Los "apuntes de comunismo básico" de Lewis Mumford

 

Hubo tiempo en el que en los EE.UU alguien podía hablar abiertamente del comunismo sin que el FBI o la CIA apuntaran su nombre en el listado de las personas más peligrosas del planeta. Por aquel entonces, un joven Lewis Mumford incluyó en su libro “Técnica y Civilización” (1932) un subcapítulo titulado “comunismo básico”. Finalizada la II Guerra Mundial, y ante la creciente tensión en el bloque soviético y el norteamericano, cambió prudentemente de denominación para hablar a partir de este momento ya no de comunismo básico, sino de estándar vital, pero manteniendo la esencia del concepto. No obstante, hay que aclarar, como el mismo Mumford hizo en una nota incluida en el referido libro, que cuando hablaba de comunismo lo hacía atendiendo a su acepción clásica, es decir, como el sistema universal de distribución de los medios esenciales de la vida, según descrito por Platón y Tomás Moro.

 

Marcaba así una abierta distancia con el marxismo y con “las tácticas estrechamente militantes a los que generalmente se aferran los partidos comunistas oficiales, ni tampoco implica una servil imitación de los métodos políticos y las instituciones sociales de la Rusia Soviética”.

 

Lewis Mumford coincidía con Marx en la crítica del capitalismo productivista según el cual “la participación del obrero en la producción constituye la única base para lograr su medio de vida”. Hacerlo así, en opinión de Mumford, era “quitarle el terreno bajo sus pies, es decir, anular las bases de sus peticiones”. Por tanto, y como alternativa al productivismo, “la exigencia de un medio de vida reside en el hecho que, como el niño en una familia, uno es miembro de una comunidad: la energía, el conocimiento técnico, la herencia social de una comunidad pertenecen igualmente a cada miembro de ésta, ya que en general las contribuciones y las diferencias son completamente insignificantes”.

 

El planteamiento mumfordiano no excluye “la diferenciación, la preferencia y el incentivo especial en la producción y en el consumo”, pero estos sólo pueden venir después “de que estén aseguradas la seguridad y la continuidad de la vida misma”. Para hacer posible la continuidad de la vida, y dado su amplio conocimiento de la evolución de la técnica y de la explotación de los recursos naturales, plantea una cuestión ausente de manera explicita en el discurso de Marx. Propuso, nada menos, que la necesidad de realizar un monopolio socializado de todas las materias primas y recursos relacionados con la energía. Desde su punto de vista, “el monopolio privado de los yacimientos de carbón y de los pozos de petróleo constituye un anacronismo intolerable (¡Y esto lo decía Mumford en 1932!), tan intolerable como podría serlo el del sol, el aire o el agua corriente. En este caso los objetivos de una economía de precios y de una economía social no pueden ser reconciliados, y la propiedad común de los medios de conversión de la energía, desde las regiones montañosas cubiertas de bosques en donde tienen sus fuentes los ríos, hasta los más lejanos pozos de petróleo, constituye la única salvaguardia para su uso y su conservación efectivos. Sólo incrementando la cantidad disponible de energía, o cuando la cantidad sea restringida, economizándola con una aplicación ingeniosa, estaremos en situación de eliminar libremente las formas más bajas del trabajo penoso”. Este mismo planteamiento lo extendió a la producción de alimentos y la extracción de materias primas del suelo.

 

Veinticuatro cuatro años después de escribir “Técnica y Civilización”, Mumford vuelca todas las ideas que flotaban en su subconsciente en un libro realmente genial, al que nos hemos referido en anteriores ocasiones: “Las transformaciones del hombre” (1956). En esta obra retoma la idea del comunismo básico, aunque ya no utilice este término. Su discurso se enriquece con la introducción de la perspectiva universalista, por lo que ahora habla de una economía del Mundo Único. Por primera vez, antes de que se hiciera famosa la frase de “pensar globalmente, actuar localmente”, -pronunciada por el científico René Jules Dubos en 1978-, Mumford comentaba que en el Mundo Único que el imagina “habrá una relación polar entre lo universal y lo regional: lo uno no existirá gracias al descuido y el sacrificio de lo otro”. Dicho esto pasa a comentar que “hay que reconocer que la naturaleza ha distribuido irregularmente las ventajas del suelo, el clima, las riquezas naturales, y que el desigual desarrollo histórico de las comunidades muchas veces ha acentuado esa irregularidad”. Para ello propone como objetivo fundamental la nivelación de estas desigualdades mediante “un impuesto a los réditos gradual y universal, pagadero por cada estado, para rectificar el favoritismo ciego de la naturaleza y suministrar un mínimo básico de artículos de primera necesidad a todos los pueblos”.

