1984, el Gran Hermano te vigila

Pese a ser trivializada por engendros televisivos y utilizaciones varias, "1984" continúa siendo una novela imprescindible.

Prólogo a la edición de Mil novecientos ochenta y cuatro en Círculo de Lectores. (Reproducido con permiso del autor para la Fundación Andreu Nin)

Mil novecientos ochenta y cuatro es una novela memorable o, lo que no es exactamente lo mismo, difícil de olvidar. El primer lector del manuscrito de Orwell, el editor Frederic Warburg, tuvo sin duda una impresión de este tipo y en su informe editorial señaló que se trataba de «uno de los libros más aterradores que he leído en mi vida». Warburg entendió que se trataba de un gran libro, un texto que pone en marcha una «gigantesca» agitación intelectual a la que, confiesa el editor, preferiría no tener que volver a enfrentarse «en muchos años». Esta primera impresión dio paso a una enorme cantidad de reseñas e incesantes estudios críticos que dan fe de la complejidad de la obra más allá de la aparente sencillez de su trama novelesca. En el año del centenario de su autor pocos dudarían en clasificar Mil novecientos ochenta y cuatro como uno de los textos de especulación política que se ha convertido en referencia indispensable en nuestra percepción de los grandes “ismos” del siglo xx y como una contribución central en la comprensión del totalitarismo. La obra sitúa a Orwell entre el Swift de Gulliver (y también el de Una proposición modesta) y el Kafka de La colonia penitenciaria y se contrapone al Mundo feliz de Huxley: lo que en Huxley aparece como una premonición de los terrores de la ciencia, en Orwell se convierte en un estudio de la ciencia de los terrores.

La última novela de Orwell proyecta una luz ulterior sobre el resto de su obra que parece iluminar la trayectoria vital y el proyecto literario del autor. La tentación de leer Mil novecientos ochenta y cuatro como punto de clausura tiene que ver con el hecho de que Orwell la mecanografía literalmente postrado en su cama de tuberculoso, con síntomas de enfermo terminal, en la remota isla de Jura {Escocia). Sin duda, el esfuerzo colosal de su escritura no colaboró a mejorar su salud precaria y Orwell sólo pudo disfrutar de su imprevista fama y holgura económica unos pocos meses. El libro se publica el 8 de junio de 1949, es decir, a menos de siete meses de su muerte el 21 de enero de 1950, a los cuarenta y seis años de edad. La novela, por otra parte, parece la culminación de una trilogía de denuncia de la Revolución traicionada y contra la opresión totalitaria que Orwell habría iniciado con el relato testimonial de Homenaje a Cataluña, desarrollado en la ficción con Rebelión en la granja, un cuento «infantil» sobre la Revolución soviética en la tradición satírica de los fabliaux, y culminado con la creación de un mundo, el de Mil novecientos ochenta y cuatro, en el que los mecanismos del modelo totalitario han conseguido establecer una distopía sin fisuras que supera definitivamente los experimentos del nazismo o del estalinismo.

Sin embargo, esta sugerente contextualización de la obra tiene escasa base real. Las diversas biografías del autor {se llevan publicadas seis; un irónico éxito póstumo para alguien que dejó escrito en su testamento que no se publicara ninguna biografía suya) demuestran que Orwell tenía planes para obras posteriores y que, a pesar de su estado de salud, no estaba escribiendo su «última novela». En una reacción característica, Orwell solía pedir a los médicos su opinión experta sobre el tiempo que podía vivir alguien en su situación para hacer los planes «correspondientes». «Tengo todas las ganas de vivir», le confiesa a un amigo, «pero me gustaría tener una idea clara de cuánto puedo durar en lugar de recibir el tipo de ánimos que los doctores normalmente dan para entretener al paciente» (1). Por eso es razonable la afirmación de Bernard Crick, su primer biógrafo: «Mil novecientos ochenta y cuatro no fue el último testamento: simplemente resultó ser la última obra importante que tuvo tiempo de escribir antes de morir» (2). Es éste un detalle importante para relativizar la abundante Freudografía que ha presentado la obra como el grito desesperado de un hombre derrotado, el testamento de un moribundo que proyecta sobre el protagonista su propio pesimismo vital... y afirmaciones por el estilo. Por otra parte, Orwell tenía un detallado esquema de la novela con el título provisional de «El último hombre de Europa» desde 1943 que concuerda casi exactamente con los temas y la estructura de la obra que, finalmente, escribió en 1948. Mil novecientos ochenta y cuatro no era, pues, la culminación consciente de nada sino una obra más del autor, una sátira sobre las tendencias políticas más inquietantes de su tiempo, una manera de enfrentarse al clima de una posguerra que había dejado el mundo dividido en bloques de poder antagónicos en una paz precaria basada en la neutralización mutua gracias a la amenaza de la bomba atómica. Así lo vieron los críticos contemporáneos de la novela. La idea de presentar la obra como la culminación preconcebida de un proyecto ideológico y literario es sólo producto de lecturas que, una vez muerto el autor, reelaboran sus supuestas intenciones.

En realidad, en el mismo título se encuentran claves interpretativas más razonables. La evidente inversión del guarismo 48 (fecha de la escritura) en 84 parece remitirnos al presente, y la atmósfera de las primeras páginas (con la excepción de las “telepantallas” con su capacidad de vigilancia) debía resultar perfectamente familiar a los londinenses que vivieron los cortes de luz, el racionamiento o los edificios en mal estado de los inviernos de la posguerra. Es importante señalar que el título original y el usado en ediciones inglesas siempre se escribe con letras. Es una manera de sugerir una obra ficticia. Lamentablemente, en Estados Unidos (y en ediciones españolas, también) se suele usar 1984, una fecha precisa en el calendario, lo que ha alimentado las simplistas lecturas de la obra como una profecía (¡nada más atractivo para el periodismo sensacionalista de nuestros días!) (3). La ridícula idea de un Orwell-Nostradamus que predice el futuro en una típica obra de ciencia ficción evita, a menudo, disfrutar del excelente pesimismo cómico, de las dosis de humor negro y de algunas de las divertidas parodias que contiene el relato. Lo que aquí se describe es la lúcida lucha de un hombre de nuestro tiempo contra un despotismo que pretende acabar con la individualidad (de ahí el título inicial: «El último hombre de Europa», un preeco del célebre alegato de Primo Levi) y sus intentos de mantener la capacidad de disidencia ante un mundo que se le echa encima para aplastar la base de su humanidad, es decir de su capacidad para mantener la memoria personal y practicar la solidaridad con el prójimo. Que su rebeldía individual sea destruida y aplastada cruelmente es condición necesaria -en el género satírico- para que el lector entrevea la magnitud del peligro y, en consecuencia, sienta la urgencia de la «acción» para evitar que algo así acabe siendo posible.

