Domocracia, gobierno de propietarios

Jamás Platón ni Aristóteles, en sus elucubraciones sobre el Estado y el Gobierno ideales, tuvieron en consideración a quienes, por no poseer, ni siquiera detentaban un nombre propio.
Los discípulos de ambos filósofos, como ellos mismos, pertenecían al sector ocioso de la sociedad: hijos de aristócratas rentistas o de comerciantes ricos.
La Grecia antigua era una sociedad esclavista, y los verdaderos generadores de valor, los esclavos, no participaban de las decisiones de la cúpula. La Democracia griega tiene este origen espurio.
La manipulación burguesa ha conseguido que el término Democracia se reconozca como el gobierno del pueblo, queriendo hacer entender con ello que implica a toda la población.
Quizá la artimaña tenga su origen en la traducción sesgada del griego al latín; y en donde demos se establece por pueblo, se obvia que tal vocablo esté vinculado al domos, de propiedad.
La Democracia sería, más bien, la Domocracia, el gobierno de los propietarios.

Lo acaban de constatar las declaraciones patrimoniales de las señorías del Parlamento burgués del Estado español.

Los partidos de la burguesía, PSOE, PP y los nacionalistas regionales, así como también el espectro de la llamada izquierda; todos ellos disfrutan de patrimonio, rentas y acumulación de capital.

Mientras se reducen los salarios a la clase obrera, a la pequeña burguesía y a la burocracia no privilegiada; mientras se alivia la caída de la tasa de ganancia de la burguesía con despidos; mientras se ejecutan desahucios; las señorías gozan de buena salud patrimonial y económica. Algunos de envergadura insultante.

Tal Parlamento, queda obvio, no es representativo de la sociedad. La arenga de la pequeña burguesía radicalizada: ¡No nos representan!, toma sentido.

Los lacayos de la burguesía justifican el alarde patrimonial tildándolo inclusive de ejercicio de transparencia.

Para estos recaderos, sus señorías, además de sus sueldos nada comparables con la media de los trabajadores, además de sus prebendas en viajes y viáticos, además de sus extras y jugosas jubilaciones, cuando no migración a empresas multinacionales, tienen justificado tal status debido a su abnegada labor de representación del pueblo. Es más, argumentan que en el llamado por ellos sector privado obtendrían mucho más compensaciones.

Comprenden que en una época de crisis, en la que como única fórmula de la burguesía es que paguen los que menos tienen, pueda herir sensibilidades. Hasta rezuman cierto sentimiento de culpa.

Para salvar la conciencia hacen uso del cinismo cristiano; aquel que, por arte del birlibirloque y con la señal de la cruz, redime de la culpa con la confesión de ella.

El Parlamento burgués del Estado español responde ahora a quien representa: a la burguesía y su oposición; la derecha y la izquierda. Ambas patas defensoras del mismo Estado del cual profitan.

¡El enemigo es la derecha!, lanzó como soflama Alfonso Guerra ante mineros aborregados de la UGT, lo hizo quien fue cómplice en Suresnes y en el Gobierno de Felipe González, gobierno que empezó las privatizaciones de las Empresas Públicas, que luego terminó hasta entregar a sus amiguetes los pendientes de la abuela, su continuador Aznar.

El enemigo de verdad es la burguesía y los partidos que sustentan su Estado, PSOE, PP y todo el espectro de la izquierda ya comprometida, ya vendida y también propietaria y rentista, que cumple la ignominiosa labor de intentar justificar un Parlamento y un Estado que no representa a la sociedad.

El ejercicio de la Política en el Estado español es escaso; a la muerte de Franco se generaron grandes expectativas, inclusive de un cambio de régimen con la posibilidad de abolir la monarquía.

La traición de los que por entonces se reconocían como la izquierda, PSOE y PC, en los Pactos de la Moncloa, no sólo frustró tales expectativas sino que produjo la inmovilización de la clase obrera y sectores de la pequeña burguesía radicalizada al atar toda salida posible a unas elecciones amañadas por los mismos partícipes del Pacto.

De tal Parlamento bastardo, una Comisión frabricó la actual Constitución que, entre otras joyas del franquismo, mantuvo la monarquía y el vínculo con la Iglesia católica. La única participación que se permitió a la población fue confirmar mediante referendum tal cocido burgués aderezado con la anuencia de la izquierda.

La supuesta intocable Constitución, ha sido modificada al deseo de las burguesías centrales de Europa, esta última vez sin ni siquiera maquillarla con el refrendo público.

El asambleísmo resurgido actual, es una manifestación del deseo de participación en la Política de sectores pequeño burgueses empobrecidos por la crisis económica que les recorta derechos. Y es legítimo.

Se hace necesaria la participación de la clase obrera como la llamada a liderar a todos los sectores de la sociedad porque es la única que tiene como alternativa la desaparición del Estado burgués, por mucho que les duela también a los de la izquierda que sólo aspiran a una curul más.

La forma asamblearia hará posible escapar de la atadura de las direcciones obreras, UGT, CCOO, que están comprometidas con el Estado burgués.

La Constitución actual no merece ningún respeto, lo demuestra la propia burguesía que la modifica cuando quiere.
El asambleísmo, liderado por la clase obrera, podrá estimular un mayor ejercicio de participación y compromiso de quienes tienen vedada la Política: la propia clase obrera y la pequeño burguesía dispuesta a la revolución.

Una Asamblea Estatal, que convoque a los sectores que ahora no tienen voz ni voto y que discuta hasta las bases o necesidad de Estado, será la mejor demostración de participación en la Política. Una Asamblea Estatal con plenos poderes, sin monarquía ni Parlamento.

Para las vanguardias obreras, Partidos de clase o Asociaciones, como para la misma clase obrera y la pequeña burguesía radicalizada, será un magnífico ejercicio de lo que supera a la Domocracia burguesa: la Democracia obrera.

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