En este mismo libro vuelve a insistir en la necesidad de socializar las materiales primas, la producción de alimentos y las fuentes de energía. Así urge a “considerar los dones de la naturaleza, desde los yacimientos de uranio y de petróleo hasta los productos sobrantes de granja y de fábrica, como bienes comunes para ser distribuidos de acuerdo a las necesidades humanas, y no como beneficios o ganancias distribuidos entre una minoría privilegiada de acuerdo a la leyes de la propiedad”. A este respecto, Mumford ya decía en “Técnica y Civilización” que “la sociedad capitalista ha confundido la propiedad con la seguridad en la tenencia y la continuidad del esfuerzo, y en el intento mismo de favorecer la propiedad manteniendo a la par el mercado especulativo ha destruido la seguridad en la tenencia”.

Han pasado medio siglo desde que Lewis Mumford propusiera el reparto equitativo, equilibrado y compartido de los recursos planetarios, -sobre todo de los energéticos-, entre todas las naciones y habitantes de la tierra. Un objetivo que debería ser prioritario para la ONU y otros organismos internacionales. Pero nada hemos avanzado en la consecución de esta idea. Ni siquiera es un asunto de debate y discusión en las reuniones de la Asamblea General de la ONU o en las periódicas reuniones de los miembros del G-7 o G-20. La política mundial navega a través de otros derroteros, impulsada por el egoísmo y la violencia. De este modo, las grandes corporaciones internacionales, en especial las del sector energético, siguen monopolizando de manera privada los recursos naturales básicos para el mantenimiento de la vida, esquilmándolos y contaminando el planeta. Sirva como ejemplo lo sucedido en las costas de EE.UU con la plataforma petrolífera de la BP.

En el plano de la política internacional asistimos a una clara estrategia de los países más poderosos para acaparar las menguantes reservas de petróleo mundial. El ejemplo más claro es el de EE.UU que ha emprendido conflictos militares en el Oriente Próximo para hacerse con la riqueza petrolífera de esta región. Pero no han sido los únicos. Algunos países europeos como Francia han capitaneado el derrocamiento del régimen de Libia con el único fin de controlar sus pozos de petróleo. Con la excusa de salvar a la población de sus tíranos se hacen con unos recursos que en justicia pertenecen al conjunto de los habitantes de la tierra, al mismo tiempo que permiten la represión de la población civil por regimenes autoritarios, caso de Siria, o teocráticos fascistas como el de Arabia Saudí, a los que le ha tocado en suerte controlar la principal bolsa de petróleo del mundo.

Algunos países como Venezuela, Bolivia o Argentina han emprendido el camino de nacionalizar las empresas que explotaban los recursos naturales ubicados en su territorio. Nosotros pensamos que es un primer paso, pero no es el más importante y fundamental para asegurar la supervivencia de la humanidad y de la propia tierra. Una vez superada esta primera etapa, aún incipiente, se debe proceder, tal y como proponía Mumford, a la mundialización de la propiedad de los recursos energéticos, alimentarios y mineros, entre otros. Somos conscientes de la dificultad de obtener éxito en este reto de compartir las riquezas de la tierra y puede que sólo lo consigamos si emprendemos un camino paralelo tendente al establecimiento de un gobierno mundial. Un gobierno que acabe con el egoísmo reinante entre las naciones del planeta e instaure una economía vital que garantice las necesidades básicas de los seres humanos y sus necesidades superiores de asimilación racional y utilización creadora de los bienes intangibles y materiales del mundo.

José Manuel Pérez Rivera

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