El mundo de atroz pesadilla de la novela responde a la visión de un humanista trágico que presiente la destrucción del espíritu humano como el fin primordial de los sistemas totalitarios y que, a diferencia de Swift, no siente repugnancia por la humanidad sino todo lo contrario: su amor profundo por lo humano, su deseo de vivir en libertad y en fraternal igualdad le empujan a buscar respuestas morales y estéticas acordes con su causa. La caricatura, la distorsión magnificada que Orwell crea deliberadamente en esta novela, es su manera de activar el potencial de la sátira política para armar al hombre corriente con mecanismos de defensa ante los abusos del poder. Sin embargo, para que el artefacto sea efectivo Orwell sabe combinar, como ha señalado pertinentemente Erika Gottlieb (4), la intencionalidad política con la verosimilitud del realismo psicológico y evita la reducción del libro a una simple abstracción intelectual o a un tratado de ciencia política. Detrás de estos impulsos e intuiciones hay, en realidad, un proyecto literario y político que Orwell articula con sencilla claridad en el famoso ensayo «Por qué escribo» (1946):

“Lo que más he deseado en los últimos diez años ha sido convertir en arte la escritura política. Mi punto de partida es siempre un sentimiento de militancia, una sensación de injusticia. Cuando me pongo a escribir un libro no me digo: «Voy a crear una obra de arte». Escribo porque hay alguna mentira que quiero denunciar, alguna cuestión sobre la que quiero llamar la atención, y mi preocupación inicial es la de conseguir ser escuchado. Pero no podría hacer el trabajo de escribir un libro, o un artículo largo, si ello no fuese también una experiencia estética. Cualquiera que se tome la molestia de revisar mi obra se dará cuenta de que, aun cuando se trata de pura propaganda, siempre contiene muchas cosas que un político profesional consideraría irrelevantes. No puedo, ni quiero, abandonar totalmente la visión del mundo que adquirí en mi infancia. Mientras siga vivo seguiré dando enorme importancia al estilo de la prosa, amando la superficie de la Tierra, y sintiendo placer en los objetos sólidos y los pedazos de información inútil. No sirve de nada intentar borrar esta parte de mí. La tarea consiste en reconciliar las preferencias y aversiones personales con las actividades de orden esencialmente público, no individual, que la época nos impone a cada uno de nosotros.

{{El hilo argumental}}

La obra se estructura en tres partes. En la primera conocemos a Winston Smith, un hombre de treinta y nueve años de «cuerpecillo frágil, al que el mono azul, el uniforme del Partido, hacía parecer aún más flaco. Era muy rubio, de complexión sanguínea, y tenía la piel áspera por el uso de malos jabones, cuchillas de afeitar desafiladas y el frío del invierno que acababa de terminar». Estamos, efectivamente, en primavera, en «un día frío y radiante de abril» mientras los relojes dan las «trece» y vamos a familiarizarnos con la vida de nuestro héroe. Las primeras páginas tienen algo de «Un día en la vida de... » que, en el caso de Winston, incluye el esfuerzo de subir las escaleras de su apartamento debido a los cortes de luz, y la fatiga de hacerlo con «varices ulceradas por encima del tobillo derecho». El ambiente es poco alentador. La única nota de color la ponen los enormes carteles con la figura de un hombre de mediana edad «con tupido bigote negro y facciones hermosas y severas», y que llevan siempre la misma inscripción: EL GRAN HERMANO TE VIGILA. En el piso no hay silencio posible. En la superficie de las paredes están las telepantallas (5), escupiendo continuamente datos favorables al régimen. Estos instrumentos son capaces de recibir y transmitir simultáneamente. Es decir, que mientras emiten registran cualquier sonido o movimiento en el interior del piso, lo que permite que la Policía del Pensamiento, un organismo del Ministerio de la Verdad, haga su trabajo velando por la ortodoxia de los ciudadanos o, mejor dicho, de los cuadros del Partido porque en Oceanía «los animales y los proles son libres» .Como resultado de las guerras nucleares de los años cincuenta el mundo ha quedado dividido en tres superestados que están en conflicto permanente: Eurasia -resultado de la apropiación rusa de la vieja Europa-, Asia Oriental y Oceanía, que comprende las Américas y el Imperio británico. Londres, por tanto, forma parte de Oceanía y está en la región llamada Franja Aérea Uno cuyo régimen político, el Socing, responde a una estructura piramidal que tiene al Gran Hermano en el vértice y por debajo a los miembros de la Cúpula del Partido -una casta dirigente que constituye el cerebro de la organización- y los miembros del Partido Exterior, compuesto por los funcionarios y cuadros del Partido. Por debajo, el ochenta y cinco por ciento de la población, están los proles, reducidos a fuerza de trabajo y a los que no vale la pena vigilar ya que no cuentan para nada. El régimen se organiza en cuatro grandes ministerios que atienden a los problemas esenciales: el Ministerio de la Paz se ocupa de la guerra; el Ministerio de la Verdad, de las mentiras; el Ministerio del Amor, de la tortura, y el Ministerio de la Opulencia, del hambre.

