta democracia, y por lo tanto, de la supuesta soberanía nacional, viene determinado por el apetito enorme de la burocracia partidista. El ejercicio democrático no es algo distinto del aprovisionamiento. La partitocracia española es un ejemplo palmario de lo que hablamos.

El régimen de partidos tardó un tiempo en consolidarse; el que necesitó para controlar las carreras de altos funcionarios y jueces, disponer del dinero de las cajas de ahorro, crear montones de organismos que promulgasen leyes urbanizadoras y numerosísimos cargos inútiles. En una coyuntura expansiva de reconversión estatal, impulso de la obra pública innecesaria y especulación inmobiliaria —responsable de la creación de una masa asalariada conformista— la partitocracia disfrutó de un alto grado de aceptación social. Las relaciones de la política con el dinero de los constructores parecían beneficiar a todos, o al menos, no perjudicar a demasiados. Por eso, lo que llaman democracia pudo descansar casi tres décadas en la mentira de que los políticos trabajaban mal que bien por el interés general, y de que no formaban una clase social particular, una especie de élite extractiva, con intereses que no tenían nada de públicos. Sólo cuando sus unilaterales decisiones destinadas a paliar las nefastas consecuencias de la globalización económica lesionaron el peculio de amplios sectores de gobernados, surgió la decepción y el enojo popular. A pesar del control de los grupos financieros sobre los medios de comunicación, las exacciones de los partidos saltaron a la primera plana. Cualquier evidencia de prácticas corrientes y asumidas como por ejemplo, la administración desleal, el amiguismo, la malversación o el cobro de comisiones, fue interpretada como un abuso intolerable por quienes nunca antes se habían ocupado más que de sus asuntos privados y siempre habían firmado cheques en blanco a los partidos. En esta atmósfera de indignación pacata, algo tan obvio como la financiación en negro de los partidos y sindicatos, las tarjetas opacas de las cajas o las cuentas oscuras de los allegados y familiares de políticos, resultaban irritantes y desmoralizadoras a quienes habían cumplido religiosamente con el ritual del voto y la declaración de Hacienda. El hecho de que las revelaciones obedeciesen a denuncias interesadas, hallazgos accidentales, abusos imposibles de ocultar o simples derivaciones de otros casos, por más que los jueces miraran para otro lado, tenía la virtud de poner en evidencia tanto la honestidad de los políticos como la independencia del poder judicial, rebajado a mero instrumento de la partitocracia. Pero ¿hay alguien que realmente crea en la justicia?

La crisis de la Justicia viene de lejos, de cuando se volvió trivial el hecho de que era una para los «representantes» y otra para los «representados». En términos caciquiles: una para el caballo y otra para el que lo ensilla. La Justicia española está centrada casi exclusivamente en el pequeño delito contra la propiedad y el trapicheo al pormenor. A la cárcel sólo van los pobres, no los ladrones de guante blanco o los corruptos. De los 70.000 presos actuales, en plena sucesión de escándalos de corrupción, solamente hay 35 por «delitos económicos». La Fiscalía Anticorrupción —y más aún los juzgados de instrucción— es incapaz de perseguir la delincuencia política. En teoría la ley autoriza el procesamiento del presunto culpable, pero en la práctica, sobre todo cuando aquél está protegido por un partido, las dificultades procesales, la provisionalidad de los instructores, los retrasos y la falta absoluta de medios, la hacen casi imposible. La instrucción suele frenarse, aplazarse o incluso estancarse durante años, y cuando finalmente llega la causa a los tribunales, los acusados son condenados a unas penas simbólicas, cuando no absueltos o indultados. Los jueces, que temen complicarse la vida profesional, se dejan presionar y obedecen a instrucciones superiores, evitando pruebas y testimonios que induzcan a condenas. Por otro lado, los miembros de las máximas instancias de la judicatura, el Tribunal Supremo, el Constitucional, la Fiscalía del Estado y el Consejo General del Poder Judicial, deben su nombramiento al consenso partidista, así como las correspondientes instancias autonómicas, por lo que es poco probable que actúen en detrimento de los intereses de quienes les colocaron en sus asientos. Es más, tal situación ha permitido que la corrupción se introdujera en el aparato judicial, como antes había hecho en el funcionariado.

Desde los comienzos de la Transición, la corrupción ha sido prácticamente legal; por eso se halla tan generalizada. Hasta la reforma del Código Penal de 2013, la financiación ilegal de los partidos no era delito; ni siquiera existían éstos como entidades susceptibles de responsabilidad jurídica. La prevaricación, la fechoría política más grave y extendida, no comportaba pena de prisión. La Ley de Contratos aún permite adjudicaciones sin pasar por concurso con tal que el coste se fraccione, mientras que la ocultación de dinero al fisco por debajo de los 120.000 euros no se considera fraude. No existe ninguna oficina que estudie el origen de los patrimonios sospechosos, pero además, los cargos electos son aforados y, por lo tanto, sus desmanes no pueden ser investigados más que por tribunales superiores, cuyos miembros son nombrados oportunamente en los parlamentos. Así pues, los políticos imputados participan en la elección de aquellos que los han de investigar: se puede suponer el resultado de las indagaciones. El Banco de España, la Comisión Nacional del Mercado de Valores y el Ministerio de Hacienda son muy remisos a facilitar datos a los jueces, y lo hacen con cuentagotas. El Tribunal de Cuentas no puede cruzar datos con la Agencia Tributaria, la contabilidad de los partidos es comunicada con seis años de retraso y, en fin, los aumentos patrimoniales, los sobresueldos, las dietas y los gastos de los políticos son imposibles de establecer si no se producen filtraciones; las prácticas locales recaudatorias siguen ignorándose, y en definitiva, la procedencia y la cuantía del dinero que maneja la clase política se desconoce completamente. Se tiene la impresión de que todo el sistema judicial esté organizado para permitir la corrupción. Por eso no hay medidas que logren atajarla.

Hasta ahora los escándalos no habían acorralado a los políticos, puesto que la masa satisfecha y optimista que los votaba no consideraba males mayores, por ejemplo, el tráfico de influencias, la información privilegiada, la falsedad documental, el fraude, la estafa o el cohecho, ya que directamente no la afectaban. La prueba es que los políticos prevaricadores obtenían amplias victorias electorales. Parecía que el enriquecimiento ilícito, el despilfarro y el nepotismo los hacían más populares. La masa domesticada de votantes no cuestionaba la captación irregular de fondos, el blanqueo de capitales o la patrimonialización de las instituciones, sino que lo consideraba todo como una característica común de cualquier «democracia». Pocos creían ilegítimo aprovechar oportunidades de hacer dinero cuando se ocupaba una poltrona. La «democracia por la que tanto habían luchado los españoles» era obra exclusiva de los partidos y, como ésta se fundamentaba en la confluencia del interés privado y el interés político, lógico era que los cargos públicos se llenaran los bolsillos. Pero el principio cínico del vive y deja vivir —ocúpate de tus asuntos y deja robar al prójimo— solamente funciona en época de estabilidad y bonanza. Otra cosa muy diferente ocurre cuando ordeñar las instituciones coincide con —e incluso conduce a— la quiebra, el paro, las privatizaciones, los desahucios, los recortes y el irritante rescate de la banca. Ante un reparto desigual de los costes de la crisis y una revelación brutal del alcance de la corrupción, lo menos que se puede decir es que la sumisión se hace pesada. El «pueblo» ya no tan resignado —la clase media asalariada, los empleados en precario y los jóvenes sin expectativas— pierde la confianza en los partidos tradicionales y sabiéndose victima de sus responsables, exige que los victimarios devuelvan el dinero robado y que los culpables paguen por los desperfectos. Como masa timada y perdedora empieza a cuestionar la administración partidista, originando un vacío que el soberanismo y las nuevas formaciones ciudadanistas se han aprestado a llenar.