Winston Smith es funcionario del Ministerio de la Verdad y trabaja en el Departamento de Documentación, dedicado a reescribir permanentemente el pasado para adecuarlo a la línea del Partido vigente en el momento. Es una tarea indispensable para dar consistencia al uso del bipensar, el mecanismo mental que garantiza la reubicación constante en la ortodoxia. Sus colegas trabajan en la implantación de la neolengua, un instrumento que permitirá, por fin, eliminar los engorrosos crímenes de pensamiento que el Partido no tolera. En esta primera parte del relato se nos presentan los otros dos personajes esenciales para el desarrollo de la trama. Se trata de Julia, la chica morena con la que Winston va a vivir una intensa relación amorosa, una joven «de aspecto atrevido, de unos veintisiete años, melena espesa, cara pecosa y rápidos movimientos atléticos». Y conocemos, también, a O'Brien, un miembro de la Cúpula del Partido y que, por tanto, viste mono negro, «un hombre grande y corpulento, de cuello grueso y un rostro tosco, cómico y brutal. A pesar de su temible apariencia, sus modales tenían un cierto encanto». O'Brien ejerce una poderosa atracción sobre Winston que detecta en su mirada una posibilidad de confianza mutua y la sugerencia de un pensamiento heterodoxo. Los tres, casualmente, participan en una de las sesiones diarias llamadas Dos Minutos de Odio, cuando en las telepantallas aparecía el rostro ovejuno de Emmanuel Goldstein, el Enemigo del Pueblo. Los presentes podían desahogar su rabia y desprecio por el traidor que había manchado la pureza del Partido. El renegado era el autor de un supuesto libro clandestino y el líder de la odiosa Hermandad, una organización terrorista. Winston, Julia y O'Brien participan, congestionados, en el habitual frenesí colectivo de insultos y gritos enfurecidos contra el enemigo del régimen. Aquel día, Winston toma una decisión de alto riesgo: escribir un diario personal. Sigilosamente, y gracias a un recoveco en su piso que le permite salir del campo de visión de la telepantalla, se encuentra escribiendo una y otra vez, «como si fuera un autómata», la frase ABAJO EL GRAN HERMANO. Winston siente el pánico de saberse, desde este momento, irremediablemente condenado. La constatación íntima de su crimental {crimen mental) le produce un escalofrío, la peor de las premoniciones, pero su resolución es imparable. En el diario, Winston quiere dejar constancia de la existencia de un pasado distinto, de comunicarle a un hipotético, improbable, lector su acto individual de rebeldía y, sobre todo, de desafiar la capacidad del Partido para alterar la realidad. Por eso, como si se tratara de un axioma decisivo, Winston Smith anota: «La libertad es la libertad de poder decir que dos y dos son cuatro. Si eso se admite, todo lo demás se da por añadidura».

En la segunda parte, la rebelión de Winston cristaliza y encuentra apoyo con la realización de un acto prohibido: su relación sexual con la promiscua Julia. Estos encuentros están terminantemente prohibidos en Oceanía y se consideran crimentales. Julia, que ha tomado la iniciativa en este terreno {su rebeldía es de «cintura para abajo»), intuye perfectamente -¡sin ser lectora de Foucault o de W. Reich!- que la represión sexual no es un producto colateral del totalitarismo sino un factor fundacional. Después de su primer acto sexual clandestino la voz del narrador lo certifica: «Su abrazo había sido una batalla; el clímax, una victoria. Era un golpe dirigido al Partido. Era un acto político». Los dos rebeldes empiezan a conspirar y sus contactos íntimos evolucionan hacia una plena relación amorosa. Orwell escribe párrafos impregnados de lirismo y sensualidad para describir sus encuentros que sirven, sin duda, para intensificar los horrores futuros. El contacto con la belleza es casi siempre antesala del dolor. No olvidan, en cualquier caso, el objetivo fundamental de su rebeldía y se arriesgan a contactar con O'Brien, el presumible miembro secreto de la Hermandad. En un encuentro en el que Orwell parodia claramente los ritos católicos, Winston y Julia son recibidos en la casa de O'Brien que les entrega el libro «sagrado»: Teoría y práctica del colectivismo oligárquico por Emmanuel Goldstein. Winston lee el libro con pasión y en los encuentros clandestinos con Julia lo hace en voz alta (aunque ella, a menudo, se queda dormida). Gracias a los extractos del libro que Orwell intercala en la narración el lector acaba entendiendo los mecanismos del sistema y la organización social de Oceanía.

La tercera parte del libro se convierte en un ejercicio casi intolerable para el lector, sobre todo si, atrapado por la eficacia de la vigorosa prosa orwelliana, no se da cuenta de que O'Brien está completamente «chiflado» (véanse sus delirios sobre el control de la naturaleza o la supresión del orgasmo), lo cual debería proporcionar ciertos respiros cómicos a cualquiera con una mínima dosis de cinismo. Lo digo sabiendo que, de todas maneras, el proceso de tortura, colapso, reeducación y «curación» de Winston Smith a manos de O'Brien da lugar a algunas de las páginas más negras y sofocantes de la literatura universal. No vamos a entrar en detalles. Esta anatomía del totalitarismo que es Mil novecientos ochenta y cuatro concluye de manera poco habitual en una novela, con un apéndice: «Los principios de la neolengua». Pudiera parecer una farragosa y pesada tarea añadida para el lector. Pero en la satírica construcción de este lenguaje nuevo que va a ser capaz, por su misma estructura, de evitar el pensamiento libre hacia el año 2050, late el humanismo militante de Orwell que sabe del poder de nuestro distintivo esencial, la palabra, para crear mundos nuevos y mejores. Parece que en el último momento, como señala Gottlieb, «llamase nuestra atención hacia el lenguaje como el arma más decisiva tanto en manos de, como en nuestra lucha contra, las fuerzas totalitarias de nuestro mundo» (6).

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Peculiaridades del modelo orwelliano}}

Cabe observar, con cierto detalle, cómo construye Orwell los mecanismos más característicos de la sociedad que retrata la novela. Parece que el primer impulso para escribir Mil novecientos ochenta y cuatro lo tuvo Orwell viendo las consecuencias de la conferencia de Teherán (noviembre-diciembre de 1943) entre Churchill, Roosevelt y Stalin, los líderes aliados de la segunda guerra mundial. Y Bernard Crick ha escrito que cuando Orwell presenta la división del mundo en tres grandes bloques está cargando satíricamente contra «la arrogancia de las grandes potencias repartiéndose el mundo en Potsdam y Yalta como Papas medievales» (7). Sin embargo, en el momento de desarrollar el concepto Orwell tiene una deuda directa con la obra de James Burnham, The Managerial Revolution (8). Se puede afirmar que Orwell simplemente lleva a sus últimas consecuencias el análisis de Burnham (cuya obra Orwell comenta públicamente como mínimo en cinco ocasiones entre 1944 y 1947, los años de concepción de su novela).

Burnham especula sobre el tipo de organización social que cabía esperar en el futuro próximo. Para el autor está claro que el capitalismo está en fase agónica pero, a diferencia, de las predicciones clásicas del marxismo, no va a ser el socialismo su sustitución natural. El ejemplo soviético era, en opinión de Burnham, un caso claro: la idea de que los trabajadores habían tomado el poder era un mito. Tampoco había sido posible en el experimento revolucionario en Cataluña. Era evidente que «no fueron las tropas franquistas las que quitaron el poder a los trabajadores. Éstos habían perdido el control de la situación mucho antes de que el ejército de Franco hiciera su entrada victoriosa en Barcelona» (9). Una visión que, sin duda, debe parecer perspicaz al autor de Homenaje a Cataluña. No hay, en realidad, futuro para el capitalismo ni para el socialismo. Lo que, según Burnham, acabará ocurriendo es la consolidación de la sociedad de los mánagers, técnicos, burócratas, financieros, ejecutivos de las grandes corporaciones, que obtendrán el control de los medios de producción y, en consecuencia, el poder del Estado. El hecho de que una sociedad así se llame «socialista» es puramente nominal, un artilugio para manipular «las emociones de las masas, favorables al ideal socialista histórico de una sociedad internacional libre, sin clases, y para esconder el hecho de que la economía de los mánagers es, en realidad, la base para una nueva sociedad clasista y explotadora» (10). El sistema nazi y el soviético, con sus elites dominantes en la estructura del Partido, constituyen un modelo incipiente del que describe Burnham. En su opinión, en la nueva sociedad de los mánagers, la proliferación de estados soberanos será gradualmente sustituida por un grupo reducido de superestados que van a repartirse el mundo. Burnham habla de tres superestados «primarios» : Estados Unidos, la Europa nórdica y Japón con buena parte de China. Los pequeños estados independientes serán borrados del mapa, incapaces de defender su soberanía. La segunda guerra mundial no será, desde luego, la última en el proceso de consolidación de la sociedad de los mánagers. Burnham asegura que los tres superestados van a mantener litigios permanentes aunque de forma indirecta, sólo para dirimir «qué partes del resto del mundo van a caer bajo el dominio de cada uno de los centros estratégicos... Van a ser guerras de los centros metropolitanos contra los pueblos y territorios más subdesarrollados». Burnham anuncia la implantación inevitable de sociedades fuertemente jerarquizadas que van a superar los modelos dictatoriales de Italia, Rusia o Alemania. Si en éstas casi cada aspecto de la vida social, los negocios, el arte o la educación ya estuvieron directamente controladas por el régimen, en la sociedad de los mánagers la abolición de la libertad individual sería total y absoluta. Es ocioso resaltar los paralelismos con el modelo político dominante en Mil novecientos ochenta y cuatro.

En sus reseñas de la obra de Burnham, Orwell le acusa de apocalíptico, de profeta de calamidades y de contribuir a diseminar la idea de que el totalitarismo era un mal inevitable, alimentando con ello actitudes poco militantes para oponerse a su implacable implantación. Orwell, pues, atribuye a Burnham un pesimismo infundado puesto que, en sus palabras, «la historia nunca ocurre de manera tan melodramática». Curiosamente, o más bien, típica paradoja orwelliana, ésta es, justamente, la clase de crítica que el mismo Orwell recibe cuando algunos se empeñan en leer su obra en clave profética.

Un segundo concepto esencial en la configuración de Mil novecientos ochenta y cuatro es la idea del control del pasado. Quien controla el pasado, dice el eslogan del Partido, controla el futuro, y quien controla el presente controla el pasado. La vieja idea de que el pasado constituye una sucesión de hechos que explican el presente ha quedado periclitada. En Oceanía el pasado se crea a partir del presente. Para poder vivir en una especie de presente interminable en el que el Partido siempre está en la posición «correcta» es indispensable alterar constantemente los registros del pasado para adecuarlos a la situación actual (lo está haciendo, estos días, el voluntarioso presidente Bus cuando ha empezado a cambiar la idea de «demostrar que Irak tenía armas de destrucción masiva» por la de «demostrar que Irak tenía un plan para la fabricación de armas de destrucción masiva»). En Oceanía, por supuesto, la historia ha terminado. Para comprender el mecanismo que permite demostrar la infalibilidad del Gran Hermano y la coherencia del Partido, será suficiente citar un párrafo sobre el tipo de trabajo que Winston Smith realiza para el Ministerio de la Verdad:

“Los mensajes que había recibido se referían a noticias o artículos que por una razón u otra se creía conveniente cambiar o, como se decía oficialmente, rectificar. Por ejemplo, en el Times del 17 de marzo se decía que el Gran Hermano, en su discurso del día anterior, había predicho que habría una tregua en el frente sur de la India, pero que Eurasia lanzaría pronto una ofensiva en el norte de Africa. Lo que en realidad sucedió fue que el Alto Mando de Eurasia había atacado el sur de la India y se había retirado al norte de África. Por tanto, había que reescribir el párrafo del discurso del Gran Hermano de tal manera que predijera el hecho que realmente había ocurrido. Otro ejemplo: el Times del 19 de diciembre había publicado las previsiones oficiales de la producción total de ciertos bienes de consumo durante el cuarto trimestre de 1983, que era también el sexto período del Noveno Plan Trienal. El número de aquel día contenía un informe sobre la producción real, del que se deducía que las previsiones eran totalmente erróneas. El trabajo de Winston consistía en rectificar las cifras originales para hacerlas coincidir con las últimas publicadas”.

Es decir, cualquiera que intentara cuestionar estas informaciones no podría demostrarlas «documentalmente». Un hipotético crítico sería, inevitablemente, considerado un demente ante la imposibilidad de fundamentar sus acusaciones. La destrucción del pasado es un paso crucial para hacer desaparecer el concepto de realidad objetiva («Lo que el Partido acepta como verdad es verdad», «Es imposible entender la realidad si no es a través de los ojos del Partido»). Justamente por eso, Orwell transforma en la novela su fascinación por los objetos e ideas del pasado en elementos simbólicos de resistencia: el pisapapeles de coral, el sonido de las campanas, el «dos y dos son cuatro» son el tipo de realidades que el Partido, quizá, no pueda destruir.