El hastío de masas no lleva aparejado un rechazo frontal de todos los partidos, sino la exigencia de una renovación de la partitocracia. Es el momento de las opciones regeneracionistas e independentistas, no el de las luchas populares autónomas. La violencia necesaria para ello no sale de los estadios deportivos. Para la masa perdedora no se trata de salir a la calle; más bien de salir en los medios. O de salir a la calle para salir en los medios. Ahora los escaños se obtienen en las tertulias televisivas y en las entrevistas. Por otra parte, el rechazo no es compartido por todos: en 2009 la corrupción preocupaba solamente al 9% de la población. Al despuntar 2013, tras cuatro años de crisis, una encuesta de El País mostraba que el 48% del público admitía empezar el año con espíritu animoso, frente a un 43% pesimista. Al menos casi dos tercios de la masa afecta al parlamentarismo —la que no está en paro— aún se creía a salvo de la crisis. Aunque opinaran que la economía andaba de mal en peor, casi todos afirmaban que por el instante su situación era buena. Excusamos decir que buena parte lo hacía bajo los efectos de ansiolíticos y somníferos, cuyo consumo se ha duplicado. Un año y pico después el pesimismo ha aumentado sensiblemente, pero la revuelta social sigue ausente, mientras que el panorama político pugna por readaptarse sin cuestionarse por ello la menor institución, limitándose a cambios de fachada. La casta ha sido pillada en mal momento: la demanda de leyes de financiación y transparencia muy claras que reduzcan y libren a la publicidad las cuotas de plusvalía social exigidas por su modus vivendi, contradice su necesidad de afianzar el estatus social de clase parasitaria que la obliga a mantener el ritmo de dispendio y ocultar sus fuentes proveedoras de fondos. Pero por ese lado las cosas no van a cambiar y con mayor razón se retrasará sine die una ley de enjuiciamiento criminal que responsabilice a los altos cargos de los partidos y sindicatos de las tropelías cometidas por ellos o sus subordinados. Si los delitos fueran imputados a todos los delincuentes, la clase política entera acabaría entre rejas. Así que no se resuelve sino para aprobar medidas paliativas de dudosa eficacia, como disminuir el gasto de administraciones secundarias (por ejemplo, los municipios), privatizar servicios (la sanidad, el agua), amnistiar fiscalmente las bolsas de dinero negro y promulgar una ley de transparencia con suficientes sombras, a la espera de un periodo de crecimiento que cree empleos y sumerja de nuevo la masa desclasada en el consumismo y el cocooning. Para quienes hayan quedado inhabilitados o hayan agotado sus posibilidades en la política siempre queda el paso a la empresa privada, la llamada «puerta giratoria», pues la política de partido y la economía bancarizada son lo mismo. La alta finanza es lo que hay al otro lado de la partitocracia.

En los medios se habla de «crisis de legitimidad» y de «quiebra del capital ético», en un enésimo intento de ocultar que estamos ante una clase explotadora al descubierto y que el sistema en el que se ampara es un régimen espurio. La realidad económica y política quedan todavía bajo el paraguas de la ideología dominante y del espectáculo. La cultura de masas pesa demasiado; la industria mediática busca soluciones en el marco del Estado, el coto de la clase política, que se concretan en abundantes medidas sin efectos palpables en el descompensado reparto de sacrificios. De esta manera, los plumíferos y bocazas de la claudicación pedían un esfuerzo «a todos», es decir, a los empresarios y a los trabajadores, a los banqueros y a los pensionistas, a los funcionarios y a los políticos, a los empleados y a los usuarios, a la «ciudadanía» en general, para acoplar sus intereses particulares con los intereses generales del sistema. Los «representados» habían de confiar nuevamente con sus «representantes» y superar la actual «crisis de representatividad y de confianza» de los partidos. Para «restaurar el vínculo» entre ambas partes, los políticos habían de reformar el sistema «representativo» e incluso sacar de la chistera nuevas formaciones; los empresarios, tenían que flexibilizar su trato con los sindicatos; los trabajadores, renunciar a la seguridad del empleo y aceptar el retraso de la edad de jubilación; los funcionarios, rentabilizar su función; los estudiantes, pagar los costes reales de la enseñanza., y así sucesivamente. Desde el punto de vista de los voceros de la dominación, la culpa había de repartirse; era de todos. Justificaban que los políticos se agarrasen a sus privilegios y hasta que los multiplicasen, porque los demás también querían conservar íntegros sus derechos sociales. Con el mayor cinismo, afirmaban el hecho de que privilegios y derechos no eran compatibles (había de por medio una disimulada situación de clase). La solución mágica pues escapaba a los protagonistas antagónicos, por lo que se tenía que recurrir a un tercero. Desde el punto de vista tecnocrático, se trataría simplemente de una asesoría de expertos comisionada por el parlamento para llevar a cabo una «auditoría democrática» y sugerir mecanismos de control consensuados (El País). Desde un punto de vista ciudadanista, menos convencido de la culpabilidad universal y más centrado en el rescate de la clase media asalariada y la juventud universitaria, sería cuestión de una «democratización de la democracia», una «refundación» del sistema, incluso de una «segunda transición» o una «revolución ciudadana», obra de una red de votantes internautas que desde el espacio virtual impulsase una «nueva mayoría» parlamentaria ajena a los dos grandes partidos que hasta ahora se han ido alternando las tareas de gobierno.