Un tercer concepto que permite «cerrar» la sociedad de Mil novecientos ochenta y cuatro es la idea del poder por el poder. Winston Smith ha ido comprendiendo el cómo pero no puede llegar a entender el porqué. En una de las sesiones de tortura O'Brien le aclara el enigma:

“El Partido busca el poder por el poder en sí. No nos interesa el bien de los demás; únicamente nos interesa el poder. Ni riqueza, ni lujo, ni larga vida, ni felicidad; sólo poder, poder en estado puro [...] Los nazis alemanes y los comunistas rusos se parecían mucho a nosotros en sus métodos, pero nunca tuvieron el valor de reconocer sus propios motivos [...] El poder no es un medio, es un fin”.

Los antiguos regímenes totalitarios sintieron la necesidad de tener un fin elevado para justificar los medios más repulsivos. En Oceanía esta hipocresía ya no es necesaria. Si un acontecimiento histórico invita a pensar que la pasión por el poder está por encima de las ideologías éste es, desde luego, el pacto germano-soviético de 1939. Miles de voluntarios antifascistas se habían alistado voluntariamente en las Brigadas Internacionales durante la guerra civil española siguiendo la estrategia comunista de formar un gran bloque para hacer frente al enemigo bestial de la humanidad, el nacionalsocialismo de Hitler. A su regreso de España, al final de la década de las grandes movilizaciones de la izquierda para frenar la agresión fascista contra sus organizaciones y con Franco victorioso en España, los militantes y simpatizantes comunistas, los que tienen todas las esperanzas de progreso en Rusia, patria del socialismo, tienen que asumir, perplejos, el pacto de no agresión entre Hitler y Stalin que se formaliza en virtud de una amistad -en palabras de Stalin- «cimentada en sangre». Orwell acaba de regresar de España con el “souvenir” de una bala fascista que le ha atravesado el cuello y que no ha acabado con su vida de milagro. Para él (y tantos otros voluntarios internacionales) la foto de Stalin y Hitler dándose la mano debía resultar una auténtica alucinación. Poco después, Orwell escribe: «Los dos regímenes [el de Hitler y el de Stalin), los dos enfáticamente revolucionarios pero habiendo empezado desde puntos opuestos, evolucionan rápidamente hacia el mismo sistema, una forma de colectivismo oligárquico» (11).

Como verá el lector en la novela de Orwell se citan fragmentos del libro de Godstein, el que describe la estructura de poder y que lleva por título Teoría y práctica del colectivismo oligárquico. No es la paranoia personal lo que calienta la imaginación de Orwell. Lo que le lleva a imaginar mundos siniestros son los acontecimientos históricos del momento.

Hay, aún, un par de mecanismos que son indispensables parala identificación plena y constante con los postulados del Partido. Un individuo integrado debe dominar el bipensar y la neolengua. Winston Smith reflexiona en silencio sobre la naturaleza del bipensar:

“Saber y no saber; ser consciente de la total veracidad de algo mientras se dicen mentiras cuidadosamente elaboradas; mantener al mismo tiempo dos opiniones que se invalidan mutuamente; saber que son contradictorias y creer en ambas; usar la lógica contra la lógica; repudiar la moralidad mientras se exige; creer que la democracia era imposible y que el Partido era el guardián de la democracia; olvidar lo que había que olvidar y traerlo de nuevo a la memoria cuandos e necesitase, luego, rápidamente, olvidarlo otra vez. Y, sobre todo, aplicar la misma práctica a la práctica en sí”.

Los cuadros del Partido necesitan perentoriamente esta facultad mental para poder alterar sus recuerdos de manera adecuada. Debe ser un proceso consciente para evitar «despistes», pero, al mismo tiempo, debe ser inconsciente para evitar la sensación de falsedad que conllevaría engorrosos sentimientos de culpabilidad. El autor del ensayo sobre la corrupción del lenguaje político, “Politics and the English Language” (1946), sabe bien que para conseguir facultades tan sofisticadas es importante ayudar a las elites del Partido con algún proceso de automatización, algo que haga el crimental prácticamente imposible, un instrumento intelectual que permita a los miembros del Partido una ortodoxia «inconsciente». Este es el objetivo que persigue la neolengua.

Orwell había escrito que el lenguaje político parecía, a menudo, diseñado «para hacer que las mentiras suenen verdaderas y el asesinato respetable» y se quejaba del abuso de frases hechas, clichés y metáforas muertas que constituían una «sustitución mecánica del pensamiento» (12). La neolengua de Mil novecientos ochenta y cuatro va en esta dirección. Se trata de un proceso, en el que trabajan los funcionarios del Ministerio de la Verdad, para despojar los vocablos de posibles sentidos heréticos. «Estamos dejando el lenguaje en los huesos», como afirma un colega de Winston en el Ministerio. La finalidad de la neolengua es limitar el alcance del pensamiento, estrechar el radio de acción de la mente. Las palabras supervivientes debían ajustarse a un campo semántico específico:

“Veamos un ejemplo: la palabra libre todavía existía en neolengua, pero sólo podía usarse en afirmaciones como «este perro está libre de piojos» o «este campo está libre de malas hierbas». No podía usarse en el sentido primitivo de «políticamente libre» o «intelectualmente libre», puesto que la libertad política e intelectual ya no existían ni siquiera como conceptos y, por consiguiente, no necesitaban tener nombre”.

El sistema tenía otros recursos para mantener el orden: la familia entendida como una prolongación de la Policía del Pensamiento con los hijos educados para ejercer un espionaje constante y entusiasta sobre sus propios padres; las novelas pornográficas escritas por máquinas, la ginebra barata y la lotería para mantener entretenidos a los proles; la represión sexual para mantener la población en un estado de histeria que podía fácilmente transformarse en fiebre de guerra o en adoración de los líderes, y la consiguiente ración de los Dos Minutos de Odio diarios que daban vía libre a las energías acumuladas. En esto la pragmática Julia siempre daba en el clavo:

“Cuando se hace el amor, se gasta energía y después te sientes tan feliz que te importa un rábano todo. Ellos no soportan verte así. Quieren verte todo el día a punto de estallar. Esos desfiles arriba y abajo, todas esas banderas al viento, son sólo sexo agriado. Si te sientes feliz por dentro, ¿cómo vas a emocionarte con el Gran Hermano, el Plan Trienal, los Dos Minutos de Odio y toda esa sarta de idioteces?”

En fin, si todos estos mecanismos fallaban el sistema disponía, por supuesto, de las torturas como método final de disuasión y reconversión.

[...]

{{Las raíces españolas de Mil novecientos ochenta y cuatro}}

La novela contiene aspectos de procedencia diversa y son muchos los elementos que es fácil identificar en lecturas previas del autor. Está Jack London (un autor que ya tuvo una clara influencia en el primer libro de Orwell, Sin blanca en París y Londres) con ecos de su El talón de hierro y los métodos brutales de las oligarquías para imponer el poder y aplastar las disidencias. Koestler y su El cero y el infinito son una referencia inevitable en relación con los interrogatorios de O'Brien a Winston Smith, similares a los que sufre el viejo líder bolchevique Rubachof en la novela de Koestler y que acaban con la admisión de sus errores y la resignada convicción de que con su propia ejecución va a dar el último servicio al Partido. Está también, implícita en ambas novelas, una parodia de las estructuras organizativas de la Iglesia católica como modelo de inspiración para los regímenes totalitarios. Y están, por supuesto, los libros de Burnham sobre la división del mundo en grandes bloques de poder que ya hemos comentado, o la fantasía futurista del ruso Zamyatin, Nosotros (23), o las evidentes similitudes de Goldstein con Trotski (cuyo nombre real era Bronstein), que nos remiten a La revolución traicionada de Trotski como fuente del libro prohibido de Goldstein en la novela. Hay, también, algo de su admirado Chesterton en las múltiples paradojas que Orwell propone, y podrían señalarse otros detalles menores que sugieren ecos de otras lecturas previas. Nadie escribe en el vacío. Sin embargo, puede resultar de especial interés para el lector de esta edición rastrear los ecos de las experiencias de Orwell en la guerra civil española en la configuración de Mil novecientos ochenta y cuatro. No se trata de curiosidades que permitan la apropiación, más o menos provinciana, de una obra célebre. Existe consenso generalizado en la crítica sobre el decisivo impacto de aquellos acontecimientos en el autor y él mismo lo afirma cuando sitúa dicha experiencia como eje pivotal de su trayectoria:

“La guerra española y otros acontecimientos entre 1936 y 1937 hicieron inclinar la balanza y a partir de entonces supe con quién estaba. Cada línea de trabajo serio que he escrito desde 1936 ha sido escrita, directa o indirectamente, contra el totalitarismo y a favor del socialismo democrático, tal como yo lo entiendo (24)”.

Como es sabido, Orwell se enrola, casi por azar, en las milicias del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista) a su llegada a Barcelona a finales de diciembre de 1936. El POUM es un partido marxista radical cuyo dirigente más visible durante la guerra civil es Andreu Nin. El periódico del partido, La Batalla, es uno de los pocos que se atreve a denunciar las purgas de Stalin contra viejos bolcheviques. Unas semanas después de iniciada la guerra civil Nin se atreve a afirmar lo siguiente: «En nombre del socialismo y de la clase obrera revolucionaria, protestamos contra el crimen monstruoso que acaba de perpetrarse en Moscú» (25). En la situación de gradual influencia de la Unión Soviética en el gobierno de la República y la presencia cada vez mayor de agentes estalinistas dispuestos a extender la política de purgas de disidentes, la suerte de Nin y del POUM está echada. La ocasión propicia llega con los llamados Hechos de Mayo de Barcelona en 1937 que Orwell, accidentalmente, tiene ocasión de vivir como testimonio directo (véase Homenaje a Cataluña). Fuerzas de policía, comandadas por miembros comunistas del gobierno catalán, intentan tomar el control por la fuerza del edificio de la Telefónica hasta entonces gestionado por la CNT. Los anarquistas se resisten y el POUM se pone a su lado ante lo que consideran una provocación. La tensión deriva en sangrientos enfrentamientos por las calles de Barcelona durante cuatro días de mayo. El encontronazo entre la
gran división de la izquierda entre autoritarios y libertarios se salda con cientos de muertos. El POUM es acusado por los comunistas, con falsedad deliberada, de haber instigado y provocado los hechos y se les acusa, sin fundamento alguno, de colaboración con los fascistas y de simpatías pro nazis. La situación se resuelve con diversas medidas: cambios significativos en el gobierno de Madrid que refuerzan la influencia comunista; el secuestro, tortura y asesinato de Andreu Nin en una operación dirigida por agentes estalinistas, y la posterior ilegalización y persecución del POUM seguida de la detención de sus líderes más destacados. Paradójicamente Orwell quería utilizar esos días de permiso en Barcelona para pedir la baja de las milicias del POUM (cuya política le parecía poco pragmática) e incorporarse a las Brigadas Internacionales para poder luchar en algún frente más activo que el de Aragón. No veía ningún inconveniente en ponerse bajo disciplina comunista. En cualquier caso, perplejo ante los acontecimientos que acaba de vivir en Barcelona y sin poder aún vaticinar sus consecuencias, Orwell decide no abandonar a sus compañeros del POUM que tan vilmente se han visto acusados de traición y se reincorpora a su posición en el frente de Aragón. A los pocos días, una bala enemiga le atraviesa el cuello. Regresa, convaleciente, a la capital catalana para reencontrarse con su mujer. La represión contra personas relacionadas con el POUM está en pleno apogeo. Pasan unos pocos días en semiclandestinidad en la ciudad hasta que consiguen escapar y atravesar sigilosamente la frontera de Portbou para regresar a Inglaterra.