Al no ofrecer salida al paro, al endeudamiento, a la precariedad y a la pobreza, los partidos mayoritarios y las instituciones estatales han pasado de ser la solución a ser el problema. Literalmente, en 2014 las encuestas los sitúan como el tercer problema grave del país, empatado con la corrupción, tras el paro y la deuda. Los arribistas que pretenden heredar su electorado, proponen reformar el régimen desde dentro, tal como hicieron los franquistas, «de la ley a la ley». Para ello construyen partidos y coaliciones buenistas, con programas realistas y líderes pragmáticos dispuestos a la moderación y a los pactos. Sin embargo, desde cualquier lado, el sistema político es irreformable. Con una clase política de sustitución obtendríamos en poco tiempo los mismos resultados. Falla el sistema. La corrupción no constituye la excepción, sino que está inscrita en su naturaleza. Es parte esencial de él. Controlar a la clase política significaría controlar las ramificaciones que conectan con los grandes grupos económicos y financieros, bloquear ese flujo relacional, lo que en la práctica significaría la liquidación de dicha clase, y si ésta ha de demostrar valentía en algo, lo será rechazando autoinmolarse. Además, la causa primera de la crisis no es la corrupción, son los movimientos especulativos de las finanzas internacionales, fuera del alcance de los Estados. Los partidos no han hecho más que trasladar sus efectos a las masas asalariadas, puesto que esa es su función, destapando involuntariamente la caja de Pandora de las corruptelas. La reforma no significa nada si el Estado sigue formando parte del circuito financiero de la globalización. Pero separar al Estado de las finanzas internacionales significaría salir del capitalismo y la clase política existe gracias a la interdependencia entre Estado y Capital. O dicho de otro modo: el porvenir de la clase depende del desarrollismo estatal, y éste, del crecimiento capitalista. Abstenerse del capitalismo implica abstenerse de la política, pasar del Estado.

El hecho de que la mayoría popular se mantenga «serena» y actúe con «civismo» indica que la crisis en cierta manera se ha encarrilado, ha pasado a ser parte del orden. La partitocracia tiene cuerda para rato. Nadie cree en un estallido social, porque nadie que tenga algo que perder lo desea, y no lo desea porque lo teme. El miedo es el responsable de que la masa apele al Estado desesperadamente, corra con los gastos y pague los platos rotos con resignación, o como mucho, aliente pasivamente los «movimientos sociales» y las alternativas «refundadoras» ciudadanistas. Las masas asalariadas no quieren desertar, no quieren otra forma de vivir, por eso se aferran a lo existente. Los tiempos no están suficientemente maduros para cambios radicales y la reconciliación de clases transcurre tanto por las carreteras principales como por cañadas y veredas. La dislocación del esqueleto social no es suficiente. La crisis no ha afectado todavía a los fundamentos de la dominación; es una crisis a medias. Pocos se están viendo obligados a elegir otras maneras de vivir, a regular su conducta según nuevos valores solidarios, a constituir una comunidad que satisfaga sus necesidades de libertad y seguridad al margen del Estado. La crisis no ha alumbrado más que un nuevo reformismo, de tinte socialdemócrata e identitario, que con un lenguaje políticamente correcto persigue un capitalismo de nuevo cuño. La subversión ha de tenerlo muy en cuenta.

Argelaga, primavera 2015.
https://argelaga.wordpress.com/

 

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