No es difícil encontrar en los escritos sobre sus experiencias españolas frases que parecen remitirnos directamente al mundo de Mil novecientos ochenta y cuatro. La misma escritura de Homenaje a Cataluña, como el diario que escribe Winston Smith, parece responder antes que nada a la voluntad de poner dificultades a los que intenten «reescribir el pasado». Orwell, no lo olvidemos, ha sido educado en la práctica del fair play en la cuna de la tradición liberal británica que es el colegio de Eton. En Cataluña se da cuenta de la facilidad con la que puede desaparecer la verdad mínimamente objetiva ante determinados hechos históricos. En su ensayo «Recordando la guerra civil española» se encuentran varias afirmaciones que parecen apuntar al tema del control del pasado en la novela. Comentando las informaciones totalmente contradictorias que daban los dos bandos durante la guerra escribe:

“Estas cosas me parecen aterradoras, porque me hacen creer que incluso la idea de verdad objetiva esta desapareciendo del mundo [...] parece que vamos a un mundo fantasmagórico en el que lo negro puede ser blanco mañana y en el que puede cambiarse por decreto el tiempo que hacía ayer”

Y aún hay ecos más evidentes en la siguiente cita:

“Es justamente esta base común de concordancia [...] lo que el totalitarismo destruye. El objetivo tácito de esta argumentación es un mundo de pesadilla en el que el jefe, o la camarilla gobernante, controla no sólo el futuro, sino también el pasado. Si el Jefe dice de talo cual acontecimiento que no ha ocurrido, pues no ha ocurrido; si dice que dos y dos son cinco, dos y dos serán cinco (26)”.

He oído contar a varios lectores de esta novela que han pasado por la experiencia de haber vivido bajo regímenes totalitarios que la leyeron convencidos de que Orwell era el seudónimo de algún compatriota suyo. Sólo así podían explicarse la precisión con que describía la situación. Sin embargo, aunque fuera sólo durante unos días en junio de 1937, el miliciano Orwell pudo «sentir» los efectos de vivir en estas condiciones. Lo señala en Homenaje a Cataluña:

“Todo el tiempo tenía uno la odiosa impresión de que cualquiera que hasta entonces hubiera sido amigo suyo podría estar denunciándolo a la policía secreta [...] Nadie que estuviera en Barcelona entonces o los meses que siguieron podrá olvidar el horrible clima generado por el miedo, la sospecha, el odio, los periódicos censurados, las cárceles atestadas, las larguísimas colas de la compra y los grupos armados que recorrían las calles”.

¡Puro Mil novecientos ochenta y cuatro!

El recuerdo de un Andreu Nin «vaporizado» (con las pintadas por las paredes de Barcelona clamando: «¿Dónde está Andreu Nin?») fue el último souvenir político que Orwell se llevó de Barcelona. Nin estaba camino de convertirse en “inpersona”. En la lógica perversa de que «el fin justifica los medios» es probable que muchos comunistas creyeran de buena fe que se trataba de un asesinato «necesario». Esta idea es la que detectó Orwell en algunos versos del poeta Auden en su largo poema «Spain» publicado, precisamente, en mayo de 1937 a su regreso de una breve visita a España. Auden se siente, en aquellos meses, compañero de viaje del Partido Comunista y la estrofa en cuestión incluye este verso: «Hoy, la aceptación consciente de culpa en el asesinato necesario». Orwell escribe una crítica feroz del poema y habla del amoralismo de Auden que sólo es posible en alguien «que siempre está en otro sitio cuando disparan el gatillo». La crítica de Orwell (sobre la que insistió en el ensayo Dentro de la ballena, 1940) hizo mella en Auden, que primero cambió los versos aludidos por otros más ambiguos y, finalmente, decidió repudiar todo el poema y dio instrucciones para que no fuera jamás reproducido. Es una polémica elocuente, con la guerra civil en el trasfondo, que ilustra la actitud crítica contra las elites intelectuales que Orwell satiriza en la novela. Quizá por eso Winston Smith en Mil novecientos ochenta y cuatro insiste, una y otra vez, en que «si hay alguna esperanza, está en los proles». A la vista de cómo viven los proles en la novela es evidente que la esperanza es escasa. Orwell, después de las experiencias vividas en España con el efímero triunfo de las ilusiones revolucionarias de los trabajadores durante los primeros meses de la guerra civil, no puede mostrarse extraordinariamente optimista. Su reivindicación de la clase obrera conlleva una crítica a la capacidad acomodaticia de muchos intelectuales y dirigentes políticos. La razón de su esperanza parece tener una base más biológica que intelectual. La expresa, otra vez, en sus recuerdos de la guerra civil: «La lucha de la clase obrera es como una planta que crece. La planta es ciega y sin seso, pero sabe lo suficiente para estirarse sin parar y ascender hacia la luz, y no cejará por muchos obstáculos que encuentre». Esta fe está, sin duda, directamente animada por su convivencia entre milicia nos españoles. Lo constata en las páginas finales de Homenaje a Cataluña:

“Esta guerra, en la que he tenido un papel tan poco eficaz, me ha dejado muchísimos recuerdos desagradables, pero no habría querido perdérmela. Cuando se es testigo de una catástrofe de esta magnitud -porque, termine como termine, la guerra española se considerará una catástrofe terrible, al margen de las matanzas y el sufrimiento físico- no se ve uno abocado necesariamente a la desilusión y al escepticismo. Es curioso, pero después de las experiencias que he vivido no tengo menos sino más fe que antes en la honradez de los seres humanos”.

La experiencia española de Orwell, reflejada en Homenaje a Cataluña y otros muchos escritos relacionados con España (27), contiene un número importante de elementos que para el lector de Mil novecientos ochenta y cuatro han de parecer, retrospectivamente, como ideas embrionarias que el autor adapta e incorpora en la ficción. No vamos a cansar al lector insistiendo en ellos. Quizá baste, para terminar, una nota aparentemente casual, una paradoja netamente orwelliana. En su reciente biografía, ya citada, Gordon Bowker aporta datos que refuerzan los ya conocidos sobre el peligro real que Orwell y su mujer corrían en Barcelona después de los hechos de mayo. Bowker ha identificado a un joven londinense llamado David Crook como el encargado de hacer amistad con Orwell y los demás ingleses en el POUM para luego pasar informes al comité central del Partido Comunista. Crook, voluntario en las Brigadas Internacionales, es herido en la batalla del Jarama y se traslada a Barcelona para su recuperación. Recibe un curso acelerado de espionaje, nada menos que de Ramón Mercader {el comunista catalán que obtuvo notoriedad asesinando a Trotski), para prepararle, según sus propias palabras, «a jugar un pequeño papel en la eliminación del POUM». Su contacto en Barcelona es Hugh O'Donnell, que trabajaba también directamente para Moscú y cuyo apodo de contacto es... ¡O'Brien! Es decir, sin que Orwell nunca se enterara y, como dice el biógrafo, «en una de las coincidencias literarias más extrañas» , Orwell da el mismo nombre, O'Brien, al personaje de Mil novecientos ochenta y cuatro que se gana la confianza del rebelde Winston Smith para finalmente detenerlo y torturarlo. Los O'Brien no son necesariamente personajes ficticios. Pululaban en España en 1937 y existen en nuestro mundo de hoy. Por eso, quizá, esta novela ocupa un lugar firme en nuestra imaginación a pesar de que el año del título sea una fecha lejana de aquel siglo XX.

En un recuento reciente, se calcula que las ventas de Mil novecientos ochenta y cuatro superan los cuarenta millones de ejemplares en las sesenta lenguas a las que ha sido traducido. Esta cifra da cuenta del persistente interés por la obra de Orwell que, en el año de su centenario, no ha hecho más que aumentar. Algo tendrá que ver, por supuesto, el talento literario del autor y algo le deberá Orwell a la lamentable insistencia de la historia en hacernos ver que sus temores -para quien lea el mundo con sentido crítico- nunca parecen perder actualidad. Si bien esta novela ocupa un lugar central en la percepción que los lectores tienen de Orwell, la profusión de estudios críticos sobre el conjunto de su obra y, muy especialmente, la rigurosa y monumental edición en veinte volúmenes de las obras completas que Peter Davison publicó en 1998, permiten una aproximación informada al autor más allá del éxito espectacular de Rebelión en la granja o Mil novecientos ochenta y cuatro. Una de las consecuencias es la creciente valoración de la obra periodística y ensayista de Orwell, así como del estilo narrativo de los escritos de base auto biográfica como Homenaje a Cataluña. De su conjunto emerge la identificación de un tipo de prosa con el calificativo de orwelliana, algo reservado a unos pocos en la historia de la literatura. El adjetivo remite a una prosa que combina su fluidez aparentemente cristalina con una mordacidad extraordinariamente eficaz para la polémica política.

Orwell, a pesar de haber sufrido diversos procesos de beatificación desde la izquierda y desde la derecha, no fue un santo. Como él mismo afirma a propósito de Gandhi, «un santo siempre es sospechoso mientras no se demuestre lo contrario». Su obra y sus actitudes personales están saludablemente marcadas por contradicciones varias. Eso explica que su nombre esté abierto a múltiples ecos. Sin embargo, lo importante, finalmente, es que todos parecen pertinentes para sociedades que quieran otorgarse la dignidad de llamar las cosas por su nombre. Su pasión por desenmascarar la perversidad de los clichés del lenguaje político nos ha dejado un legado de expresiones que han conseguido penetrar el lenguaje coloquial y que siempre apuntan a lo mismo: a defendernos de las tentaciones totalitarias de los que ostentan el poder, provengan éstos de la derecha, de la izquierda o del centro.[[

Notas

(1) Carta a Frederic Warburg, 16 de mayo de 1949. Todas las referencias a la correspondencia de Orwell son de la edición de Peter Davison, The Complete Works of George Orwell, 20 vols., Londres, 1998.

(2) B. Crick, George Orwell: A Life, Londres, 1980.

(3) Sin embargo, Gordon Bowker {2003), uno de los recientes biógrafos de Orwell, sugiere una explicación más casual y privada: su primera esposa, Eileen, había escrito en 1934 un poema de celebración del cincuentenario de su escuela y, mirando a los próximos cincuenta años, lo tituló «End of the Century, 1984». ¿Estaba el viudo Orwell rindiendo un sutil y discreto homenaje a la memoria de Eileen? Quién sabe.

(4) E. Gottlieb, The Orwell Conundrum, Ottawa, 1992.

(5) El Ayuntamiento de Barcelona instaló hace unos años (en una iniciativa de dudosa legalidad constitucional) unas cámaras invisibles para la vigilancia de transeúntes en la plaza que el mismo Ayuntamiento había bautizado con el nombre de George Orwell. Aún están ahí. Es difícil saber si se trata de una casualidad o de un tributo de la municipalidad a la memoria del autor en forma de sutil paradoja orwelliana...

(6) E. Gottlieb, opus cit.

(7) B. Crick, artículo en el Sunday Times Magazine, enero de 1983.

(8) J. Burnham, The Managerial Revolution, Nueva York, 1941.

(9) Ibidem, p. 216.

(10) Ibidem, p. 122.

(11) En «Red, White and Brown», Time and Tide, 4 de julio de 1940.

(12) The English People, Londres, 1947, p.33.

(13) Un año después de la fecha de su publicación, el 8 de junio de 1949, se llevaban vendidos 400.000 ejemplares.

(14) Time and Tide, 11 de junio de 1949.

(16) The Observer, 12 de junio de 1949.

(17) Informe a los editores para su uso en la sobrecubierta de la primera edición.

(18) New Statesman and Nation, 18 de junio de 1949.

(19) World Review, junio de 1949.

(20) En plena sintonía, por cierto, con el crítico de Pravda que, a pesar de eso, tranquilizaba a sus lectores asegurando que «las fuerzas de la paz, la libertad y la vida... guiadas por la Unión Soviética, son indoblegables y poderosas y garantizan a la humanidad la felicidad y la prosperidad», Current Digest of the Soviet Press, 1 de julio de 1950.

(21) B. Crick, George Orwell: A Life, opus cit., p. 397.

(22) En P. Davison, ed., Orwell en España, Barcelona, Tusquets, 2003.

(23) Orwell comentó en alguna ocasión que tomó la obra de Zamyatin como «modelo» para su siguiente novela y han existido insinuaciones de plagio pacientemente refutadas en el extenso estudio de Steinhoff, The Road to 1984, Londres, 1975.

(24) «Por qué escribo», Gangrel, verano de 1946.

(25) La Batalla, 25 de agosto de 1936.

(26) «Recordando la guerra civil española», New Road, junio de 1943.

(27) Véase P. Davison, ed., Orwell en España, opus cit.]]

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